Fascismo germinal (Brasil) – Por Tarso Genro

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Cuando menciono aquí las «acciones fascistas» que tienen lugar en Brasil, no estoy refiriéndome a los movimientos de protesta de la derecha y la centroderecha contra el gobierno de Dilma o las manifestaciones que ocurrieron en los parlamentos locales y nacional contra los rumbos de la política económica, de cara a lo prometido en la campaña electoral. Me estoy refiriendo a acciones específicas que están siendo promovidas por grupos organizados, que colocan en el escenario un grave problemas para nuestra “cuestión democrática”: las acciones directas de grupos de “vanguardia”, a los ataques y provocaciones contra eventos partidistas, parlamentarios de izquierda en reuniones institucionales, o ataques físicos en lugares públicos, contra personas que son «sospechosas de ser de izquierda». Y lo hacen con la total complacencia, si no el estímulo, de gran prensa nacional.

Tanto en Alemania como en Italia, quedó demostrado -son las dos grandes experiencias de poder fascista de la modernidad- que el fascismo no se impone «sólo mediante la coacción», sino que requiere un cierto consenso social en el contexto de crisis importantes, tanto de naturaleza política como económica. Allí, las capas superiores de poder económico, al no ver más salida de imponerse como grupo dirigente, arrastrtan detrás de ellos, rebaños indefinidos de diferentes clases sociales, que, como dijo el historiador y general Nelson Werneck Sodré, «se define por el absoluto desprecio por las leyes escritas, por las leyes morales, por la persona humana y por los logros de la civilización y de la cultura «, sustituyendo la lucha política por la acción directa, selectiva y provocativa, especialmente cambiando los argumentos a favor de la acción sin discurso racional.

Hay, por lo tanto, hoy en día, un nuevo problema para todos los sectores democráticos del país que rechazan aventurarse por estos caminos tortuosos: cómo pensar una acción política común que, sin quitar la personalidad política de cada grupo o partido político, pueda desarrollar una acción estratégica democrática, que no permita que el proceso de disputa política dentro de la democracia pueda degenerar en violencia callejera, en el enfrentamiento entre grupos de acción directa, cuyo resultado será la desvalorización de la política y la deslegitimación de los resultados electorales, cualesquiera que fueran, favorecieran a quien fuera.

Contrariamente al predicamento de los grupos fascistas, su propuesta no es de unidad nacional o la defensa de un proyecto nacional, pues lo que ellos defienden es la unidad férrea, basada en su visión de nación, uniendo al país por la fuerza y ​​no por la identificación mayorítaria del pueblo en una «comunidad de destino». La verdadera unidad, para la construcción de una nación, es una unidad en la diversidad, en la que cada clase social, cada grupo humano –étnico o religioso- alcance por lo contradictorio un sentido de «pertenencia». Esta pertenencia, cuando es forzada, ya sea por una burocracia estatal autoritaria anclada en una ideología, ya sea para un “partido unitario», que pretenda detentar el monopolio del nacionalismo, sólo puede mantenerse por la violencia permanente.

Las más recientes experiencias totalitarias de la unificación forzada a partir del poder coercitivo del Estado, ya sea por el estalinismo como por el fascismo, están tratando de recuperar su credibilidad por otros medios, en el contexto de una nueva crisis. Estos medios se presentan en varias formas, ya sea a través de las guerras para apoderarse de las fuentes de energía, sea -en los países europeos occidental- por inculpación, por la crisis, de comunidades inmigrantes desesperados por no poder sobrevivir en sus países de origen, que fueron resecados por la explotación colonial imperial. La «recuperación» de esa credibilidad del fascismo se produce en un momento de descontento popular, que se produce tanto en el «primer mundo», como en la periferia, o en los países intermedios como Brasil. En el fondo está la disputa sobre los remedios para la crisis: a quién afecta ésta y quién paga la factura.

Estos acontecimientos, aquí en casa, son aún germinales y se localizan en lo interno de algunos partidos, en muy pequeños grupos de personas, cuyo problema no es transformar la intolerancia en política, lo que es totalmente absorbible en la democracia, sino transformar -por dentro de la democracia- la intolerancia en violencia física, lo que pone en juego de inmediato la eficacia y efectividad de las instituciones democráticas. Por otro lado, impone, si este proceso prospera, la necesidad de autodefensa de las personas o grupos agredidos. El fascismo necesita enemigos para prosperar, ya que transforma, por la manipulación de la información o por la inercia de los grupos dirigentes, a los adversarios de su visión de mundo en blancos a ser abatidos.

En la Sudáfrica del «apartheid» fascista, los negros de Mandela enemigos predilectos; en la Alemania de Hitler, los judíos, comunistas, demócratas y socialistas, fueron los objetivos prioritarios; en la Italia de Mussolini, lo fueron los comunistas y el movimiento obrero. No nos engañemos, aquí en Brasil, hasta el momento, aunque el blanco favorito de estos grupos es el PT, cuando este movimiento cree fuerza –si la creara- ampliará su ataque a todas las personas y grupos que profesen la defensa de la idea democrática contenida en la Constitución del 88. El PSDB ya fue advertido de ello, cuando decidió desistir de la idea de impedimento de la Presidenta, a través de la legalidad constitucional. El fascismo es la fuerza sin razón y la violencia sin legitimidad, porque la democracia, a diferencia de lo que ocurre en las resistencias a cualquier dictadura, el uso de la fuerza legítima es monopolio del Estado, a través de las instituciones creadas por la ley. Es mejor prevenir que curar.

Virginia Woolf, en el debate que hizo sobre el feminismo, en respuesta a las críticas conservadoras – que consideraban a las mujeres intelectualmente inferiores a los hombres en la producción literaria – dijo allá en 1920, «no se tendrá un gran Newton mientras no se genere un número considerable de pequeñas Newton». En esa época, las mujeres eran, por regla general, destinadas a la cesta de costura y las tareas del hogar, prácticamente impedidas de tratar «problemas de hombres.» E incluso para leer cosas serias y escribir sobre cualquier tema importante de la condición humana. Eran raros los casos de buenas escritoras mujeres y, por supuesto, no porque las mujeres estaban menos dotadas para escribir buenas novelas, sino simplemente porque había pocas mujeres que se aventuraran a escribir y y a desafiar los dogmas de la aristocracia machista y reaccionaria. La lección sirve, a la inversa, para la resistencia democrática al fascismo germinal: es necesario impedir políticamente la emergencia y el odio de los pequeños fascistas en para que no puedan surgir los grandes, que poderían transformar acciones puntuales en masacres gigantescas.

*Tarso Genro fue gobernador del estado de Río Grande do Sul, alcalde de Porto Alegre, Ministro de Justicia, de Educación y de Relaciones Institucionales de Brasil

Fascismo germinal

Quando mencionar aqui as “ações fascistas”, que estão ocorrendo no país, não estou me reportando aos movimentos de protesto da direita e da centro-direita contra o Governo Dilma ou às manifestações, que tem ocorrido nos parlamentos locais e nacionais, contra os rumos da política econômica, desde uma ótica de cobrança do prometido na campanha eleitoral. Estou me referido a ações específicas, que estão sendo promovidas por grupos organizados, que colocam em cena um grave problema para a nossa “questão democrática”: as ações diretas de grupos de “vanguarda”, que partem para ataques e provocações contra eventos partidários, parlamentares de esquerda em reuniões de institucionais, ou ataques físicos em lugares públicos, contra pessoas que sejam “suspeitas de ser de esquerda”. E o fazem com total complacência, se não estímulo, da grande imprensa nacional.

Tanto na Alemanha, como na Itália, ficou demonstrado -são as duas grandes experiências de poder fascista da modernidade- que o fascismo não se impõe “somente pela coerção”, ele exige um certo consenso social, no âmbito de crises graves, tanto de natureza política como econômica. Nelas, as camadas superiores do poder econômicos, não vendo mais saída para impor-se como grupo dirigente arrastam, atrás de si, bandos indefinidos de diversas classes sociais, que, como dizia o historiador e General Nelson Werneck Sodré, “se definem pelo absoluto desprezo pelas leis escritas, pelas leis morais, pela pessoa humana e pelas conquistas da civilização e da cultura”, substituindo a luta política pela ação direta, seletiva e provocativa, sobretudo trocando os argumentos pela ação sem discurso racional.

Coloca-se, portanto, hoje, uma nova questão para todos os setores democráticos do país, que rejeitam se aventurar por estes caminhos tortuosos: como pensar uma ação política comum que, sem retirar a personalidade política de cada grupo ou partido político, possa desenvolver uma ação estratégica democrática, que não permita que o processo de disputa política, no âmbito da democracia, possa descambar para violência de rua, para o enfrentamento entre grupos de ação direta, cujo resultado será a desvalorização da política e a deslegitimação dos resultados eleitorais, sejam eles quais forem, favoreçam quem favorecer.

Ao contrário do que pregam os grupos fascistas, a sua proposta não é de unidade nacional ou defesa de um projeto nacional, pois o que eles defendem é a unidade férrea, fundada na sua visão de nação, unindo o país pela força e não pela identificação majoritária do povo numa “comunidade de destino”. A unidade verdadeira, para a construção da nação, é uma unidade na diversidade, que permita que cada classe social, cada grupo humano -étnico ou religioso- alcance pelo contraditório um sentido de “pertencimento”. Este pertencimento, quando forçado, seja por uma burocracia estatal autoritária escorada numa ideologia, seja por um partido “unitário”, que pretenda deter o monopólio do nacionalismo, só pode manter-se pela violência permanente.

As experiências totalitárias mais recentes, de unificação forçada a partir do poder coercitivo do Estado, seja pelo stalinismo como pelo fascismo, vem tentando recuperar sua credibilidade por outros meios, no contexto de uma nova crise. Estes meios se apresentam de diversas formas, seja através de guerras para o empoderamento de fontes energia, seja -nos países da Europa ocidental- por inculpação, pela crise, de comunidades imigrantes desesperadas por não poderem sobreviver nos seus países de origem, que foram ressecados pela exploração colonial-imperial. A “recuperação” desta credibilidade do fascismo se dá num momento de descontentamento popular, que ocorre tanto no “primeiro mundo”, como na periferia, ou nos países intermediários como o nosso. No fundo está a disputa sobre os remédios para crise: a quem ela afeta e quem paga a conta.

Estes acontecimentos, aqui no país, ainda são germinais e localizam-se, internamente a alguns partidos, em grupos muito restritos de pessoas, cujo problema não é transformar a intolerância em política, o que é plenamente absorvível na democracia, mas é transformar -por dentro da democracia- a intolerância em violência física, o que põe em jogo imediatamente a efetividade das instituições democráticas. De outro lado, impõe, se este processo prosperar, a necessidade de autodefesa das pessoas ou grupos que são agredidos. O fascismo precisa de inimigos para prosperar, já que ele transforma, pela manipulação da informação ou por inércia dos grupos dirigentes, os adversários da sua visão de mundo em alvos a serem abatidos.

Na África do Sul do “apartheid” fascista os negros de Mandela eram inimigos prediletos; na Alemanha de Hitler os judeus, comunistas, democratas e socialistas, eram os alvos prioritários; na Itália de Mussolini, os comunistas e o movimento operário. Não nos enganemos, aqui no Brasil, até agora, embora o alvo predileto destes grupos seja o PT, no momento em que este movimento criar força -se ele criar- ampliará o seu ataque a todas as pessoas e grupos que professam a defesa da ideia democrática contida na Constituição de 88. O PSDB já foi avisado disso, quando achou por bem desistir da ideia de impedimento da Presidenta, através da legalidade constitucional. O fascismo é a força sem razão e a violência sem legitimidade, pois na democracia, ao contrário do que ocorre nas resistências a qualquer ditadura, o uso da força legítima é monopólio do Estado, através das instituições criadas pela lei. Prevenir é melhor que remediar.

Virginia Woolf, no debate que fez sobre o feminismo, respondendo à critica a crítica conservadora – que considerava as mulheres intelectualmente inferiores aos homens na produção literária – disse lá em 1920: “não se terá um grande Newton enquanto não se gerar um número considerável de pequenos Newtons”. Na época, as mulheres eram, em regra, destinadas à cesta de costura e aos afazeres domésticos, sendo praticamente impedidas de tratar dos “assuntos de homens”. E mesmo de ler coisas sérias e escrever sobre quaisquer temas importantes da condição humana. Eram raras as boas escritoras mulheres, é óbvio, não porque as mulheres eram menos dotadas para escrever bons romances, mas simplesmente porque eram poucas as mulheres que se aventuravam a escrever e a desafia os dogmas da aristocracia machista e reacionária. A lição serve, no sentido inverso, para a resistência democrática ao fascismo germinal: é preciso impedir, politicamente, a emergência e o ódio dos pequenos fascistas em ação, para que não possam surgir os grandes, que poderão transformar ações pontuais em massacres gigantescos.

*Tarso Genro foi governador do estado do Rio Grande do Sul, prefeito de Porto Alegre, Ministro da Justiça, Ministro da Educação e Ministro das Relações Institucionais do Brasil.

Carta Maior

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