El voto real y la ilusión electoral (México) – Por Víctor M. Toledo

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Concluidas las votaciones de las elecciones intermedias, ha surgido un alud de voces festinando y festejando la civilidad de la jornada, la masiva participación, la derrota de quienes pretendían obstruirla y el papel de los ciudadanos que ejecutaron el proceso. Parecería que la paz llegó al corazón de los mexicanos y de la nación y que el país se volvió ejemplar.

Nadie, desde el Presidente de la República y del Instituto Nacional Electoral y el ejército de comentaristas en favor del sistema, tanto de la televisión y del radio como de los medios periodísticos, se atrevieron a ofrecer un panorama completo de los resultados anunciados. Si partimos del número de mexicanos que fueron a las urnas y que se ha vaticinado será de alrededor de 47 por ciento, la legitimidad de la elección queda bastante mal parada.

Más de 43 millones de ciudadanos se abstuvieron de participar en «la fiesta electoral», y si tomamos en cuenta los votos anulados, que posiblemente alcancen 6 por ciento, es decir, unos 5 millones, la cifra se hará aún más relevante y preocupante. En un país con democracia representativa madura, este hecho sería suficiente para anular la elección, y para que los candidatos estuvieran obligados a no participar en la siguiente. La razón: los porcentajes reales de los votos ganados por los partidos se reduce a niveles irrisorios, es decir, no son legítimos en tanto no representan más que consensos mínimos.

Como se muestra en la figura, el voto real no da derecho a ningún partido a realizar legislaciones válidas. El enorme costo de la contienda electoral de 2015, obliga a pensar si realmente existe una verdadera democracia en el país y si no es hora de imaginar y llevar a la práctica nuevas formas de democracia, como he sugerido en dos artículos anteriores.

La crisis de la civilización moderna o industrial enfrenta dos desafíos descomunales: la desigualdad social y el desequilibrio ecológico planetario. El mecanismo del que esta civilización dispone para remontar situaciones de crisis, es decir, para «meter el pie en el freno y retirarlo del acelerador y girar el volante» se llama democracia y, más precisamente, democracia representativa o formal. El procedimiento democrático requiere de instituciones tanto para la gobernanza como para la renovación de las estructuras de gobierno (poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial).

El tercer gran desafío es que la civilización moderna ha anulado o desactivado, o está en vías de hacerlo, su propio mecanismo de corrección. Si la democracia representativa ya no funciona hay que sustituirla. El proceso democrático ha sido cooptado y capturado por el capital. Las élites que dominan el mundo son ya intolerables al juego democrático, y a la desigualdad social y económica han sumado la desigualdad política (ver J. Boltvinik, La Jornada, 5/6/15).

El poder político ha terminado por convertirse en cómplice o apéndice del poder económico. Las elecciones en su forma dominante son una mera ilusión, una forma cosmética que da la apariencia de cambio, pero que en realidad ni enfrenta ni resuelve los dramáticos problemas, como es el caso de México. En suma, las élites logran, mediante mil formas, seguir manteniendo el control de las cosas por vías legales e ilegales, morales e inmorales, explícitas e implícitas. El dilema no es entre la vía electoral y la vía violenta o armada, sino entre una democracia representativa ineficaz y tramposa y una nueva forma de hacer efectivo el «gobierno del pueblo».

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La Jornada

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