«Poscrecimiento y posextractivismo, dos caras de la misma transformación cultural». Artículo del economista ecuatoriano Alberto Acosta, en el que problematiza la noción de «crecimiento» imperante en el pensamiento económico y ensaya acerca de los límites de los modelos productivos extractivistas
Alberto Acosta| El pensamiento dominante –propio de la globalización capitalista– conduce a aceptar que es imposible imaginar una economía que no propugne su crecimiento, tanto como un mundo sin petróleo, minería o agroindustria. En esta corriente de pensamiento se encuentra gente de todas las tendencias, desde la vertiente neoliberal a la socialista.
La realidad, sin embargo, dice que superar esa visión es la gran tarea del momento. Por un lado, es preciso replantearse la cuestión del crecimiento económico, para liberarse de esta atadura que puede concluir en una debacle socioambiental mundial de impredecibles consecuencias. Y por otro lado, es cada vez más urgente transitar del extractivismo centrado en las demandas del capital hacia una visión que priorice la vida digna en su más amplia expresión y que viabilice la construcción de sociedades estructuralmente democráticas. Esta tarea pone a prueba toda la capacidad del pensamiento crítico así como la capacidad de inventiva y de creatividad de las sociedades, de los Estados y por cierto de las organizaciones sociales y políticas.
Cerrar la puerta a este debate, sería cerrar la puerta a la democracia misma.
El crecimiento económico, un camino sin salida
Para una gran parte de los habitantes del planeta es muy difícil imaginar una economía sin crecimiento, inclusive van más allá, no son capaces de imaginarse una sociedad sin crecimiento económico. Por eso, sin entrar en más análisis de lo que realmente sucede en cada caso, para hablar del (supuesto) éxito de algunos países se recurre a ejemplos destacados de crecimiento económico, como por ejemplo, China o Perú. En estos casos se ha logrado sostener por largo tiempo tasas importante de crecimiento económico, el caso chino es especialmente notable en la medida que China se ha convertido ya en la economía más grande del mundo, medida por el PIB, pero cabe preguntarse. ¿han conseguido el desarrollo? Pregunta que puede hacerse extensiva a los grandes países industrializados, en donde también hay “maldesarrollo” (Tortosa 2011).
Hay también lecturas propias del marxismo vulgar, que sin pestañar pontifican que no se puede detener el crecimiento. Eso sería, afirman, frenar la evolución de las fuerzas productivas que -desde su visión- son la base del desarrollo de la civilización, las que, a la postre, con adecuados esquemas de control y distribución, van a resolver todos nuestros problemas.
Se repite cansinamente que se debe crecer –lo que se confunde con tener dinero– para poder enfrentar el tema de la pobreza, para desarrollarnos tecnológicamente, e inclusive para resolver los problemas ambientales que provoca el propio crecimiento.
Un verdadero galimatías conceptual domina el debate.
Los límites ambientales del crecimiento económico
En términos ambientales, ya se superaron los límites mundiales de emisión de cuatrocientos partes por millón de CO2 y el hecho de que nunca más se va a regresar a una cifra inferior, lo que, por los nocivos efectos que esto produce, representa una clara advertencia de que no se puede seguir por la misma senda. El crecimiento material sin fin podría culminar en un suicidio colectivo.
Los efectos del crecimiento económico, motivado por las demandas del capital, están a la vista: basta considerar los impactos del mayor recalentamiento de la atmósfera o del deterioro de la capa de ozono, de la pérdida de fuentes de agua dulce, de la erosión de la biodiversidad agrícola y silvestre, la elevada cantidad de nitrógeno en la atmósfera, la degradación de los suelos o los efectos de la acelerada desaparición de espacios de vida de las comunidades locales… Por lo tanto, Eduardo Gudynas (2009) tiene razón cuando concluye que no tiene futuro la acumulación material mecanicista e interminable de bienes, apoltronada en el aprovechamiento indiscriminado y creciente de la naturaleza. Además, este proceso no ha conducido ni va a conducir al desarrollo. Todo lo contrario.
Por lo tanto, se debe analizar con urgencia lo que representa la economía y la sociedad del crecimiento. Existe una suerte de manía del crecimiento económico, como afirmó oportunamente -en el año 1971- Herman Daly (1989). Ya antes, este mismo economista, en línea con el pensamiento de Nicholas Georgesku Roegen, de origen rumano, el gran pionero de la economía ecológica, anticipó las amenazas en ciernes. Por lo tanto, él concluía en la necesidad de pensar en un decrecimiento económico porque el crecimiento constituye una especie de harakiri para la humanidad; textualmente decía “el estado más deseable no es un estado estacionario sino un estado en decrecimiento. Sin duda, el crecimiento presente tiene que cesar o, más aún, cambiar de signo” (Daly 1971). A Kenneth Boulding (1966), economista que veía a la Tierra como una nave espacial, también en sintonía con Georgesku-Roegen, se le atribuye haber exclamado que “cualquiera que crea que puede durar el crecimiento exponencial para siempre en un mundo finito es loco o economista”.
Sin embargo, en determinadas épocas, asumir estos límites biofísicos, ya advertidos por el Informe del Club de Roma en 1972 (Meadows 1972), fue visto como parte de una propuesta imperialista. Su verdadera intención, decían algunos críticos, sería limitar la posibilidad de desarrollo para los países del Sur global. Inclusive surgió la particular tesis del derecho al desarrollo, a la que apela en la actualidad, por ejemplo, China.
El punto medular para cuestionar el crecimiento permanente de la economía se centra en el hecho de que la Naturaleza tiene límites que las economías no deben sobrepasar. El cambio climático, especialmente debido al sobreconsumo energético y a la transformación del uso del suelo, es una evidencia incontrastable. Mientras tanto, el pensamiento funcional a la acumulación de capital se limita a reflexionar y proponer cómo transformar a “los bienes” y “servicios ambientales” en simples elementos transables, a través de la dotación de derechos de propiedad sobre estas funciones. Otros apuestan con fe ciega a los avances tecnológicos. Esta situación se explica por la generalización de un comportamiento egoísta y miope, incapaz de reconocer que un recurso tiene un límite o umbral antes de colapsar, al tiempo que desconocen las restricciones intrínsecas de las tecnologías.
Esta posición crítica no refleja un conservadurismo ante la idea del progreso, sino acerca de su sentido. La técnica moderna se encuentra subsumida al proceso de valorización, lo cual la vuelve nociva en muchos aspectos. Pero quizá el problema sea más profundo y pase por una pregunta acerca del mismo sentido de lo humano en un tiempo en que parece aproximarse la barbarie, tal como advertía Rosa Luxemburgo. Desde esa perspectiva, para que exista otro tipo de técnica, es necesario transformar las condiciones de su producción social. Además, hay que prestar atención al llamado “efecto rebote”, que se refleja en los aumentos de consumo, producto de las ganancias en eficiencia.
Ahora, cuando los límites de sustentabilidad del mundo están siendo literalmente superados, es indispensable construir soluciones ambientales vistas como una asignatura universal. De la mano con la propuesta de una Declaración Universal de los Derechos de la Naturaleza se podría establecer un marco referencial para darle profundidad a esta tarea que compete a toda la Humanidad.
Los límites económicos y sociales del crecimiento económico
Es imprescindible rescatar reflexiones de los pensadores clásicos del desarrollo como Albert Hirschman , quien a fines de los años cincuenta, ya afirmaba que la economía del desarrollo debe guardarse muy bien de pedir prestado de la economía del crecimiento. Recomendación que, como se ha visto, no fue asumida oportunamente. Se siguió creyendo por décadas que el crecimiento era sinónimo de desarrollo. De alguna manera, esa visión se mantiene hasta ahora en amplios sectores de la sociedad y en casi todos los gobiernos. [2]
De todas maneras, poco a poco se abre paso una constatación de que el crecimiento económico es apenas un medio, no un fin. Amartya Sen (1985), Premio Nobel de Economía, el único que proviene de un país “subdesarrollado”, fue muy claro al respecto:
Las limitaciones reales de la economía tradicional del desarrollo no provinieron de los medios escogidos para alcanzar el crecimiento económico, sino de un reconocimiento insuficiente de que ese proceso no es más que un medio para lograr otros fines. (…) No sólo ocurre que el crecimiento económico es más un medio que un fin; también sucede que para ciertos fines importantes no es un medio muy eficiente. (Sen 1985)
Se podría seguir un poco más en este sendero y recordar a un economista, profesor de la Universidad de Columbia, Jagdish Bhagwati, quien en 1958 ya mencionaba incluso de que el crecimiento podría ser inclusive empobrecedor: “el hecho de crecer no necesariamente genera condiciones positivas, si ese crecimiento afecta la realidad social y la realidad ambiental de un país” (Baghwati 1958).
Lo dicho indica que se puede crecer y no alcanzar el desarrollo, y que hasta se puede crecer y subdesarrollarse. Una experiencia común en el mundo empobrecido. ¿Cuántos países han logrado sostener por tiempos relativamente largos significativas tasas de crecimiento económico? Pocos, sin duda alguna. Y de esos pocos, ¿cuántos se han desarrollado?, muchos menos aún. Es más, como para complicar las cosas, bien se sabe que en realidad prima el maldesarrollo inclusive entre los países que se consideran desarrollados.
De todas maneras, hay quienes sostienen que el crecimiento puede ser necesario en ciertas circunstancias, sobre todo para superar determinadas deficiencias fundamentales, por ejemplo en educación y salud. Pero eso no justifica cualquier tipo de crecimiento. Manfred Max Neef fue muy claro al respecto. En una carta abierta al ministro de Economía de Chile, 4 de diciembre de 2001, escribió:
Si me dedico, por ejemplo, a depredar totalmente un recurso natural, mi economía crece mientras lo hago, pero a costa de terminar más pobres. En realidad la gente no se percata de la aberración de la macroeconomía convencional que contabiliza la pérdida de patrimonio como aumento de ingreso. Detrás de toda cifra de crecimiento hay una historia humana y una historia natural. Si esas historias son positivas, bienvenido sea el crecimiento, porque es preferible crecer poco pero crecer bien, que crecer mucho pero mal. [3]
En los países ricos, a modo de ejemplo, el hecho de tener cada vez más bienes materiales no significa que exista una mayor felicidad. Hay estudios que demuestran cómo el crecimiento del producto interno bruto per cápita en los Estados Unidos, por ejemplo, ha sido tendencialmente sostenido en las últimas seis décadas , pero los niveles de felicidad no lo han hecho, se mantienen estables. En esta línea de reflexión caben muy bien los aportes de Jürgen Shuldt (2004), sobre todo los de su libro Bonanza macroeconómica, Malestar microeconómico.
Así, se puede afirmar que el crecimiento económico, provocado por la voracidad del capital, que acumula produciendo y especulando, se da sobre bases de creciente inequidad estructural. Quizás esto explica también los elevados niveles de frustración e infelicidad existente en las sociedades opulentas. Ampliando el horizonte, se constata que en el planeta la inequidad social, tan propia del capitalismo, en tanto civilización de la desigualdad, es una cuestión que se da a nivel global e inclusive en las economías consideradas como exitosas.
Basta ver algunas cifras de la inequitativa distribución de la riqueza a nivel mundial: las 85 personas más ricas del mundo tienen tanto como la mitad más pobre de la población mundial: 1 700 millones de habitantes, según un reporte de la Oxfam (2014). Según dicho estudio, el 1% de la población más rica acapara casi la mitad de la riqueza mundial. Revisar las cifras de la inequidad en Alemania, país de “los inventores” de la tan promocionada economía social de mercado, resulta por igual aleccionador: en 2008, el 10% más rico de la población alemana poseía el 53% de los activos, mientras que la mitad de la población es propietaria de un 1% (Der Spiegel 2014).
De lo anterior se desprende que la organización misma de la economía debe cambiar de manera profunda. Este es quizás uno de los mayores retos. El crecimiento económico, transformado en un fetiche al cual rinden pleitesía los poderes del mundo y amplios segmentos de la población, debe ser desenmascarado y desarmado. Algo fácil de decir, pero difícil de hacer al margen del consenso y participación popular.
Desde esa perspectiva, hay que tomar en consideración todo lo que se deriva de estas lecturas que dan cuenta de los límites geofísicos y socioeconómicos de la actual economía, y su motor, el crecimiento. Preocupa que, en lugar de buscar soluciones radicales y profundas para el tren desbocado en el que viaja la humanidad, se siga ahondando en prácticas en esencia depredadoras. Se tendrá que ver si no los redoblados intentos por ahondar la lógica mercantilista de la llamada economía verde –que sigue ampliando la frontera de colonización en el planeta, por ejemplo, con el mercado de carbono– es la respuesta comercial para los problemas ambientales.
Los debates del poscrecimiento
Muchos los economistas de prestigio como Nicholas Georgescu-Roegen, Kenneth Boulding, Herman Daly, Roefie Hueting, Enrique Leff, José Manuel Naredo o Joan Martínez Alier ya han demostrado las limitaciones del crecimiento económico. Incluso Amartya Sen, que no cuestiona el mercado ni el capitalismo, rompió lanzas en contra del crecimiento económico visto como sinónimo de desarrollo.
En la actualidad se multiplican los reclamos, sobre todo en los países industrializados, por una economía que propicie no solo el crecimiento estacionario, sino el decrecimiento [4] .
Conviene traer nuevamente a colación las ideas de Herman Daly, aquel economista que trabajó en el Banco Mundial y que fue categórico en un punto medular: la economía debe ser entendida como un subconjunto del ecosistema. Tal como están las cosas, por ahora funciona como una máquina idiota (palabras de Daly); es decir, como una máquina que metaboliza los recursos naturales, los procesa agotándolos y desecha contaminando y tiene que hacerlo cada vez más para poder funcionar. Esa es la lógica de acumulación del capitalismo.
Entonces, plantea Daly, que se tienen dos límites claramente identificados: el ecológico catastrófico y el punto absoluto de saturación. Del primero ya se habló antes. Y sobre el segundo punto, se debe reflexionar y preguntar ¿para qué pretender seguir creciendo? No cabe duda de que ya existen muchas personas, sobre todo el Norte global, que tienen saturada su capacidad de satisfacer sus necesidades con cada vez más bienes materiales. ¿Tiene futuro este despropósito? Estas son cuestiones fundamentales.
Otro economista notable, como John Maynard Keynes (1930), abordó este tema. Él mencionaba que al límite absoluto de saturación en términos de consumo se llegaría en 2030 [5] . Estas y otras reflexiones han planteado, sobre todo en el Norte global, la urgencia de dar paso a una economía de crecimiento estacionario y, lo antes posible, del decrecimiento.
Todas estas consideraciones sobre el decrecimiento de alguna forma encuentran un antecedente en los trabajos de John Stuart Mill. Este economista inglés, en 1848, año en el que se publicó el manifiesto del partido comunista de Karl Marx y Friedrich Engels, ya anticipó algunas reflexiones fundacionales de lo que hoy se conoce como una economía estacionaria. Mill afirmaba:
Mientras las inteligencias son groseras, necesitan estímulos groseros, y es preferible dejárselos. Entretanto, debe excusarse a los que no aceptan esta etapa muy primitiva del perfeccionamiento humano como el tipo definitivo del mismo, por ser más escépticos con respecto a la clase de progreso económico que excita las congratulaciones de los políticos ordinarios: el aumento puro y simple de la producción y de la acumulación. (…) No sé por qué haya motivo para congratularse de que personas que son ya más ricas de lo que nadie necesita ser, hayan doblado sus medios de consumir cosas que producen poco o ningún placer excepto como representativas de riqueza (…) Sólo en los países atrasados del mundo es todavía un asunto importante el aumento de la producción; en los que están más adelantados, lo que se necesita desde el punto de vista económico es una mejor distribución, para lo cual es un medio indispensable la restricción más severa de la población (…).
No puedo, pues, mirar al estado estacionario del capital y la riqueza con el disgusto que por el mismo manifiestan sin ambages los economistas de la vieja escuela. Me inclino a creer que, en conjunto, sería un adelanto muy considerable sobre nuestra situación actual. Confieso que no me agrada el ideal de vida que defienden aquellos que creen que el estado normal de los seres humanos es una lucha incesante por avanzar, y que el pisotear, empujar, dar codazos y pisarle los talones al que va delante, que son característicos del tipo actual de vida social, constituyen el género de vida más deseable para la especie humana; para mí no son otra cosa que síntomas desagradables de una de las fases del progreso industrial. (…) la mejor situación para la naturaleza humana es aquella en la cual, mientras nadie es pobre, nadie desea tampoco ser más rico ni tiene ningún motivo para temer ser rechazado por los esfuerzos de otros que quieren adelantarse (Mill 1848).
En la actualidad, uno de los más lúcidos pensadores latinoamericanos, Enrique Leff, recomienda dar paso a una transición hacia otra forma de organización de la producción y la misma sociedad; asumiendo estos retos, pregunta y propone:
¿Cómo desactivar el crecimiento de un proceso que tiene instaurado en su estructura originaria y en su código genético un motor que lo impulsa a crecer o morir? ¿Cómo llevar a cabo tal propósito sin generar como consecuencia una recesión económica con impactos socioambientales de alcance global y planetario? […] esto lleva a una estrategia de deconstrucción y reconstrucción, no a hacer estallar el sistema, sino a re-organizar la producción, a desengancharse de los engranajes de los mecanismos de mercado, a restaurar la materia desgranada para reciclarla y reordenarla en nuevos ciclos ecológicos. En este sentido la construcción de una racionalidad ambiental capaz de deconstruir la racionalidad económica, implica procesos de reapropiación de la naturaleza y reterritorialización de las culturas (Leff 2008).
Responder a este reto es una cuestión cada vez más presente en los países industrializados, los mayores responsables de la debacle ambiental global. No se trata de que los países empobrecidos mantengan su situación de pobreza y miseria para que los países ricos conserven sus insostenibles niveles de vida. De ninguna manera. Lo que sí debe ser motivo de atención en el Sur es no intentar repetir estilos de vida social y ecológicamente insostenibles.
Es, por lo tanto, igual de urgente abordar con responsabilidad el tema del crecimiento económico en los países “subdesarrollados”; así, inicialmente, resulta por lo menos oportuno diferenciar el crecimiento “bueno” del “malo”; crecimiento que, como se hizo referencia anteriormente a la carta de Max Neef, se define por las correspondientes historias naturales y sociales que quedan detrás, tanto como por el futuro que este crecimiento pueda anticipar.
Por un lado, los países empobrecidos y estructuralmente excluidos deberán buscar opciones de vida digna y sustentable, que no representen la reedición caricaturizada del estilo de vida occidental. Mientras que, por otro lado, los países “desarrollados” tendrán que resolver los crecientes problemas de inequidad internacional que ellos han provocado y, en especial, tendrán que incorporar criterios de suficiencia en sus sociedades antes que intentar sostener, a costa del resto de la Humanidad, la lógica de la eficiencia entendida como la acumulación material permanente.
Los países ricos, en definitiva, deben cambiar su estilo de vida que pone en riesgo el equilibrio ecológico mundial, pues desde esta perspectiva también son, de alguna manera, subdesarrollados o “maldesarrollados” (Tortosa 2011). En este empeño tendrán que desandar gran parte del camino recorrido, dando marcha atrás en ese crecimiento que resulta irrepetible a nivel mundial. A mismo tiempo, deben asumir su corresponsabilidad para dar paso a una restauración global de los daños socioambientales provocados; en otras palabras, deben pagar su deuda ecológica e inclusive su deuda histórica.
Revisar la esencia del crecimiento económico se muestra, entonces, indispensable. Lo que cabría es preguntarse si hay formas de desarrollo de las fuerzas productivas que puedan transitar en otra dirección. Por lo pronto lo que sí está claro es que la destrucción que produce el crecimiento económico en su forma de acumulación capitalista es efectivamente la que conduce a un camino sin salida. Esa evolución alternativa debería entrañar, sin duda alguna, otras lógicas económicas. Esta nueva economía deberá ser repensada desde la búsqueda y construcción de alternativas aplicadas con una visión holística y sistémica, plasmada desde los Derechos Humanos y los Derechos de la Naturaleza.
A la conclusión a la que se llega es que el crecimiento no puede ser el motor de la economía y menos aún su fin último. Urge, entonces, discutir de manera seria y responsable sobre el decrecimiento económico, inicialmente en el Norte global (no basta el crecimiento estacionario), que necesariamente deberá venir de la mano del posextractivismo en el Sur global.
Superar los límites coloniales del extractivismo
El extractivismo es una modalidad de acumulación que comenzó a fraguarse masivamente hace quinientos años. Constituye una categoría que permite explicar el saqueo, acumulación, concentración, destrucción y devastación colonial y poscolonial, así como la evolución del capitalismo hasta nuestros días. Desarrollo y subdesarrollo son elementos que hay que ubicar en este contexto.
Con la conquista y la colonización de América, África y Asia empezó a estructurarse la economía mundial: el sistema capitalista. Como uno de los elementos fundacionales de la civilización capitalista se desarrolló y consolidó la modalidad de acumulación extractiva, determinada desde entonces por las demandas de los centros metropolitanos del capitalismo naciente. Unas regiones fueron especializadas en la extracción y producción de materias primas, es decir de bienes primarios, mientras que otras asumieron el papel de productoras de manufacturas, normalmente utilizando los recursos naturales de los países pobres o empobrecidos. Las primeras exportan Naturaleza; las segundas, en su mayoría, la transforman y exportan bienes terminados.
El extractivismo [6] , desde entonces, ha sido una constante en la vida económica, social y política de muchos países del Sur global. Así, con diversos grados de intensidad, todos los países de América Latina están atravesados por estas prácticas ; hablar de extractivismo se ha convertido en un lugar común del lenguaje cotidiano en estos países, que atraviesan por un proceso cada vez más brutal de intervención de las empresas movidas por intereses transnacionales. El extractivismo está en el corazón del discurso político de las distintas tendencias políticas, no solo entre las que se adscriben al neoliberalismo, sino también entre las que se distancian de él. Una lectura crítica de estos discursos y los argumentos con que se sostienen resulta necesaria para elaborar cualquier propuesta alternativa.
Por lo tanto, es indispensable conocer el significado y los alcances del extractivismo, sus bases, fundamentos, y la propia historia de sus elementos. Es un esfuerzo complejo pues se trata de una práctica que, en América Latina, lleva cientos de años como base de su economía y que ha calado hondo en sus sociedades, que parecen presas de un ADN extractivista [7] .
Es preciso, entonces, debatir las visiones extractivistas de los gobiernos neoliberales, así como las de los gobiernos progresistas, que en la práctica profundizan esta modalidad de acumulación, aun cuando, en el discurso, reconocen la necesidad de una transición. El neoextractivismo de los gobiernos progresistas tiene algunos puntos recuperables, como podría ser un mejor control del Estado sobre las actividades extractivas y una mayor participación en la renta minera o petrolera, pero no se aleja para nada de una modalidad de acumulación dependiente y subdesarrolladora, también de raigambre colonial.
Superar el extractivismo, inclusive como atadura de raigambre colonial, es una condición básica para salir del subdesarrollo. Sin embargo, en el camino de salida de una economía extractivista, se tendrá que arrastrar por un tiempo algunas actividades de este tipo. Se precisa una transición pensada claramente y adoptada sólidamente por la sociedad. Debe quedar muy claro que manteniendo o, peor aún, profundizando el extractivismo, no se encontrará un escape a este complejo dilema de sociedades ricas en recursos naturales, pero condenadas a un empobrecimiento casi inevitable.
Por lo tanto, se debe considerar un punto clave: el inmediato decrecimiento planificado del extractivismo (Acosta 2011) [8] ; y, en la misma línea, la superación del concepto mismo de desarrollo, dando paso a alternativas al desarrollo como las que propone el buen vivir o sumak kawsay (Gudynas y Acosta 2011; Acosta 2013; Unceta 2014).
Esta opción implica no deteriorar más la Naturaleza y no sostener estructuras sociales profundamente inequitativas. El éxito de este tipo de estrategias para procesar una transición social, económica, cultural, ecológica, dependerá de su coherencia y del grado de respaldo y ponderación social que tenga.
Poscrecimiento y posextractivismo, un debate compartido
De lo anteriormente expuesto se desprende que la Humanidad está conminada a debatir de manera seria y responsable sobre el urgente decrecimiento económico en el Norte global. Esto, como se anotó anteriormente, necesariamente deberá venir de la mano del posextractivismo en el Sur global, en donde también habrá que cuestionarse las estrategias de crecimiento aplicadas hasta ahora.
Este reclamo no implica de ninguna manera negar la cuestión de las desigualdades e inequidades sociales. Todo lo contrario. Demanda –siguiendo las reflexiones de Enrique Leff (2008)– una estrategia de deconstrucción y reconstrucción, para no volver invivible la vida del ser humano en el planeta. Se precisa reorganizar la producción, desengancharse de los engranajes de los mecanismos de mercado (sobre todo del mercado mundial), restaurar la materia utilizada para reciclarla y reordenarla en nuevos ciclos ecológicos. Urge también desmontar la irracionalidad de la especulación en todas sus formas. El mundo precisa una racionalidad socioambiental capaz de deconstruir la actual racionalidad económica dominante, para construir procesos de reapropiación de la naturaleza y reterritorialización de las culturas.
Enrique Leff (2008) dice que hablar de decrecimiento o de economía estacionaria no es el tema de fondo: Decrecer no solo implica des-escalar o des-vincularse de la economía. No equivale a des-materializar la producción, porque ello no evitaría que la economía en crecimiento continuara consumiendo y transformando naturaleza hasta rebasar los límites de sustentabilidad del planeta. La abstinencia y la frugalidad de algunos consumidores responsables no desactivan la manía de crecimiento instaurada en la raíz y en el alma de la racionalidad económica, que lleva inscrita el impulso a la acumulación del capital, a las economías de escala, a la aglomeración urbana, a la globalización del mercado y a la concentración de la riqueza. Saltar del tren en marcha no conduce directamente a desandar el camino. Para decrecer no basta bajarse de la rueda de la fortuna de la economía; no basta querer achicarla y detenerla. Más allá del rechazo a la mercantilización de la naturaleza, es preciso desconstruir la economía.
No se trata entonces, de acuerdo a Leff, solo de “ecologizar” a la economía, la solución al crecimiento no es solo el decrecimiento sino la deconstrucción y la transición hacia una nueva racionalidad económica. La tarea es cuestionar el pensamiento modernizador, la ciencia, la tecnología y las instituciones que han instaurado la “jaula de la racionalidad” de la modernidad. Esto lleva irreparablemente a plantear ideas del poscrecimiento desde una perspectiva mucho más amplia, no solo económica, sino social y política, sin perder de vista el amplio campo cultural. Hay que salir de la sociedad del crecimiento, ese es un primer punto.
Ante estos retos, aflora con fuerza la necesidad de repensar la sustentabilidad en función de la capacidad de carga y resiliencia de la Naturaleza. En otras palabras, la tarea radica en conocer las verdaderas dimensiones de la sustentabilidad y en asumir la capacidad de la Naturaleza para soportar perturbaciones, que no pueden subordinarse a demandas antropocéntricas. Esta demanda requiere una nueva ética para organizar la vida misma. Se precisa reconocer que el desarrollo convencional, sustentado en el crecimiento económico, conduce a la Humanidad por un camino sin salida. Los límites de la Naturaleza, aceleradamente desbordados por los estilos de vida antropocéntricos, particularmente exacerbados por las demandas de acumulación del capital, son cada vez más notorios e insostenibles.
La tarea parece simple, pero es en extremo compleja. En lugar de mantener el divorcio entre la Naturaleza y el ser humano, hay que propiciar su reencuentro; algo así como intentar atar el nudo gordiano de la vida, roto por la fuerza de una concepción de organización social depredadora y, por cierto, intolerable. La Naturaleza establece los límites y alcances de la sustentabilidad y la capacidad de reposición que poseen los sistemas para autorenovarse, de las que dependen las actividades productivas. Es decir, que si se destruye la Naturaleza, se destruye la base de la economía misma.
En concreto, la economía debe echar abajo todo el andamiaje teórico que, de acuerdo a José Manuel Naredo (2009), vació de materialidad la noción de producción y separó por completo el razonamiento económico del mundo físico. Ese proceso supuso la ruptura epistemológica que desplazó la idea de sistema económico, con su carrusel de producción y crecimiento, al mero campo del valor.
Esto conmina a evitar las acciones que eliminen la diversidad, reemplazándola por la uniformidad. Y justamente eso es lo provoca la megaminería o los monocultivos, por ejemplo, pues estas actividades uniformadoras, como reconoce Godofredo Stutzin (1984), “rompen los equilibrios, produciéndose desequilibrios cada vez mayores”. Además, ahora, cuando los límites de sustentabilidad del mundo están siendo literalmente superados, es indispensable, además, construir soluciones ambientales universales.
Por otro lado, si la economía debe subordinarse a los mandatos de la Tierra, el capital tiene que estar sometido a las demandas de la sociedad humana, que es parte de la Naturaleza misma: ¡los seres humanos somos Naturaleza! Esto exige dar paso a esquemas de profunda redistribución de la riqueza y del poder, así como de construcción de sociedades fundamentadas en equidades en plural. No solo está en juego la cuestión de la lucha de clases, es decir, el enfrentamiento capital-trabajo. Está en juego la superación efectiva del concepto de “raza”, en tanto elemento configurador de las sociedades dependientes, en donde el racismo es una de sus manifestaciones más crudas. Es tarea fundamental y urgente la superación del patriarcado y del machismo.
A manera de corolario
Tener más no hace más felices a las personas. Desde esa perspectiva, no interesa cuántas cosas produce una persona en su vida, sino cómo las cosas de las que dispone, le ayudan a tener un mejor nivel de vida. Eso significa que hay que superar esta religión dominante del crecimiento económico, de la acumulación incesante de bienes materiales y la lógica misma del progreso que está desde hace mucho tiempo –quizás más de quinientos años– nutriendo las bases de la economía capitalista.
Este dilema no va a resolverse de la noche a la mañana. Hay que construir, como recomienda una y otra vez Eduardo Gudynas , transiciones plurales, claras y precisas a partir de horizontes utópicos como puede ser el buen vivir o sumak kawsay, aunque mejor sería hablar de los buenos convivires, como sugiere Xavier Albó (2009).
El buen vivir, en tanto propuesta despejada de prejuicios y en construcción, abre la puerta para formular visiones alternativas de vida con su postulación de armonía con la Naturaleza, de reciprocidad, de relacionalidad, de complementariedad y de solidaridad entre individuos y comunidades, con su oposición al concepto de acumulación perpetua, y con su regreso a valores de uso. Sin olvidar y menos aún manipular sus orígenes ancestrales, puede servir de plataforma para discutir, concertar y aplicar respuestas frente a los devastadores efectos de los cambios climáticos a nivel planetario y las crecientes marginaciones y violencias sociales en el mundo. Incluso puede aportar en el planteamiento de un cambio de paradigma en medio de la crisis que golpea a muchos de los países otrora centrales. En ese sentido, la construcción del buen vivir, como parte de procesos profundamente democráticos, puede ser útil para encontrar incluso respuestas globales a los retos que tiene que enfrentar la humanidad.
Como es fácil comprender, cuestionamientos de ese tipo están más allá de cualquier corrección instrumental de una estrategia de desarrollo y del crecimiento económico permanente. El discurso del desarrollo que justifica visiones de dominación y exclusión, de raigambre colonial no se puede sostener más. Se requiere de un discurso contrahegemónico que subvierta al dominante aún y sus correspondientes prácticas de dominación, a la vez que genere nuevas reglas y lógicas de acción. Su éxito dependerá de la capacidad de pensar, proponer, desenvolverse, e inclusive de mostrar indignación, de ser el caso, también globalmente.
En consecuencia, el buen vivir o sumak kawsay, al abrir la puerta para transitar hacia una nueva civilización, demanda otra economía. Esta no surgirá de la noche a la mañana y menos aún de la mano de caudillos iluminados. Se trata de una construcción paciente y decidida en desmontar varios fetiches y en propiciar cambios radicales, recuperando los valores, las experiencias y sobre todo las prácticas existentes en el mundo andino y amazónico, nutriéndose de aquellas visiones y vivencias sintonizadas con la praxis de la vida armónica y de la vida en plenitud que se desarrollan en todo el mundo .
De todo lo anterior, a modo de síntesis, se puede concluir en la necesidad de considerar los siguientes aspectos:
Es evidente que el crecimiento económico no puede ser el objetivo de una economía propia de una civilización diferente a la capitalista. Es más, para algunos menesteres puede incluso resultar contraproducente. Se debe aceptar que el crecimiento económico permanente en un mundo finito es una locura. Hay que desarmar, entonces, tanto a la economía como a la sociedad del crecimiento. Adicionalmente, si ya se acepta que el crecimiento económico no es equivalente a desarrollo, con mayor razón eso debe ser válido para una decidida construcción del buen vivir o sumak kawsay, que representa una alternativa al desarrollo.
La desmercantilización de la Naturaleza, como parte de un reencuentro consciente con la Pachamama, es un asunto crucial. Sin rodeos, la economía debe subordinarse a la ecología. La desmercantilización de la Naturaleza vendrá de la mano de la desmaterialización de los procesos productivos, orientada a una producción más eficiente, capaz de utilizar menos recursos. Los objetivos económicos deben estar sometidos a las leyes de funcionamiento de los sistemas naturales, sin perder de vista el respeto a la dignidad humana y asegurando la calidad en la vida de todas las personas.
Si se habla de desmercantilización de la Naturaleza, esta acción se debe instrumentar también con los bienes comunes, entendidos como aquellos bienes que pertenecen, son de usufructo o son consumidos por un grupo más o menos extenso de individuos o por la sociedad en su conjunto. Estos bienes pueden ser sistemas naturales o sociales, palpables o intangibles (Wikipedia, por ejemplo), distintos entre sí, pero comunes al ser heredados o construidos colectivamente.
La descentralización es otro de los aspectos medulares de otra economía. En muchos ámbitos, como en el de la soberanía alimentaria o energética, por ejemplo, se precisan respuestas-acciones más cercanas a la gente. Es decir, desde las propias comunidades, desde sus propios territorios (rurales y urbanos), habrá que encontrar las respuestas más adecuadas; respuestas que muchas veces ya están presentes desde hace mucho tiempo atrás y que no han sucumbido a los mandatos capitalistas. Está acción, como parte de un ejercicio de reterritorialización cultural, está orientada a recuperar el protagonismo y el control de las personas, es decir, de las comunidades, en la toma de decisiones, para fortalecer la participación y los procesos locales.
La distribución equitativa del ingreso y la redistribución de la riqueza (inclusive del trabajo, que también deberá ser objeto de un proceso de desmercantilización) es un paso fundamental para la construcción de otra economía, que propenda al buen vivir. Si la economía debe subordinarse a los mandatos de la Tierra, la economía (no solo el capital) tiene que estar sometido a las demandas de la sociedad humana, que no solo es parte de la Naturaleza, sino que es Naturaleza. Esto exige una profunda redistribución de la riqueza y del poder, así como la construcción de sociedades fundamentadas en la igualdad y en equidades en plural. Lo dijimos ya, no solo está en juego la cuestión de la lucha de clases, es decir el enfrentamiento capital-trabajo. Está en juego la superación efectiva de las inequidades étnicas, sociales, económicas, políticas, de género e intergeneracionales
La democratización de la economía, de otra economía, completa lo anotado anteriormente. Es indispensable que la toma de decisiones en el ámbito económico, en todos los niveles, sea cada vez más participativa y deliberativa. Esto implica asegurar tanto los derechos de los productores como de los consumidores. Deben regir aquellos principios de organización social comunitaria que vayan más allá de lo económico crematístico y del utilitarismo convencional.
En resumen, como parte de una gran transformación, que tendrá que ser eminentemente cultural, se precisa de una visión que supere el fetiche del crecimiento económico, que propicie la desmercantilización de la Naturaleza y los bienes comunes, la descentralización y el cambio de las estructuras de producción y consumo, la redistribución de la riqueza y del poder, como bases para una estrategia de construcción colectiva y constante de otra economía, indispensable para otra civilización.
Apuntamos, pues, a una economía que propenda a la reproducción de la vida y no a la del capital. Esta tarea implica acciones locales, nacionales como internacionales, que exigen un horizonte utópico de futuro, pero que demandan, por igual, respuestas a corto y mediano plazo.
Un tema medular a tener en cuenta será que la gran mayoría de la población, condenada sistémicamente a la exclusión e incluso a la pobreza, no reflexiona sobre estas cuestiones. Por el contrario, aspira permanentemente a vivir con los niveles de consumo que tienen los grupos más acomodados a nivel mundial y nacional, sin preguntarse si es o no posible e inclusive conveniente. Recordemos que la sociedad, en el Norte y en el Sur, está bombardeada con masivos mensajes que le predisponen al consumismo. Inclusive parecería que a los marginados se les hubiese incorporado en la cabeza un chip consumista de aspiraciones elevadas, pero que no puede cumplir por carecer de los recursos para financiarlas o porque, si esto se produjera, se ahondarían los problemas ambientales globales.
De la mano del consumismo viene el despilfarro de todo tipo. Así, por ejemplo, según la FAO, al año se desperdician más de 1,3 mil millones de toneladas de alimentos perfectamente comestibles: 670 millones en el Norte global y 630 en el Sur global. Estas situaciones, aberrantes desde cualquier punto de vista, se agravan cuando cada vez más superficie agrícola e ingentes recursos de todo tipo se destinan para producir suministros para los automóviles: los agrocombustibles, y no para atender la demanda alimenticia de los seres humanos. Eso explica por qué, a pesar de los indiscutibles avances tecnológicos, ni siquiera el hambre ha sido erradicada del planeta, y no por falta alimentos. Estos existen.
El gran reto de la Humanidad se sintetiza en cómo procesar democráticamente una nueva forma de organizar la economía, reconociendo los límites de la Naturaleza y asegurando una vida digna para todos los habitantes del planeta. En este empeño también tendremos que dejar atrás la “civilización del desperdicio”, como acertadamente define la actual realidad el economista Jürgen Schuldt (2013).
Hay que hacer realidad una gran transformación histórica y dar el paso desde una concepción antropocéntrica a una (socio)biocéntrica, superando una economía inspirada en el crecimiento atado a la acumulación del capital para que esté al servicio de la vida. Ese es el gran reto de la Humanidad, si es que no se quiere poner en riesgo la existencia misma del ser humano sobre la Tierra.
Desde esa perspectiva, hay que consolidar y ampliar la vigencia de los Derechos Humanos y de los Derechos de la Naturaleza, vistos como un punto de partida para la construcción democrática de sociedades democráticas, es decir, para asegurar una mayor y efectiva participación ciudadana y comunitaria.-
Notas
[2] Para conocer y analizar a profundidad la evolución de este debate es recomendable revisar el valioso aporte de Jürgen Schuldt (2012); Desarrollo a escala humana y de la Naturaleza.
**Economista ecuatoriano. Profesor e investigador de Flacso, Ecuador. Ex-ministro de Energía y Minas. Ex-presidente de la Asamblea Constituyente. Ex-candidato a la Presidencia de la República.Artículo publicado en el libro Pos-crecimiento y Buen Vivir. Propuestas globales para la construcción de sociedades equitativas y sustentables – FES-ILDIS, Quito, 2014