Monseñor Romero: si me matan, resucitaré en mi pueblo (El Salvador) – Por Adolfo Pérez Esquivel

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Los mártires son semillas de vida que siembran la esperanza y fortalecen los caminos de la fe. Ellos han fecundado el continente de la Tierra Fecunda – “Abya Yala”- por la fuerza de la palabra profética y el testimonio de vida de quienes tuvieron el coraje y la fe de caminar junto a la Iglesia Pueblo de Dios. Sus voces se alzaron en todo el continente y el mundo. Así fue en el país hermano de El Salvador, sometido a la violencia con más de 70 mil muertos, exiliados y perseguidos. De ese dolor surgió una voz que fue guía y esperanza, denunciando la violencia y reclamando el respeto a la vida y dignidad del pueblo sometido a la guerra civil y la dictadura militar.

Fue la voz de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, quien vive la conversión del corazón y abraza el camino de la Cruz como señala San Pablo: “para algunos es locura, para otros es vida y redención.”

Romero soportó muchas incomprensiones dentro de la misma iglesia, su voz, sus reclamos y denuncias no quisieron ser oídas en el Vaticano; hubo corrientes ideológicas y mala información sobre lo que ocurría en El Salvador. El simplismo conceptual y político redujo todo a la polarización Este-Oeste, entre el capitalismo y el comunismo, basado en la Doctrina de la Seguridad Nacional imperante. Se olvidaron de miles de hermanos y hermanas víctimas de la violencia. Romero trató que el Vaticano lo escuche y ayude, pero salió angustiado y regresó a su país con el dolor en el alma.

Algunos campesinos que lo conocieron recuerdan que seguían las homilías de Monseñor Romero, sentían necesidad de oír su palabra y cuando viajaban no necesitaban de la radio ya que todos los vecinos las tenían encendidas y podían seguir la palabra del obispo en el camino.

Monseñor sabía de las amenazas que era objeto, pero la fuerza del Evangelio y su compromiso con el pueblo eran parte de su propia vida; buscaba en la oración y en el silencio escuchar el silencio de Dios, que le decía a su corazón, a su mente y espíritu.

Cuentan que unos periodistas en marzo de 1980 decían que el obispo estaba en la raya, en el límite en la mira de los militares y él presintiendo les contestó: “Sí, he sido frecuentemente amenazado de muerte, pero debo decirles que como cristiano no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad. Ojalá, sí, se convencieran de que perderán su tiempo. Un obispo morirá, pero la iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás”

Ese 23 de marzo en la Catedral, Monseñor Romero habló de un comité de ayuda humanitaria. Criticó “el Estado de Sitio y la desinformación a la que nos tienen sometidos” y señaló las muertes de la semana: 140 asesinatos… “Lo menos que se puede decir es que el país está viviendo una etapa pre-revolucionaria”. Seguidamente tomó impulso en su homilía y dijo:…”Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles: “Hermanos son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos! Y ante una orden de matar que dé un hombre debe prevalecer la ley de Dios que dice “¡No matar!”…Ningún soldado está obligado a obedecer una orden en contra la ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo que recuperen su conciencia y obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La iglesia defensora de los derechos de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas, si van teñidas de tanta sangre…

“En nombre de Dios, y en nombre de éste sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios:

¡Cese la represión!”

La voz de Monseñor Romero se hizo escuchar con claridad a pesar de todos los inconvenientes e interferencia radial y en los equipos: “La iglesia predica la liberación”… “La catedral estalló en aplausos, el pueblo emocionado sentía el clamor de sus corazones”. -así lo relatan Jacinto Bustillo y Felipe Pick-.

Necesitaba profundamente del silencio y la oración, de buscar en su interior la palabra de Dios para que lo ayude a acompañar y escuchar a su pueblo, sufriente y esperanzado.

Muchos mártires sembraron sus vidas en tierra salvadoreña, entre ellos hay sacerdotes, religiosas y laicos comprometidos en las comunidades de base, en reclamar el derecho de vivir sin violencia y alcanzar la Paz.

Han pasado muchos años y el Santo de América, Oscar Romero ilumina el caminar de la Iglesia, su palabra y testimonio de vida es luz del Espíritu, como dice en la Noche Buena de 1979: “El país está pariendo una nueva edad y por eso hay dolor y angustia, hay sangre y sufrimiento. Pero como en el parto, dice Jesús, a la mujer le llega la hora de sufrir, pero cuando ha nacido el nuevo hombre, ya se olvidó de todos los dolores.

Pasarán estos sufrimientos. La alegría que nos quedará será que en ésta hora de parto fuimos cristianos, vivimos aferrados a la fe en Cristo, y eso no nos dejó sucumbir en el pesimismo. Lo que ahora parece insoluble, callejón sin salida, ya Dios lo está marcando con una esperanza. Esta noche es para vivir el optimismo de que no sabemos por dónde, pero Dios sacará a flote a nuestra patria y en la nueva hora siempre estará brillando la gran noticia de Cristo”.

El Papa Francisco buscó con justicia reparar del olvido al mártir y profeta y restablecer el testimonio de Monseñor Romero, luz de la Iglesia latinoamericana Pueblo de Dios que reconoce a sus profetas que inspiran y muestran el camino de la fe y la esperanza.

Así se va pariendo el espíritu de vida del Hombre Nuevo.

Vienen a mi memoria, hermanos de caminada en el continente de la Tierra Fecunda que están presentes en la vida de los pueblos, son las voces proféticas de la Iglesia de nuestro tiempo, en Ecuador la voz de Monseñor Leonidas Proaño, Obispo de Riobamba; en Chiapas y Cuernavaca , en México, las voces de los obispos Samuel Ruiz y Sergio Méndez Arceo, en Brasil voces proféticas como las de Don Helder Cámara , Arzobispo de Olida y Recife; el Cardenal de Sao Paulo, Don Pablo Evaristo Arns; Don Pedro Casaldáliga de Sao Felix de Araguaya, Tomás Balduino de Goias, Antonio Fragoso de Crateus, teólogos como Leonardo Boff y Fray Betto; en Nicaragua Ernesto Cardenal, en Chile, el Cardenal Silva Enriquez y en Bolivia, Jorge Manrique en la Paz. En Argentina la voz del mártir de los llanos riojanos, Monseñor Enriq ue Angelelli, y sus sacerdotes Carlos Murias y Gabriel Longeville; los obispos Jaime de Nevares de Neuquén, Jorge Novak de Quilmes y Miguel Hesayne de Viedma, sacerdotes, religiosas y laicos comprometidos desde la fe con el pueblo, el martirologio de las hermanas misioneras francesas y los Palotinos, y tantos otros que son como los ríos subterráneos que emergen con fuerza a la superficie y cambian la realidad iluminando la vida y la esperanza.

Otros hermanos y hermanas marcaron el mismo caminar en la fe desde la diversidad, de otras vertientes religiosas como la Iglesia Evangélica Metodista, con los obispos Federico Pagura, Carlos Gattinoni y Aldo Etchegoyen y sus mártires, la Iglesia Luterana con su compromiso con los más necesitados. El rabino Marshall Mayer, en defensa de los derechos humanos.

Necesitamos seguir las huellas de quienes nos precedieron en los caminos de esperanza, de luchas desde la fe en el reencuentro de la gran familia humana.

Varios de los hermanos mencionados fueron firmantes del Pacto de las Catacumbas en Roma en 1965 al finalizar Vaticano II donde fueron convocados por Dom Helder Cámara, y renovaron su compromiso de vivir el Evangelio junto a los pobres.

El Espíritu del Señor está presente en la vida y memoria, San Romero de América camina junto a los pueblos de nuestro continente.

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