Colombia y el futuro de una paz demorada – Por Agustín Lewit

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Cada vez son más los colombianos que se entusiasman con que el 2015 sea efectivamente el año en el que se ponga fin de manera definitiva al conflicto armado con las FARC, abierto hace más de cinco décadas y que contabiliza víctimas por millones, si se contemplan los muertos, heridos y desplazados a lo largo del último medio siglo.

El ciclo de conversaciones entre el gobierno y la insurgencia, iniciados en 2012 en Noruega y luego trasladado a La Habana, logró avanzar en tres de los seis puntos generales de la agenda pactada inicialmente -política agraria, participación política de la guerrilla y drogas ilícitas- y se encuentra en medio de las complejas discusiones sobre el punto referido al resarcimiento de las afectados, algunos de los cuales participaron activamente de las conversaciones. Frente a las críticas por el excesivo hermetismo en el que transcurrían las negociaciones y las muchas especulaciones derivadas de ello, las partes decidieron en septiembre pasado hacer públicos los acuerdos parciales alcanzados hasta el momento, lo que otorgó mayor relevancia e institucionalidad a la mesa de discusiones.

Así todo, el lento pero firme avance de los diálogos -que exhibe progresos inéditos comparado a la larga historia del conflicto- se puso en riesgo en noviembre pasado con el confuso secuestro por parte de las FARC del general del ejército Rubén Darío Alzate, lo cual motivó la decisión del presidente Juan Manuel Santos de levantar su comitiva de la mesa de negociaciones generando la crisis más profunda del proceso desde que se inició. Si bien las tensiones fueron superadas, el vidrioso parate reforzó una verdad consabida: el cese bilateral al fuego es una condición esencial para que el proceso avance hacia buen puerto, reclamo que las Farc vienen haciendo hace tiempo y al cual el gobierno no accedió hasta ahora, apelando a la máxima esgrimida por un ex primer ministro israelí, Isaac Rabin, que sostenía que “hay que negociar como si no existiese guerra y mantener la ofensiva como si no existiese diálogo”.

Ese supuesto es el que configuró la paradojal situación vigente en los últimos veinticuatro meses: dialogar cordialmente en La Habana, mientras corren balas en los múltiples teatros de operaciones colombianos. En ese sentido, Santos se mantuvo firme hasta ahora su promesa inicial de no acceder a ninguna tregua, basándose en los malos antecedentes que procesos similares tuvieron durante los Diálogos del Caguán.

No obstante ello, el anuncio de las FARC en diciembre pasado de que cesarían las hostilidades unilateralmente por tiempo indefinido, además de ser un hecho sin precedentes hasta ahora, permitió al proceso de diálogo pegar un salto cualitativo, en tanto puso la pelota del lado del Gobierno, quien comenzó a dar esperanzadoras muestras de reciprocidad. Primero, con el anuncio del presidente en la primera semana del año respecto a “desescalar” el conflicto, es decir, bajar la intensidad de los enfrentamientos; y, luego, con lo anunciado por él mismo el miércoles último sobre las instrucciones a su equipo de negociadores para que adelanten la discusión sobre el “cese de fuego y hostilidades bilateral y definitivo”, quinto y crucial punto de la agenda. Ello supuso -cosa no dicha- “ablandar” a una parte del ejército, reacia hasta ahora al levantamiento de las presiones militares contra la guerrilla.

De esa manera, antes que culmine el primer mes del año, y sorprendiendo incluso hasta los más escépticos, las partes aprietan el acelerador sobre las cuestiones pendientes, lo cual funge, además, como una especie de blindaje hacia lo ya pactado. Una reducción de las acciones de guerra -y la proyección de que se acaben en el corto plazo- refuerza el sentimiento en expansión de que la larga historia de hostilidades se encuentra en la recta final, próxima a extinguirse.

Así, si bien aún existen sectores que siguen apostando a una situación de beligerancia, como el expresidente Álvaro Uribe y su partido, Centro Democrático, son cada vez más los sectores y actores que se encolumnan detrás de la opción de una paz negociada. El presidente Santos, por ejemplo, sabe que en el resultado del proceso no sólo se cifra gran parte del éxito de su gestión, sino también la posibilidad de pasar a la historia como “el presidente de la paz”, lo que lo colocaría como uno de los personajes más relevantes de la historia colombiana, aún cuando su gobierno no pueda mostrar muchos más logros que ése.

Por su parte, las Farc –que han visto disminuir considerablemente en los últimos años tanto su fuerza como su legitimidad, situación que se evidencia en el abandono de ciertas demandas como la reforma agraria o el llamado a una asamblea constituyente- están convencidas hace rato de que es momento de abandonar la lucha armada. Y, por último, el grueso de los colombianos también se entusiasma porque acabe de una vez por todas un conflicto que siente como ajeno a sus intereses, pero que lo afecta de manera directa. El último ballotage presidencial, donde el actual jefe de Estado se impuso con contundencia frente al candidato uribista, Iván Zuluaga, defensor público de la posición guerrerista, evidenció notoriamente el apoyo popular al cese del conflicto.

Será un año arduo, está claro. Y las partes deberán saber manejar ansiedades y no dilatar demasiado las esperanzas. Los propios términos de la negociación –“nada está acordado hasta que todo esté acordado”- tornan contingentes todos los avances, en tanto los acuerdos parciales sólo tienen validez dentro del conjunto del proceso y su culminación. Pese a ello, el fin del conflicto armado es una situación cada vez más factible en Colombia y eso es una buena noticia. ¿Será entonces el 2015 el año de la Paz? Ojala. Luego vendrá el descomunal desafío de crear las condiciones para que la misma se mantenga

*Periodista de Nodal, investigador del Centro Cultural de la Cooperación

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