La otra punta de la macroeconomía – por Eduardo Camín

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El mito del capitalismo globalizado y la economía de mercado se han transformado en fuente de engaño, fantasía, irrealidad y desequilibrios políticos y por ello originador de desencantos, violencias, pesimismo y nostalgias.

Todos los días, el mundo pierde una cantidad asombrosa de niños. El triste destino de todos esos niños exige mucho más que la débil respuesta que hasta ahora se ha ofrecido por parte de los gobiernos. Pero por desgarradoras y carentes de sentido que sean estas muertes, hoy no hablamos de ellas, sino de los millones de niños perdidos entre los que siguen viviendo; transformados en virtualmente invisibles por la pobreza más extrema, no registrados al nacer, carentes del reconocimiento oficial y de la protección de sus derechos, y que siguen soportando su triste destino en profunda oscuridad.

Los niños perdidos como destacan algunos informes de UNICEF, son los más explotados, los más pobres entre los pobres; niños soldados, niñas en prostíbulos, jóvenes trabajadores en condiciones de cautiverio en fábricas, talleres, campos, y hogares de nuestro “prospero” planeta. Se roba a los niños su salud, su crecimiento, su educación; y con frecuencia incluso sus vidas.

Pero estos niños a los que hace referencia UNICEF, son también nuestros niños, niños perdidos de barrios alejados, los más pobres de entre los pobres son los hijos de nuestro continente latinoamericano, que baldados sus cuerpos y anquilosadas sus mentes, menoscaban su crecimiento y acortan sus vidas.

Tal vez si tal abominación fuera visible y concentrada en un solo lugar, en un solo semáforo de vida, o en un solo contenedor de basura, nadie podría tolerarla.
No obstante seguimos tolerándola en su forma oculta y dispersa, para nuestra vergüenza y nuestro riesgo. La vida de esos niños perdidos está en situación de riesgo desde su nacimiento debido a la desnutrición, las frecuentes enfermedades y los entornos antihigiénicos. Todos ellos son hijos de pobres, con planes de emergencia o si en ellos, pero que subsisten con menos de un dólar diario.

El panorama es poco alentador cuando se constata que la pobreza y la indigencia de los niños y adolescentes permanecen casi en los mismos niveles que hace quince años.
Es cierto que parte de este hecho se asocia a la crisis económica de la globalización y que está no ha hecho más que empeorar un proceso que viene de muchos años.

Pero, pese a las alharacas de la macroeconomía y luego de años seguidos de crecimiento de la economía, de un incremento sostenido del PBI en la región,  la macro pobreza entre nuestros niños y adolescentes siguió aumentando.

En efecto, el denotado aumento de la pobreza y la indigencia infantil se produjo a pesar de que hubo un crecimiento de la economía, una reducción de la tasa de desempleo total y del desempleo de los jefes y cónyuges de estos hogares con niños.

La pregunta que queda planteada es ¿cuál ha sido el tipo de inserción laboral de estas familias?, que, aun consiguiendo empleo, no son capaces de generar ingresos suficientes para salir de la pobreza o la indigencia.

El incremento de la pobreza y la indigencia operó conjuntamente con el proceso de concentración geográfica de la población más vulnerable. La explosión de los asentamientos irregulares, fenómeno impensado en algunos países latinoamericanos hasta hace veinte años, completa un círculo vicioso que se hace difícil romper.

A pesar de la dialéctica discursiva de cambio, algunos de estos cambios ya están al alcance de nuestras desilusiones, socavando principios – entre otros– los cimientos sobre los que se asienta la cúpula de protección a la infancia.

Un principio que consiste en conceder prioridad a la protección de la vida y el desarrollo normal de la infancia en el orden de preocupaciones sociales. Un compromiso a favor de la infancia que debe mantenerse en la fortuna y en la adversidad, en tiempos normales y en tiempos de emergencias.

En la práctica esto supone que la protección de la vida y el desarrollo de la infancia no tienen que depender de los caprichos de la sociedad adulta, ni de la herencias malditas, ni de si la economía está bien o mal administrada, ni de si se ha pagado o renegociado la deuda externa, ni si han subido o bajado los precios de las exportaciones ni ningún otro altibajo en las interminables oscilaciones de la vida política y económica de los modernos estados nacionales.

Nada demuestra con tanta claridad esa necesidad de corregir el rumbo como el impacto de la crisis de endeudamiento y la consiguiente aplicación de programas de ajuste económico determinados por los organismos financieros internacionales, entonces la pregunta es: ¿debemos dejar morir nuestros niños de hambre y en la indigencia para pagar nuestras deudas?

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