«Bolivia: El desafío después del triunfo». Artículo del analista boliviano Rafael Bautista que ensaya acerca del futuro del Gobierno de Evo Morales tras su reelección el pasado 12 de octubre 

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Nadie podría negar el hecho de que Bolivia se ha vuelto un referente a nivel ya no sólo regional; lo cual ha permitido que las ideas que emergen del “proceso de cambio” repercutan de modo positivo en ámbitos hasta académicos. La descolonización, el vivir bien y el Estado plurinacional son conceptos ineludibles a la hora de referirse a los nuevos horizontes políticos que han inaugurado los pueblos de esta parte del planeta; horizontes que llenan ahora la orfandad utópica que la crisis del primer mundo arrastra como señal de su propio eclipsamiento civilizatorio. La aparición irreversible de un embrionario mundo multipolar, muestra la decadencia, ya no sólo del capitalismo, sino del horizonte cultural y civilizatorio que le dio origen: la modernidad.

 La crisis climática es la denuncia más elocuente a una racionalidad que, en cinco siglos, ha desatado una multiplicación de crisis globales que arrastra a la humanidad a un punto de no retorno. La producción y el consumo modernos se hacen irracionales a la luz de la constatación de la finitud de los recursos naturales. La naturaleza no es infinita, es sujeto, Madre, en consecuencia, es un ser vivo y tiene derechos. En ese sentido, el “vivir bien” no es un slogan sino lo que se deduce de una relación de respeto y equilibrio entre ser humano y naturaleza: de la vida de la Madre depende la vida de los hijos. Una economía que, para producir debe constante y sistemáticamente destruir la fuente de donde emana todo lo que sirve para vivir, es una economía suicida; se vuelve una economía de la muerte. La forma de vida que patrocina esa economía es sólo vida para la codicia de algunos (el 1% rico del planeta) pero muerte para todos, incluida la naturaleza.

Lo que emana de Bolivia se refuerza políticamente por eventos como el que se vivió en las pasadas elecciones. Una vez más el compañero-presidente Evo Morales es depositario de la confianza del pueblo boliviano por una amplia mayoría y será cabeza estatal hasta el 2020. Pero pasado el triunfo, conviene la reflexión meditada de lo que se viene; pues si la primera gestión de gobierno estuvo amenazada por la resistencia fascista conservadora, la segunda se caracterizó por serias contradicciones que emanaron del propio gobierno y que dieron lugar, en esta última elección, a una disminución considerable del voto. No se trata de una “aplastante victoria”, pues los porcentajes bajaron considerablemente en el occidente del país (donde el MAS pasaba del 70% ahora sólo pasa del 60%), lo cual merece una detenida mirada de carácter estratégico, pues esta tercera gestión debiera de resolver las contradicciones que envolvieron la última gestión estatal.

Es cierto que Evo representa un parteaguas en la historia de Bolivia, pero ese parteaguas no es diáfano y es, porque se trata de un proceso, de un transitar no exento de contradicciones; que no se tratan de las “tensiones creativas” que le gusta repetir a nuestro vicepresidente sino de contradicciones que manifiestan lo que René Zavaleta llamaba la “paradoja señorial”. Es decir, las condiciones objetivas de un proceso revolucionario pueden ser disueltas si las condiciones subjetivas de, sobre todo, la dirigencia del proceso no están a la altura del acontecimiento revolucionario. En Bolivia esta paradoja consistió siempre en la creencia señorialista de que sólo hay patrón mientras haya indios; en términos izquierdistas esto supuso siempre abrazar el desarrollismo como el verdadero modelo que nuestros pueblos debían asumir para “modernizarse”.

Se decía (y se sigue creyendo) que, para alcanzar el socialismo, primero hay que adoptar la dinámica del capitalismo (desarrollo de los medios de producción, de las fuerzas productivas, etc.); que el capitalismo sería la etapa desarrollista necesaria para alcanzar la etapa emancipatoria del socialismo. Pero ese es precisamente uno de los dogmas que produjeron el fracaso del socialismo del siglo XX (si algo hay que actualizar en la discusión es precisamente la discusión de Marx con los narodniki rusos, los llamados populistas (por los bolcheviques), pues de aquella discusión se colige que el capitalismo no es un paso necesario y ni siquiera deseable si se trata de producir una economía socialista).

En ese sentido, “modernizarse” supuso siempre un proceso de asimilación por subsunción. Renunciar a lo que se es para adoptar la forma de vida del dominador; desde el liberalismo hasta el nacionalismo y hasta para los marxistas, lo indio que cargamos es algo que tiene que desaparecer en el tren del progreso y el desarrollo. En esa apuesta no se parte de lo propio sino lo propio es la rémora que impide la “modernización”. Por eso el Estado no objetiva lo propio de la nación sino que se sostiene en ideales, valores y fundamentos ajenos que estructuran un Estado aparente, carente de soberanía propia. Por eso se trata de un Estado colonial; es decir, no es colonial por premoderno sino por querer ser precisamente moderno.

La modernidad nace rebosante de mitos de dominación, uno de ellos es el racismo, que consiste en la clasificación antropológica de la humanidad en torno a la naturalización de las relaciones de dominación. Sólo produciendo la inferiorización del indio puede la subjetividad moderna concebir su superioridad. Este mito constituye la creencia ingénita e irrenunciable de la ciencia y la subjetividad moderna, que la reproducen hasta los revolucionarios marxistas (por eso un proceso de liberación puede devenir en una nueva dominación). El desarrollado se impone, hasta por imperativo moral kantiano, desarrollar al menos desarrollado; si éste se resiste es culpable hasta de la violencia que se le administra por su propio bien.

Se supone que el señor es el desarrollado y el indio no y, si el indio quiere desarrollarse, debe aspirar a ser señor, pero para ser considerado señor debe haber indios, o sea, inferiores. Modernizarse significa entonces dominar, aspirar a ser señor, patrón; pero en un mundo ya establecido en patrones clasificatorios, los señores periféricos sólo lo son a medias, pues su poder es sólo local y, en la medida en que ingresan al mundo moderno y sus prerrogativas, lo hacen en calidad de subordinados. Por eso el desarrollo al que apuestan desarrolla al centro y nunca a la periferia. El proceso de asimilación amputa toda posibilidad de liberación, pues lo único afirmado resulta las ideas y los prejuicios del dominador (traducidos en ideología, tenemos al desarrollo).

La tensión actual que el gobierno tendría que dilucidar en esta tercera gestión es aquella apuesta decidida que la anterior gestión, sobre todo, se ha encargado de efectivizar a costa de los ideales propios del “proceso de cambio”. Se trata de la tensión (nada creativa) entre el desarrollismo y el “vivir bien”. Si bien nuestro discurso es, ante el mundo, propositivo, éste no deja de ser retórico cuando lo que efectivamente se produce, en los hechos, es, aun en términos post-neoliberales, capitalismo puro; o sea, se puede ser anti-neoliberal y seguir afirmando el capitalismo (incluso se puede afirmar un post-capitalismo sin renunciar a los ideales modernos, como el famoso progreso infinito, presupuesto de un crecimiento ilimitado y un desarrollo infinito, base epistémica de la racionalidad económica que la crisis climática se ha encargado de poner, precisamente, en crisis).

Por ello no es de extrañar que las entidades económico-financieras globales tomen a Bolivia como ejemplo; pues si de lo que se trata es de recomponer el sistema económico mundial y su disposición geopolítica centro-periferia, nada mejor que, precisamente, nuestras economías, como siempre, subvencionen una nueva recomposición de los capitales centrales. El crecimiento, la estabilidad macroeconómica y el PIB sirven para eso. Por eso no es raro que el PIB sea ahora el factor decisivo de la medición de lo que nuestras economías realizan y, sumado a ello, la abusiva tendencia financierista a afirmar que el crecimiento del PIB garantiza el bienestar material de las grandes mayorías; cuando se sabe muy bien que este índice, desde su creación (allá por el 1937, cuando Simon Kuznets presentó al congreso norteamericano un informe sobre “El ingreso nacional: 1929-1935”), se convierte en el criterio para evaluar el comportamiento exclusivamente capitalista de una economía, en términos además macro, sus alzas y bajas y, expresamente, para compararla con las demás, bajo el paradigma desarrollista de la competencia de las economías en torno al mercado.

Esto quiere decir que el PIB, por sus propias prerrogativas, no puede considerarse como medida apropiada para verificar el estado de bienestar de toda una población, sobre todo si es periférica. Hasta Moses Abramovitz se mostraba muy escéptico con la visión de que la tasa de crecimiento del bienestar puede estimarse a partir de los cambios en la tasa de crecimiento del producto; lo mismo que Joseph Stiglitz, para quien el PIB no es un índice adecuado para medir el bienestar. Esto quiere decir que una economía puede crecer según el índice PIB sin que ello signifique que crezca el empleo, se reduzca la desigualdad o desaparezca la pobreza o que ello signifique mayor bienestar.

Un Estado que adopta este tipo de criterios de evaluación de sus logros económicos, destaca haber asumido aquella normalidad de un Estado insensible a las señales de la desigualdad congénita del capitalismo (como reconocía Hegel, la sociedad moderna es posible por la producción sistemática de desigualdad). Por eso el PIB se vuelve un credo para los economistas, ministros y, sobre todo, para los Bancos y para los actores financieros; en el PIB se condensa la visión de las élites, porque éstas defienden sus privilegios, que se reflejan en la estabilidad macroeconómica; la defensa de esa estabilidad se hace dogma para una economía que se piensa como ciencia de los negocios. Que en Bolivia el PIB haya pasado de 9.525 millones de dólares en 2005 a 30.381 en 2013, y el PIB per cápita saltó de 1.010 a 2.757 dólares, manifiesta una medida nominal, no real. Añadamos esto: del PIB per cápita no se deduce un bienestar material general y menos un bienestar espiritual.

Bolivia ha crecido económicamente y los 14.430 millones de dólares en reservas internacionales equivalen al 47 % del PIB, lo cual representa el porcentaje más alto de América Latina y hace de Bolivia el país de mayor crecimiento del continente en este 2014. Pero todos estos logros sólo hacen referencia a una eficiente administración de una economía que se comporta según los patrones establecidos, es decir, según las necesidades y requerimientos de una economía que, para colmo, ha entrado en crisis terminal y, sin embargo, sobrevive por la tendencia de nuestros procesos a seguir manteniéndola a toda costa. Una lectura geopolítica y geofinanciera podría ayudarnos a entender que, de nada sirve nuestro crecimiento, si éste permite la estabilidad del dólar y la consecuente legitimación de su institucionalidad mundial en crisis.

El desacoplamiento financiero del dólar es tarea urgente en un proceso de liberación real. El hecho de que nuestras economías no tienden hacia aquello le da un respiro al primer mundo, que puede recomponer su economía gracias a nuestro sostén, brindándoles además la posibilidad de reponer su poder y restablecer su tablero geopolítico. La liberación es, hoy por hoy, ante todo, financiera. Pero esto no quiere decir solamente su control público sino su democratización bajo un nuevo horizonte de vida; y esto pasa por una transformación de la propia racionalidad que ha articulado los valores y las creencias de la economía como ciencia de los negocios, desde donde se justifica la desigualdad y se promueve una cultura de la producción y del consumo irracionales, en torno siempre a la maximización de la tasa de ganancias.

En ello consiste el crecimiento económico y el desarrollo como fundamento de una sociedad (profundamente insensible a la injusticia) que se constituye bajo la ilusión del progreso infinito. En ese contexto, el proceso boliviano se sitúa en una disyuntiva que es precisamente la disyuntiva que enfrenta la propia humanidad. El precio de recomponer la economía actual es un precio que lo tendría que pagar la propia naturaleza. Por eso se hace urgente un redireccionamiento de las finalidades mismas de la economía. Sólo en ese caso el “vivir bien” deja de ser retórica.

El “vivir bien” no es un modelo. Se trata más bien de un horizonte de sentido, del cual se puede deducir criterios de evaluación de toda acción racional económica; en ese sentido, la acción racional medio-fin o la instrumental, queda supeditada a una racionalidad circular que nace del respeto a la relación simbiótica que establecen naturaleza y ser humano; de ello se colige que ninguna producción puede ni debe destruir la capacidad reproductiva de la naturaleza, que a los costos de extracción de algún recurso debe añadírsele los costos de reproducción que le cuesta a la naturaleza reponer lo que se le ha sacado.

Eso, imposible para la visión empresarial, sólo puede ser acometida por un Estado; de lo cual se colige que toda producción estratégica no puede estimarse según el criterio de la ganancia. La producción, que es producción para la vida, no puede ser evaluada según criterios mercantiles. Lo cual nos conduce a establecer otro tipo de criterios de evaluación de los rendimientos económicos deseables.

Todo esto debiera ser acompañado por un nuevo marco jurídico que proteja a una nueva economía que ya no presuponga la propiedad privada como la objetivación de un sujeto de derechos. Desde la legalidad liberal moderna, ni el carente de propiedad, el pobre, ni la naturaleza son sujetos de derechos (por eso se los puede dominar y explotar sin piedad), por eso esa legalidad es pertinente exclusivamente para el capitalismo; ninguna nueva economía puede desarrollarse si no cuenta con un nuevo marco legal que la haga posible. A una nueva economía comunitaria o para la vida le corresponde una nueva legalidad.

Toda la promoción del crecimiento actual, en términos siempre desarrollistas, genera grandes excedentes y riqueza impactante, eso explica el desiderátum oficialista de enmarcar nuestra economía en los cánones macroeconómicos y asegurar una estabilidad financiera acorde a los requerimientos de la acumulación de capital global (vía transferencia de valor, de la periferia al centro); pero esa riqueza es ilusoria y, en el mediano plazo, dada la crisis climática (como consecuencia de ese tipo de producción de riqueza), nos conducirá inevitablemente a situaciones regresivas de carácter irreversible (que serán más cruentas en nuestros países, dada la vulnerabilidad de nuestras economías). El precio de la acumulación de aquella riqueza, cada vez más impactante, será impagable.

Por ello la economía ya no puede sostenerse según los índices que establece su orientación exclusiva hacia la acumulación de la tasa de ganancia. Incluso siendo fieles al modo inicial de despegue capitalista en el mundo, no sólo la defensa del mercado local (no apertura de fronteras comerciales) es fundamental sino, sobre todo, la producción y el consumo local (no es la agroindustria la que alimenta a la humanidad sino la producción campesina local). Lo que mueve la economía global son las transnacionales y la competencia de éstas en torno a la maximización de sus ganancias es lo que está destruyendo al planeta; el flujo de capital del Sur al Norte, por la arquitectura financiera del dólar, sostiene la insania de esa economía, que no sólo promueve una producción irracional (para seguir ganando) sino también un consumo irracional (para seguir ganando).

El capitalismo se expande por la producción de ese tipo específico de consumo, porque en el consumo se realiza no sólo el capital sino la forma de vida contenida en la mercancía; porque lo que se consume, en última instancia, es la intencionalidad contenida en el producto. La forma de la producción produce no sólo al productor sino al consumidor también. La alienación prototípica de la producción capitalista contiene esa constancia, muy poco advertida por el economicismo marxista. Por eso, no es lo mismo producir para ganar que producir para la vida. En el primer caso nadie gana, pues si todo consiste en ganar, gano para que otros pierdan, mi riqueza es miseria ajena, lo producido ya no satisface ninguna necesidad sino se vuelve mediación para que siga ganando, de ese modo mi producción ya no me humaniza sino me llena de codicia. Un crecimiento ilimitado es la formalización de la pulsión de la codicia hecha forma de vida.

Por eso la derecha es derrotada en las últimas elecciones, porque los propósitos económicos que se plantea la tendencia desarrollista en el gobierno son inobjetables para ella misma. Por eso se quedan sin discurso, porque el indio presidente les ha demostrado que puede administrar sus propias prerrogativas y hasta del mejor modo posible; por eso lo único que pueden argüir es reclamos pueriles de corrupción o autoritarismo (cultura que constata una estructura colonial que la derecha se encargó de impulsar en pleno periodo neoliberal).

La última contienda electoral estuvo, por ello mismo, desprovista de toda lucha ideológica. La discusión política se hace más mediática, lo cual quiere decir que se gasta más en publicidad que en educación, eso explica que nuestros procesos hayan perdido horizonte y perspectiva y se hayan diluido en un pragmatismo utilitarista; por ello no es raro que casi todo consistía en cuánto más ofrece tal o cual candidato. Frente a la insurgencia mediática los gobiernos populares sólo responden reactivamente y ya no propositivamente.

Pero en este periodo de transformación ya no se trata sólo de defender el proceso sino de profundizarlo; pareciera que se ha olvidado que, en un proceso de constitución de un nuevo Estado, la lucha es simbólica y ésta sólo puede ser acometida por la clarificación del horizonte tentativo. La clarificación de este horizonte tentativo que abraza el nuevo Estado tiene que devolverle al propio Estado su carácter político, esto quiere decir su capacidad de generar un nuevo sentido común y la visión operativa de un porvenir común; sólo así puede determinarse como la mediación histórica adecuada para articular a todo un pueblo en voluntad democrática y constituirse como proyecto histórico. La llamada democracia participativa no puede diluirse en lo testimonial sino debe recuperar lo deliberativo de todo ejercicio democrático. Eso es lo que el presidente Evo demandaba cuando afirmaba que la política debe constituirse en “la ciencia de servir al pueblo”.

Esta tercera gestión es decisiva. En ella se advertirá la resolución de la tensión que mencionamos. Para bien o para mal, una de las tendencias se afirmará por sobre la otra. Si la tendencia desarrollista triunfase entonces podríamos hablar de otro ciclo estatal nacionalista que consiste en la promoción de una nueva elite que, a nombre de la nación, se constituye en el sujeto sustitutivo que desplazó definitivamente al pueblo como sujeto histórico. Esta promoción es democrático-revolucionaria en la medida que amplía los márgenes del poder político, pero se trata de una revolución democrático burguesa. Pero si hablamos de una revolución democrático-cultural, entonces lo que debiera anunciarse es una trasformación estructural de carácter trascendental.

En ese sentido, un proceso de despegue industrial no tendría por qué imitar el concepto de industria actual basado, para colmo, en energía fósil. El mismo concepto hegemónico de energía debiera ser trascendido por la recuperación del contenido que prevalece en la producción local de los sistemas de vida aún existentes; el derroche de energía fósil es consecuencia del concepto que de energía comprende el mundo moderno.

En ese sentido, la trampa que comprende el concepto de “adaptación” al cambio climático, descansa en la idea extendida de que la energía se quema (hay que quemar menos pero seguir quemando). Aun cuando la invención de la bombilla eléctrica demuestra lo contrario, una civilización basada en la energía fósil y un poder financiero sostenido en los hidrocarburos, hace imposible un recambio de patrón (sólo la industria petrolera mueve 55 billones de dólares en inversión, por eso no les interesa ningún cambio). El cambio sólo puede provenir del Sur global pobre, pues son países no tan atravesados por el desarrollo y la industrialización imperante. Si nuestros países optaran por remedar la industria actual, en 50 años (que es lo que dura una revolución industrial) no sólo quedaría obsoleta (porque la tendencia inobjetable es hacia energías renovables) sino inoperable, por el agotamiento de los recursos (en gran medida por las tasas de consumo creciente en el primer mundo).

Este panorama hace impostergable la promoción de un nuevo sistema económico y financiero que descanse en un nuevo horizonte de vida, que le brinde a la humanidad la posibilidad de frenar la carrera insensata de un progreso y desarrollo que sólo deja destrucción y miseria a su paso. La apuesta es urgente.

La capacidad de la biosfera de absorber el CO2 está seriamente disminuida, debido sobre todo a un incremento constante de las emisiones de carbono (la concentración de éste en la atmósfera llega al 142% del nivel de la era preindustrial, el de metano llega al 253% y el óxido nitroso al 121%); hay un continuo deshiele de polos y glaciares y la consecuente subida del nivel del mar. Los riesgos de todo aquello se agudizarán cuando el calentamiento global supere 1° y se hará irreversible a partir de los 3°. Esta escenografía resitúa la discusión en torno a las apuestas económicas y nos muestra que el “vivir bien” y los “derechos de la Madre tierra” dejan de ser un slogan romántico del “bon savage” y se convierten en algo digno de tematizar y de realizarse en cuanto política de Estado.

Si la globalización neoliberal consistía en la imposición de un régimen global bajo el imperio de la ley del mercado, donde nuestros Estados cedían su soberanía para ser simples garantes de las decisiones de una burocracia privada transnacional; ahora que se vislumbra un incipiente mundo multipolar, el Sur global no puede desaprovechar esta oportunidad histórica de sepultar un orden unipolar y promover alternativas económicas regionales promovidas por sus Estados, devolviéndoles a sus pueblos la toma democrática de decisiones soberanas para defender y sostener, en el largo plazo, la viabilidad de una economía desacoplada de los intereses de los poderes centrales.

Entonces, lo que se promueva en esta tercera gestión será decisivo para situar o no al “vivir bien” en una panorámica mundial. El Estado plurinacional no es todavía una realidad, pues las estructuras normativas mismas que le sostienen siguen siendo liberales; la constante alusión oficialista a la modernización de las funciones estatales, muestran hasta qué grado se impone todavía la adopción colonial del modelo de Estado moderno.

Su transformación no se garantiza por la yuxtaposición de actores. Tampoco el reconocimiento de las naciones indígenas puede quedar en un reconocimiento meramente culturalista sino que debe hacerse un reconocimiento pleno de derechos políticos; esto es lo que está todavía ausente en las leyes llamadas estratégicas. Los prejuicios señorialistas modernos son todavía el obstáculo del reconocimiento pleno de las naciones componentes de este Estado plurinacional. Cabe recordar que la Liga Iroquesa de los indios de Norteamérica fue el modelo que adoptó la confederación de los Estados Unidos y que manifestó la profunda vocación democrática de las naciones del Nuevo Mundo, pues esa y otras formas democráticas eran comunes a lo largo del continente que invadió Europa.

La democracia, tal cual la concebimos actualmente, no proviene de Europa, pues los europeos eran herederos de tradiciones monárquicas, que impusieron en el Nuevo Mundo, frente a las tradiciones democráticas que ejercían los pueblos de este continente. Del mismo modo, la literatura utópica, desde “Utopía” de Tomas Moro, la “Nueva Atlántida” de Francis Bacon o la “Ciudad del Sol” de Campanella, se basan todas en relatos de cronistas de la Conquista. El mismo sistema federal podría decirse que lo inventaron los indígenas de Norteamérica. Esto supone que el Estado no es una invención moderna y que, de la recuperación de formas estatales despreciadas por el mundo moderno, podría producirse una trasformación inédita, novedosa, propositiva, que haga posible una transición positiva del concepto de Estado-nación moderno, hoy en plena crisis, incluso en Europa, hacia lo que sería el Estado plurinacional trans-moderno.

Lo cual no es simplemente el reconocimiento de la diversidad propia de un Estado sino la ampliación democrática del ámbito de las decisiones políticas. La democracia liberal moderna lidia con individuos, por eso resume la democracia en el voto; una democracia comunitaria afirma la comunidad y la comunidad, por definición intersubjetiva, se sostiene en la deliberación democrática. Por eso no hay nada más democrático que una deliberación comunitaria (la validez democrática es sólo posible en una comunidad de argumentación); sólo en la recuperación de las formas comunitarias de vida, la democracia podría amplificarse y democratizarse a sí misma. Si es que el MAS recupera el sentido de su sigla original, el Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos, IPSP, tendría que dejar de ser un gobierno de los movimientos sociales (si es que alguna vez lo fue) y pasar a ser el ámbito de deliberación de la soberanía de las naciones que componen este nuevo Estado plurinacional.

Sólo un pueblo soberano podría transferir esa soberanía al Estado, pues el Estado no puede brindarse, desde sí mismo, aquello. Ante la crisis civilizatoria necesitamos recomponer formas de vida que nos enseñen cómo hacer frente a la crisis. Por eso se trata de restaurar lo que como humanidad habíamos perdido, en resumidas cuentas, el sentido de la vida. Siempre se ha creído que las culturas indígenas son las atrasadas, que hay que disolverlas y modernizarlas, pero parece que es al revés, pues ninguna de estas culturas eran tan destructora como la moderna, parece que desde ellas se ve mejor las consecuencias fatales del progreso infinito, parecen ser ellas la brújula para salir de la crisis.

La ratificación del presidente Evo afirma un no retorno de la derecha, lo cual no cancela la derechización de la propia izquierda en el poder. Pues la hegemonía actual cuenta con alianzas preocupantes, desde agroindustriales muy ligados a las transnacionales como Monsanto, hasta sectores empoderados que, ya sea como nueva burguesía agraria (el caso de la quinua o la coca) o cooperativistas privados de la minería, impulsan todos una carrera desarrollista que, hace del gobierno un mero administrador de los intereses particulares de estos grupos de poder, mientras estos le garantizan apoyo y una amplia base de legitimación.

Resta saber si el liderazgo incuestionable del presidente Evo podrá articular y subsumir estratégicamente aquellos intereses al bloque histórico que lo llevó al poder (lo propiamente indígena de lo plurinacional) y reencauzar la política estatal en torno a lo que se constituyó como “proceso de cambio”, es decir, a potenciar aquel máximo de nueva disponibilidad común que se constituyó a partir del horizonte propuesto por el sujeto plurinacional.

Contrahegemonía

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