«Reflexiones sobre la revolución bolivariana». Artículo del historiador argentino Sergio Nicanoff en el cual despliega las diversas tensiones tanto internas como externas del proceso chavista y ensaya hipótesis sobre el futuro del mismo
El proceso bolivariano aparece atravesado por tensiones externas e internas que marcan un desafío en su actualidad. El reciente anuncio del presidente Nicolás Maduro para dar un “sacudón” en la revolución, señala pasos de continuidad y expone la necesidad de una revitalización del proceso. En este artículo buscamos contribuir a una mirada que no simplifique la riqueza, diversidad y potencia de la revolución en Venezuela, al tiempo que presentamos el conjunto de notas que integran este Dossier.
Una Introducción
La aparición del proceso venezolano y la figura de Chávez fueron una bocanada de aire a fines de los 90, en pleno predominio feroz de la prédica neoliberal. En Argentina, desde los medios de comunicación masivos y buena parte del progresismo y la izquierda, se pretendió asociar al proceso emergente y al propio Chávez a una suerte de copia de los militares carapintadas. Para eso, partían de su origen militar común, de su aparición en el escenario político por medio de levantamientos contra gobiernos civiles surgidos de elecciones y una supuesta ideología nacionalista de derecha compartida por militares venezolanos y argentinos. Esa falsedad no se pudo seguir sosteniendo cuando, con la llegada al gobierno de los bolivarianos, se desplegó una profunda reforma política, la convocatoria a una asamblea constituyente y la sanción de una nueva constitución aprobada por referendo. La nueva constitución abría espacios de participación popular y establecía mecanismos democráticos inéditos –hasta ese momento– como la posibilidad de revocatoria del mandato presidencial y la introducción de la idea de democracia participativa en “la formación, ejecución y control de la gestión pública”. Ese elemento sería apropiado por las clases populares venezolanas en un sentido de reafirmación subjetiva de sus derechos políticos y sociales. De allí en más, caída la mascarada carapintada, la maquinaria propagandística se desviaba hacía la idea de la instalación de una dictadura populista y demagógica, presentada como una suerte de copia degradada de anteriores gobiernos populistas de la región. Esa imagen –que en las perspectivas más derechistas se asociaba al intento de una nueva Cuba– se reforzaría drásticamente con las 49 leyes habilitantes. Las leyes, impulsadas por Chávez pretendían sacar a la revolución de una peligrosa parálisis –con escasos cambios económicos hasta el 2001– y avanzaban en planos claves de la estructura socioeconómica venezolana como la propiedad de la tierra, la educación o el control de la gigantesca empresa petrolera PDVSA. De allí en más, la decisión de dar un golpe de Estado era asumida por la totalidad del bloque dominante venezolano, los EEUU, la España de Aznar y el conjunto de las corporaciones mediáticas del mundo. Se abría el conocido escenario de radicalización de la revolución con tres capítulos: la reacción contra el golpe de Abril del 2002, que hacía fracasar la asonada de la mano de una masiva movilización popular; la lucha contra el paro petrolero iniciado a fines de ese año, que se transformaba en un lock out patronal que superaría los dos meses y que llevó a la toma por los trabajadores de las empresas estratégicas para ponerlas en producción; la victoria en el referéndum del 2004 donde el “no” que mantenía a Chávez en la presidencia superaba el 60% de los votos. Tras ese ciclo de triunfos Chávez convocaba a avanzar hacia la superación de la estructura capitalista e instalaba como eje del debate político en Venezuela, pero también en el mundo, la necesidad de construir una sociedad socialista. Una revolución con un perfil popular, antineoliberal pero no necesariamente anticapitalista transmutaba, por la dinámica de la lucha de clases, en una revolución que pretende marchar al socialismo. En el marco de esas definiciones, muy evidentes al menos desde el 2006, se agudizaron las tensiones internas dentro del bloque de fuerzas bolivariano y se evidenciaron perspectivas muy diferentes acerca de los caminos a emprender.
Esta mirada, incompleta pero necesaria sobre el pasado venezolano nos sitúa en las relaciones de fuerza actuales, en cuáles son las posibilidades pero también los peligros que se instalan para la revolución bolivariana y su destino. Se trata de reflexionar sobre los que entendemos son los principales nudos y peligros que se alzan sobre la capacidad transformadora de la revolución.
Estado, burocracia y Poder Popular
Los ataques externos e internos a la revolución venezolana siempre se dirigieron a deslegitimar y destruir lo mejor de ella: su recuperación de la soberanía y el debilitamiento de la dominación imperial sobre el país; la voluntad de generar mecanismos de redistribución de la renta petrolera por primera vez en la historia pero de la mano de programas concebidos desde la universalidad –no desde la óptica de la ayuda focalizada tan cara al neoliberalismo– y apoyados en el protagonismo popular. Justamente en ese plano de la acción popular, tan invisible para las miradas dogmáticas de cierta izquierda, se asentó lo más radical y novedoso del proceso bolivariano. La parición de decenas de organizaciones, de un empoderamiento de las clases subalternas, ambiguo, contradictorio, alentado y al mismo tiempo encorsetado desde el Estado, pero innegable. Su máxima expresión, el proyecto de las comunas, el intento más audaz de encarar una transición hacia la superación de la sociedad capitalista. La demostración empírica de que una revolución sólo puede existir como autoemancipación y autoorganización de las clases explotadas. La prueba de la potencia del carácter plebeyo, heterogéneo pero articulador, rebelde e insumiso de la revolución. La mayor herencia del proceso revolucionario es la modificación, parcial pero existente, de las relaciones sociales de fuerza en la sociedad venezolana. Los de abajo han crecido en organización, autoestima, identidad, pertenencia. Han desarrollado una potente contracultura que confronta con las concepciones hegemónicas de una dominación arraigada por siglos pero también con las concepciones burocráticas que se despliegan desde el gobierno y el Estado actual.
Como suele ocurrir en los procesos de construcción de identidades populares, el “nosotros” se articuló y constituyó en contra de “ellos”, aquellos que venían a destruir todas las conquistas alcanzadas.
Aún en estado naciente, inicial, esa contracultura plebeya y militante se manifiesta y asoma como potencia, como realidad pero esencialmente como posibilidad, en cada confrontación de clases que se genera en el campo, las urbes, las fábricas, oficinas, lugares de estudio y, sobre todo, en las calles de Venezuela. Allí radica la riqueza principal de estos 16 años de la revolución bolivariana, ése es su verdadero epicentro; lo que quieren destruir a como dé lugar, como realidad y como ejemplo, las clases dominantes a nivel local y mundial. Se centran allí porque son concientes de que no se trata sólo de medidas populares tomadas por un gobierno, que pueden ser vaciadas y revertidas más o menos rápidamente en otro de signo diferente. La modificación de relaciones de fuerza en la Venezuela actual requiere, a estas alturas, de un genocidio y un largo proceso de desarticulación de la identidad popular para ser posible.
Es necesario tener en cuenta sobre qué aspectos de la revolución más nos enfocamos cuando ciertas miradas empobrecedoras pretenden reducir tamaña riqueza y diversidad a las posibilidades que abre una administración progresista del Estado. El ejemplo venezolano es la comprobación de que el Estado es una relación social cruzada por la disputa, el conflicto y por lo tanto, sus acciones pueden ser alteradas para favorecer los intereses de las clases subalternas. Pero a su vez, es la demostración más rotunda de que para sobrevivir y profundizarse la revolución necesita discurrir por caminos que no sean únicamente los del Estado. Si mostró la posibilidad de que desde allí se aliente la organización de los de abajo demuestra a su vez cuan necesario es, hoy más que nunca, que el mundo de lo popular no sea subsumido por la maquinaria estatal que tiende a despojarlo de sus praxis más radicales y a trocar invención por acatamiento, acción por transmisión, debate por homogeneidad, utopías por “lo posible”. Solo una perspectiva que ponga en cuestión la sociedad de clases, los fetiches de la mercancía y el valor y el Estado como poder centralizador de la política, podrá esbozar una transición con alguna posibilidad de no ser reasimilada por el metabolismo del capital. Como lo afirmara el Che en “El Hombre y el socialismo en Cuba”, no hay probabilidad de construir una sociedad que supere al capitalismo con las armas de ese sistema. Ése era el problema que percibía Chávez cuando, gravemente enfermo, ideó el denominado Golpe de Timón y acuñó la consigna de “Comunas o nada”.
Para la tradición leninista –al menos la canonización del líder de la revolución rusa que dejaba atrás muchos de los conceptos contenidos en su “El Estado y la Revolución”– el punto principal a destruir del estado burgués eran sus aparatos represivos, donde residía el núcleo duro del Estado. A partir de esto la estructura administrativa podía ser reencauzada por los trabajadores hacia la realización de los objetivos del socialismo. El caso venezolano, evidentemente diferente al ruso en el sentido de viabilizarse en un marco donde se ha llegado al gobierno por elecciones, de transcurrir dentro de la matriz capitalista y en un contexto de relaciones mundiales de fuerza muy diferentes, pone en cuestión esas concepciones.
Lo primero que hay que señalar es que las Misiones, como forma de ejecutar políticas públicas en la mayoría de las áreas que cruzan la vida cotidiana del pueblo, debieron organizarse, al menos en parte, por canales alternativos al del propio Estado. Esto se debió a los límites estructurales de ineficiencia y corrupción que anidaban –y anidan– en el seno del Estado venezolano. Se ha dicho reiteradamente que el problema de la renta petrolera en Venezuela potenció el carácter parasitario de sus estructuras sociales, incluyendo la burocracia estatal. Concebirse como administradores de la política, usar el acceso a puestos de dirección estatal como mecanismo de ascenso social, utilizar mecanismos jerárquicos y de dominación burocrática sobre el conjunto del cuerpo social, mirar con desconfianza todo proceso que no se conoce y no se controla, es parte del “sentido común” profundamente arraigado en amplias capas de la sociedad venezolana y que buena parte de los militantes que acceden a la administración del aparato estatal con la revolución tienden a reproducir con avidez. Ese problema estructural empalma con otras coordenadas de cómo se dio el proceso bolivariano. Al organizarse desde lo electoral como terreno principal de disputa, en una sociedad con una tradición comparativamente baja de organización popular, con una escasez de militantes insertos por mucho tiempo en las luchas populares, esto potenció un terreno fértil para que se arrimaran una larga lista de oportunistas, algo que siempre sucede a la hora de que los procesos populares disputen canales institucionales. La presencia de esa capa junto a las características rentísticas del Estado, dado que es el lugar donde se genera desde la renta petrolera lo central de la acumulación capitalista, y una afianzada cultura hegemónica son el germen de una boliburguesía que creció y se enriqueció durante estos años y es la contracara del proceso de empoderamiento por abajo que describíamos anteriormente.
Si toda mirada que piensa al Estado como aparato sin contradicciones que puede ser gestionado de manera progresista, tan sólo porque se tenga la voluntad de hacerlo, es profundamente ahistórica, lo es mucho más en el caso venezolano. Este problema implica la necesidad de una concepción política que al mismo tiempo dispute porciones del Estado, empuje a la administración a una confrontación sin concesiones con la oposición neofascista, resignifique ciertos aspectos del Estado para generar mayores condiciones de autogobernabilidad (como es el rol del actual Ministerio de Comunas). Debe, en paralelo, construir las condiciones de desarrollo de su propia autonomía. Esa mirada percibe que los núcleos duros del Estado, ajenos y antagónicos con la sociabilidad autogestiva, van más allá de las instituciones que organizan la coerción. Sabemos que buena parte de los cambios y de las condiciones de posibilidad de otros más profundos partieron de iniciativas estatales, particularmente las dinamizadas por el propio Chávez, pero sólo encarnaron en una relación dialéctica de apropiación y de negación, por parte de las clases populares y sus movimientos orgánicos, de la voluntad de controlar el mundo de lo popular, que también provienen de esa esfera.
Un peligro: el acomodamiento del horizonte de los movimientos populares al terreno de la subsunción plena; una situación donde el combate contra la contrarevolución y la existencia de un campo común de resistencia obligue a los movimientos a orbitar como satélites de la esfera estatal; a resignar independencia, como única forma de viabilizar políticas populares y de enfrentamiento a la contrarrevolución. Una posibilidad: el desarrollo de un polo común de las organizaciones más radicales que ha parido el proceso revolucionario y que partan de una lucha en, por y en contra del Estado como camino estratégico.
Bloque social y herramienta política
Las luchas populares en Venezuela y la acción del Estado, sobre todo las encarnadas en las iniciativas de Chávez, como vimos, posibilitaron un campo de acción del que nació una amplia diversidad de movimientos, colectivos y espacios. Muchos de ellos fueron efímeros dado el carácter históricamente débil de las mediaciones populares en Venezuela. En buena medida esos colectivos se construyeron contra la acción antirevolucionaria de la oposición. Pero no se trata, como ya indicamos, sólo de los espacios militantes. La dinámica de la revolución y los enfrentamientos de clase generaron cientos de miles de mujeres y hombres del pueblo que se reivindican parte del proceso revolucionario, aunque muchos de ellos no militen en espacios organizados. Es el mundo popular bolivariano, el espacio social desde el que construyen y articulan los colectivos militantes, pero que debe ser diferenciado, incluso porque en más de una oportunidad la acción organizada de esos colectivos no empalma directamente con las expectativas, las formas de leer la realidad y el mundo simbólico de esa población. Sin duda en su enorme capacidad de leer las concepciones de las clases populares bolivarianas residió una de las más grandes virtudes de Chávez para establecer una relación líder–masas desarrollada en las coordenadas históricas y culturales de la sociedad venezolana.
Fueron entonces las grandes batallas sociales, algunas de las cuales describimos, el marco en que se crearon y desarrollaron muchos de los movimientos y ese bloque social que articula la revolución. En ese aspecto reside buena parte de las matrices rebeldes de estas organizaciones, que no pueden ser entendidas como creación “desde arriba”. Aún más, muchos de los casos de movimientos populares signados por su escasa duración temporal y debilidad orgánica fueron justamente aquellos impulsados desde el Estado antes que espacios surgidos al calor del conflicto.
La dinámica de participación popular en Venezuela siguió su propio camino de incorporación al proceso. El primer componente más fuerte fue el de las mujeres y jóvenes de los barrios populares que se sintieron rápidamente identificados con las Misiones, como el plan de medicina preventiva de Barrios Adentro o la misión alfabetizadora. En el ciclo de radicalización de la revolución del 2002 al 2004, se consolidó el desarrollo de poderosos movimientos campesinos alrededor del despliegue de la Reforma Agraria y apareció por primera vez la clase trabajadora como actor propio con la toma de empresas contra el paro petrolero. A su vez se tornaron evidentes las dificultades para insertarse en la clase media, salvo franjas escuetas, y en particular el problema para construir una fuerza mayoritaria en el movimiento estudiantil, a pesar de todos los avances en la expansión de la educación en los distintos niveles, que se ha trasformado en el actor más radical contra la revolución en el escenario político venezolano. A esos grandes trazos de incorporación a las filas bolivarianas deberíamos agregar un heterogéneo panorama de comunidades de pescadores –potenciados por la prohibición de la pesca de arrastre de los buques factoría que sancionó el gobierno–, las comunidades negras e indígenas, el peso de la religión y la simpatía que generó el paradigma cristiano revolucionario con el que Chávez y la revolución interpeló a las clases populares de forma permanente, para entender la complejidad de las adhesiones del arco social revolucionario.
Ese proceso de acercamiento no ha seguido un camino lineal sino surcado de contradicciones, desvíos e incluso retrocesos, en particular a nivel urbano. Al igual que en otros procesos de América Latina, el mayor grado de empoderamiento y afianzamiento del poder popular, entendido como autoactividad del pueblo, tiene como escenario de mayor fortaleza las poblaciones rurales mientras que en lo urbano se desarrollan con mucha mayor dificultad. Las causas de esa problemática merecen un análisis detenido, que no podemos desarrollar aquí, pero allí reside uno de los nudos de los procesos de cambio en toda nuestra región. Sin duda algunos elementos que aportan a dilucidar los porqué de esta cuestión es la complejidad social mucho mayor de las grandes urbes, la multiplicación de tensiones y fragmentación al interior de las clases populares y la fortaleza del discurso hegemónico. Con todo, nos parece que el no visualizar lo suficiente este problema, por parte de muchos colectivos, contribuye a agudizar esa brecha.
Una de las grandes enseñanzas y fuente de posibilidades ilimitadas de la revolución es entenderla como una enorme batalla cultural, política, ideológica por la cabeza de los venezolanos. Pensarla en términos gramscianos. Una reforma moral e intelectual como forma de expandir nuevas concepciones de entender la política y los lazos sociales. Esto requiere ampliar los espacios de participación, formación, acción para los millones que aún no se involucran directamente en acciones de autogobierno. Por eso la expansión de las comunas, con el traslado a las poblaciones de funciones que hasta aquí residen en el Estado, es fundamental y extraordinariamente rica, como se puede percibir en las charlas de comuneros venezolanos en Argentina que se recogen en este número deContrahegemonía (“Tenemos que llegar a que se declare a Venezuela como espacio comunal”) junto al texto de Reinaldo Iturriza (“La vitalidad de la revolución”). Sin obviar sus dificultades ni embellecerlas artificialmente, las comunas permiten recuperar a la población las funciones de administración, decisión y gobierno que han sido expropiadas por las clases dominantes y el Estado, manejado por elites burocráticas especializadas en el control del poder. La sociedad civil se reconstituye como sujeto de la acción política. Esta recupera el sentido de entender la política como acción colectiva para transformar la realidad y se aleja de la percepción popular de ser algo ajeno, que maneja de forma exclusiva una casta. A su vez, para que ese proceso avance hay que fortalecer un entramado de mediaciones y de politización de amplias franjas sociales, que rescate los contenidos más radicales de la contracultura plebeya bolivariana y los sedimente, les dé un carácter orgánico. Las comunas sólo pueden ser viables en el marco de una sociedad civil que les permita crecer y no aislarse. Requiere de batallas políticas más globales que interpelen otros actores, particularmente los trabajadores de las grandes urbes.
Para que eso sea posible y suelde en un bloque histórico de las clases populares, en voluntad nacional popular no corporativa, es imprescindible que los espacios más radicales de la revolución se constituyan como un polo de poder que dispute contra la oposición pero también al interior del campo revolucionario. Hay una relación de alimentación mutua entre la politización y empoderamiento de la población y la construcción de la unidad de un conjunto de fuerzas, de signo variado, pero que comparten la voluntad de poder popular. Esa unidad se debe basar en la necesidad de articularse, avanzar juntas, disputar en y contra el Estado, enfrentar al golpismo y a las franjas de la burocracia gobernante funcionales a la burguesía, mientras se van dando pasos para radicalizar la revolución, única garantía de su real sobrevivencia frente al ataque del enemigo. Las tareas de ese polo de fuerzas no son solamente las que requiere la batalla contrahegemónica. Deben mirar el escenario global, compartir recursos, pensar los escenarios y los métodos de confrontación en cada etapa. Expresarse como corriente, si es necesario, dentro del PSUV pero sobre todo por fuera de él. (Para analizar tensiones y contradicciones en el partido de gobierno, ver el artículo de Modesto Guerrero incluído en este dossier de Contrahegemonía, “El chavismo después del Congreso del PSUV”). Deslindar lo complejo de no atomizar sectariamente el campo social del chavismo pero a su vez delimitar diferencias de proyectos y de futuro. Defender el gobierno popular pero no callar ante sus errores y contradicciones. Hablar con voz propia, no a sí mismos, sino de cara al pueblo en cada coyuntura, en cada momento de inflexión de la lucha de clases. Dadas las características de la revolución con sus experiencias múltiples, probablemente esa herramienta deba asumir una forma movimientista, de movimiento de movimientos. En todos los ámbitos de la vida cotidiana la revolución ha engendrado experiencias potentes, sólidas, capaces. Que éstas se constituyan en un polo de poder dentro de la revolución es algo diferente. Se han desarrollado intentos, búsquedas, que se han diluido o debilitado en las urgencias. Sabemos que la subcultura de izquierdas, que encuentra su identidad en la diferenciación más fina con el más cercano, es una enfermedad extendida en nuestro continente –quizás mucho más en Argentina que en Venezuela– pero debe ser combatida con vigor. Entendemos que es muy difícil y complejo delimitar espacios cuando hay una ofensiva feroz de las fuerzas contrarrevolucionarias. Conocemos los planteos que ubican cada crítica como funcionales a la derecha. Pero a su vez intuimos que para se consolide un bloque social contrahegemónico y que el laboratorio social más radical, el de las comunas, crezca y se expanda es necesario, depende –y viceversa– de que esa articulación sea parida de manera definitiva.
La Guerra de desgaste externa e interna
Inicialmente describíamos algunos de los mecanismos de la guerra mediática mundial que se estableció desde tiempo atrás contra la revolución bolivariana. Para los estrategas del poder mundial, particularmente los que la orientan desde EEUU, se trata de un constante asedio interno y externo para que la revolución se debilite, aísle y finalmente caiga. Su núcleo reside, internamente, en desplegar el desgaste económico, la creación de una sensación de caos e ingobernabilidad con el sabotaje, el asesinato y todas las técnicas de lucha de calles contra un gobierno popular. (Ver el artículo de Marco Teruggi en Contrahegemonía para analizar sus efectos actuales: “La razón comunera”). A nivel internacional las reacciones gubernamentales contra esas acciones son mostradas como la evidencia del carácter dictatorial del proceso, generando su deslegitimación y nuevas presiones que se expresen en el plano interno, por ejemplo sobre las Fuerzas Armadas, para posibilitar un golpe.
No se nos escapa que en el campo de las derechas hubo diferencias internas, en el último tiempo, ya que la estrategia fascista de las guarimbas, con corte de calles y atentados directos, que desde principios de este año encabezaron los sectores que referencian Leopoldo López o Corina Machado alejó, por su violencia, a franjas importantes de las clases medias y obligó a líderes de la oposición con mayores posibilidades electorales, como Capriles, a mantener posturas ambiguas con esas acciones. Pero para la estrategia global de desgaste motorizada por el imperio, todo suma. Aunque las guarimbas mostraron su inviabilidad y en sus efectos más directos fueron derrotadas porque nunca lograron trascender los barrios de clase alta y media, algunos de sus objetivos se lograron. Por ejemplo, entendemos que se ha deteriorado la imagen de la revolución a nivel internacional y ha perdido el apoyo de determinadas franjas sociales en el mundo, sea porque se las ha convencido de que las muertes son fruto de la represión gubernamental o porque –creemos que principalmente– se instala la idea de la incapacidad para gobernar, mantener la paz y evitar el caos de los dirigentes bolivarianos.
En todo caso se trata de un ataque de largo plazo que busca ir generando no sólo condiciones para un golpe interno sino para la posible combinación con una intervención directa. Está claro que no hay condiciones hoy para que los EEUU asuman esa intervención de manera directa, pero sí el imperio jugó la carta de agudizar las tensiones con Colombia, sobre todo con Uribe en el gobierno, para provocar un escenario bélico o al menos, de amenaza creciente. Esa jugada parece parcialmente desactivada, dado que las fracciones del bloque dominante que hoy se alinean tras el presidente colombiano Santos no parecen apostar a ese conflicto y buscan la negociación, tanto con el gobierno venezolano como con las guerrillas internas como las FARC y, quizás, el ELN. La complejidad de esa frontera extensa se ha expresado en otros factores, como la aceleración del contrabando. Los precios sumamente bajos del combustible en Venezuela favorecen su fuga hacía el país vecino. No se trata sólo del combustible. Dado que los alimentos –gran parte aún se importan como otra de las consecuencias negativas de la renta petrolera– están fuertemente subsidiados para garantizar el acceso al consumo de las clases populares, muchos de ellos se desvían hacia Colombia. El gobierno venezolano está tomando debida nota de esto y se va orientando en esa dirección, que es una pata esencial para combatir los actuales problemas de desabastecimiento. (Ver nota de Fernando Vicente en Contrahegemonía, “Pueblo y gobierno de Venezuela combaten contrabando hacia Colombia”).
De todas maneras, no hay que olvidar que tanto en las Fuerzas Armadas, como en la oligarquía terrateniente y en la clase política colombiana y la administración estatal, hay quienes trabajan en un sentido contrario a la paz tanto con la guerrilla de su país como con Venezuela. Además, hay que tener en cuenta la caracterización de la administración Santos para que las necesidades imprescindibles de la política de Estado no mellen las estrategias revolucionarias. Los sectores de la clase dominante, que expresa el actual gobierno colombiano, postulan una política neoliberal, conciben las actuales negociaciones de paz como un intento de lograr la rendición sin condiciones de las guerrillas y, de acuerdo a la coyuntura, pueden modificar mañana la idea de mantener una frontera con Venezuela sin conflictos directos.
A nivel externo, en los próximos años puede aumentar el aislamiento de la revolución a nivel gubernamental. Si el relativo declive de la hegemonía de EEUU abrió espacios para un escenario mundial multipolar, eso es favorable para que la revolución, como lo hacía Chávez, busque y profundice alianzas. Sin embargo, a nivel regional la situación se torna más compleja. En Argentina, a fines del 2015 la administración Kirchnerista será reemplazada por un gobierno opositor o, a lo sumo, por una variable mucho más lavada, con algún grado de continuidad con el gobierno de Cristina. En cualquier caso, las relaciones con Venezuela son una de las primeras cuestiones donde quienes asuman la nueva administración se diferenciaran y sobreactuaran su distanciamiento del gobierno venezolano. De confirmarse el escenario que hoy se avizora en Brasil y Dilma Rouseff resulte finalmente derrotada a manos de la coalición encabezada por Marina Silva sucederá lo mismo, antes que en Argentina. No se trata de embellecer la política internacional de los neodesarrollismos. Si apoyaron a Venezuela también actuaron en un sentido de limar sus aspectos más revolucionarios y llevarlo a negociar con determinados actores. Son conocidas las gestiones de Néstor Kirchner a favor del grupo Techint para que sea indemnizado cuando Chávez estatizó Sidor –ver las contradicciones en esas empresas autogestionadas por los obreros en el artículo de Yasmín Chauran, “Sidor es solo una parte, el todo es más complejo”, que publicamos en Contrahegemonía-. Es decir que esas relaciones siempre tuvieron dos caras. Pero es indiscutible que –sobre todo el kirchnerismo– ayudaron a contrapesar los ataques directos de EEUU. Hay que prepararse para una situación donde ese apoyo ya no esté.
En ese plano es, quizás, donde más se siente la ausencia de ese extraordinario comunicador y estratega que era Chávez. Su capacidad para motorizar un núcleo más radical de alianzas con el ALBA, alentar la Unasur y la CELAC, desplazando a la OEA y disputar el predominio de EEUU en Centroamérica y en el Caribe de la mano del Petrosur, fue decisiva. Entendemos que esas iniciativas fueron diseñadas por un equipo y no sólo por Chávez, pero las supo instalar en el escenario político mundial con todo su carisma e impronta.
De todas las amenazas, sin duda la más fuerte no es internacional sino que reside en el impacto de las políticas de los grandes grupos dominantes que alimentan la especulación, una acelerada inflación, el desabastecimiento y la especulación financiera, con una brecha gigantezca entre el mercado negro y las cotizaciones oficiales de la moneda. Uno de los nudos de acelerada corrupción reside en que el control de cambios implica que el Estado le asigna divisas a las empresas privadas, a precios subsidiados, para garantizar sus importaciones, ya que Venezuela no produce gran parte de los bienes que consume. De ese esquema también medran las franjas de la boliburguesía, que se enriquecen junto a los grupos económicos, manteniendo los mecanismos perversos que permiten esas prácticas. En esta dimensión aflora en toda su magnitud el problema de que la revolución transite en una matriz capitalista, algo que por cierto no se transforma desde la voluntad sino que se encuentra determinado por complejas relaciones de fuerza, que hay que ir modificando. Es sin duda lo más difícil de cambiar y la madre de todas las batallas, si la revolución quiere perdurar. No se trata de que estas cuestiones hayan aflorado con la actual administración de Maduro. Se trata de elementos estructurales que, en todo caso, tienden a agravarse. Muchas de las medidas que ha tomado el gobierno parecen ir en el sentido indicado –algunas se enumeran en un artículo paraContrahegemonía– mostrando voluntad de afrontar esta batalla y por estas horas se habla de que se impulsará un gran sacudón en la estructura burocrática del Estado, orientándolo hacia esta pelea. El escenario es un parteaguas porque involucra directamente franjas de la administración. Avanzar en la lucha contra estos males implica confrontar no sólo con las grandes empresas sino con quienes se han enriquecido desde el aparato estatal. Requiere además, ir hacia concepciones de la economía y la formación popular que modifiquen profundamente una cultura que es funcional a la reproducción de lógicas parasitarias. (Ver artículo de Guillermo Cieza para Contrahegemonía, “Capacidad y necesidad en el proceso bolivariano”). Necesita de un partido que no actúe prioritariamente sólo en las coyunturas electorales y que no tiene que asumir la forma de partido-Estado (la mayoría de los delegados al último congreso del PSUV provenían del Estado) porque eso es una crónica anunciada de su incapacidad para afrontar este tipo de batallas. La principal estrategia debe pasar por involucrar directamente a las organizaciones populares con capacidades que vayan más allá de la denuncia y el control.
Como vemos, las circunstancias externas e internas generan diferentes desafíos para la revolución. Dos cuestiones requieren una última reflexión y una pregunta.
Paradigma civilizatorio y Fuerzas Armadas
Resulta obvia la importancia que tiene la renta petrolera en la capacidad de redistribuir riqueza y contribuir a mejorar los niveles de vida de las clases populares venezolanas. A su vez hemos señalado su contracara en las taras sociales (burocratización y parasitismo) y económicas (ausencia de industrialización sustitutiva y déficit agudo en la producción alimentaria del agro). La revolución ha dado pasos en ese sentido, el más importante la reforma agraria que permitió recuperar el autoabastecimiento de ciertos alimentos, pero está muy lejos de haber superado esos condicionamientos. Ahí reside un nudo de contradicción no menor. La renta petrolera va de la mano de ciertos discursos de franjas gubernamentales, que en nada se diferencian de las lógicas neodesarrollistas, con su exaltación acrítica de las obras públicas y el desarrollo de las fuerzas productivas. En un escenario donde, de manera cada vez más evidente, la dinámica del capitalismo se ha vuelto definitivamente en contra de la existencia del planeta y de la pervivencia de la especie humana, no pensar en alternativas de producción sustentables con la naturaleza sería un grave error para los pensamientos emancipadores. Sería ridículo pretender que Venezuela renuncie a su riqueza petrolera, ya que es una palanca de recursos esenciales para la revolución. Pero debe ser usada para impulsar industrialización de bienes de consumo, producción de alimentos y expansión de formas de energía y transporte que no sean del complejo automotriz. El debate actual sobre la necesidad de subir los increíblemente bajos precios de la gasolina, fuente de déficit de PDVSA, es necesario y razonable pero debe ir de la mano de alentar un debate de largo plazo en la sociedad venezolana para que el norte de consumo de cada individuo no se plantee en primer lugar el acceso al carro. Donde no se parta de concebir como única vía de comunicación las enormes carreteras. Problematizar un esquema que multiplica la contaminación y las muertes por accidente. Es una pelea de largo plazo y paulatina pero si no se da, los límites de ese modelo productivo son muy evidentes y ya se están tocando.
Una pregunta, que es una verdadera incógnita, al menos para quienes no residimos en Venezuela. El papel de alineamiento mayoritario de las Fuerzas Armadas en el campo de la revolución ha sido clave para sostenerla y poner un freno a las aventuras golpistas. El fracaso del golpe de 2002 fue por una sinergia entre la movilización popular, la firmeza de Chávez al negarse a renunciar y el peso de las alas leales dentro de los militares. Allí reside uno de los aspectos que impidió que el plan contrarrevolucionario que funcionara en el caso chileno no pudiera reeditarse en Venezuela. De ese apoyo algunos analistas sugirieron que aparecían liderazgos del tamaño y la importancia de Chávez, por ejemplo con el general Raúl Baduel, que llegaría a ser Ministro de Defensa de la revolución. Durante el 2007, mientras se debatía la reforma de la constitución que se trasformaría en la única derrota electoral de Chávez, Baduel se sumó a la oposición e hizo llamados para derrocar el gobierno. Terminó destituido y posteriormente encarcelado por corrupción. No se trata de un mero caso individual. No es casual que la defección aparezca en un momento donde la revolución se orientaba hacia un horizonte socialista. Las estrategias de desgaste –las anteriores y las actuales– requieren lograr al menos un quiebre mayoritario dentro de las Fuerzas Armadas Bolivarianas y es una duda cómo se encuentran las relaciones de fuerza en su interior y cuán firme es la ideología de muchos de sus cuadros respecto a romper con las determinaciones del capital y avanzar la socialismo. Es público que se le atribuye a un criticado Diosdado Cabello una alta capacidad de influencia en los militares y que ese es un motivo central para que los sectores más radicales del gobierno lleguen a un entendimiento y mantengan la unidad. A su vez, el proceso revolucionario dio un gran paso con la creación de las milicias populares y la capacitación militar constante de millones de personas. Desde ya que eso no implica que la población tenga directamente armas, algo que pondría en cuestión el monopolio de la coerción del Estado encarnado en las Fuerzas Armadas y podría generar su total oposición, para no hablar de lo que se diría desde la oposición a nivel local e internacional. De todas maneras su existencia es parte del empoderamiento popular a todos los niveles. Seguir con atención lo que sucede dentro de las Fuerzas Armadas es muy importante.
La suma de virtudes, contradicciones, tensiones y desafíos muestra la complejidad de la revolución y de intentar una transición al socialismo. Un balance general sigue poniendo el peso mayor en las trasformaciones y en el entusiasmo que despiertan las enormes potencialidades de un proceso que poco se parece a otros y es un cachetazo reiterado a las visiones ortodoxas. Se encarna profundamente en su pueblo y nos despierta la convicción de que cuando los explotados se ponen en marcha nada volverá a ser igual que antes y, sobre todo, que nada es imposible.
http://contrahegemoniaweb.com.ar/reflexiones-sobre-la-revolucion-bolivariana/