Maracaná 2014: la ex-guerrillera y el dictador – Por Guillermo Alonso Meneses
Después de leer y releer los artículos de Fernando Carrión y Pablo Gentili quedé preocupado, pues no entiendo dónde está la polémica. Es más, en mi opinión ambos artículos se complementan. Por un lado, cada vez hay mayor evidencia que la FIFA es una mezcla de multinacional depredadora capitalista (asumo el pleonasmo por razones expresivas), un club de nuevos ricos que en realidad son bantustán deportivo que se rige con un código político del Medioevo y cuyas prácticas, como ha señalado recientemente el Presidente de la República Oriental del Uruguay, José Mújica, pueden caer de lleno en el fascismo, la arbitrariedad y el abuso más antideportivo: ni juego limpio, ni pedagogía deportiva, ni justicia. De nuevo emerge ante el observador un paisaje social y una atmósfera cultural contradictorias.
El origen de esta contradicción está, por un lado, en ese artefacto cultural, en esa heteroestructura simbólica, que es el partido de fútbol, adoptado por miles de millones de personas como juego, que lo mismo lo practican como lo contemplan. Porque el fútbol amalgama profundos impulsos biológicos latentes en la memoria filética de la humanidad y del cerebro de cada individuo, con prácticas y significados que se aprenden en sociedad. Acaso por eso, J. Huizinga en “Homo Ludens” defendió que “el juego existió antes de toda cultura” y “que la cultura surge en forma de juego, que la cultura, al principio, se juega”. En su momento resultó revolucionario defender que “lo cultural” no comienza como juego ni se origina del juego, sino que es, per se, juego.
Pero, por otro lado, el juego (play) y los juegos (games) del multiverso sociocultural jamás se libraron de las fuerzas e intereses –políticos, económicos, religiosos, ideológicos– que quieren imponer unas reglas del juego que les permitan dominar el presente. A grandes rasgos, el deportecontemporáneo es el modelo de juego competitivo reformulado e impuesto por el capitalismo y, en pleno siglo XXI, deportes como el fútbol-FIFA se han desplegado a imagen y semejanza de un negocio (nec otium o nada de ocio). Muy pronto los promotores del football en la Inglaterra del siglo XIX comprobaron que lo mismo aplacaba y entretenía a los jóvenes estudiantes de las Public Schools como a la clase obrera de la Revolución Industrial.
Expongo todo esto para recordar que el fútbol contemporáneo lleva en sus entrañas de heteroestructura (hecha de campo, aire, rayas blancas, porterías, los movimientos del balón; las reglas y el arbitraje, las jugadas y el sistema de juego) y en la memoria filética de los jugadores (que aparece en la sicomotricidad característica o en las habilidades intransferibles que se desarrollan) el componente del agón, de la lucha competitiva, y de la fiesta, la alegría. Todo lo demás es azar y reflexión, incertidumbre e intuición, “dinámica de los impensado” (Dante Panzieri) y “deep play” (Clifford Geertz). Asumo el esquematismo de esta síntesis. Sin embargo, este artefacto cultural también fue convertido en mercancía, en un producto franquicia que, como nos recordó Fernando Carrión, ha llegado a propiciar leyes monopólicas en un Estado soberano y de creciente credibilidad mundial como Brasil. A priori, no habrá nada más patético que contemplar juntos a Dilma y Blatter, una ex guerrillera y un vividor sin escrúpulos, entregando la áurea Copa. La FIFA tiene una capacidad de corromper y parasitar insospechada y, ciertamente, como aduce Pablo Gentili, el gobierno brasileño desde la Copa Confederaciones ha demostrado una nada despreciable capacidad de negociación y credibilidad política. Las potenciales protestas que vislumbramos hace un año las apaciguaron entre ambos.
Sin embargo, el fútbol, en su multidimensionalidad, como tantos otros fenómenos analizados por las Ciencias Sociales, no se deja aprehender fácilmente. Siempre habrá factores polémicos, desde los errores arbitrales a los errores de jugadores y entrenadores, desde la mordida de Luis Suárez a la reventa especulativa de entradas, desde el penalti fallado al penalti inventado, desde la acción antideportiva al castigo antideportivo, desde las protestas sociales a los robos a hinchas y los robos de hinchas. Con todo, el problema está en que la FIFA debe democratizarse, transparentar su gestión, combatir la corrupción y mejorar las condiciones óptimas del juego. El calor y la humedad habidos en Brasil, los mundiales asignados a Rusia y Qatar (países que violan los más elementales derechos humanos sistemáticamente o invaden estados ajenos) o las prácticas monopólicas para beneficiar a las grandes marcas son nuevas evidencias de lo mal que está el negocio del fútbol.
Y los cientos de millones de aficionados al fútbol, además de ser olvidados por las Ciencias Sociales e instituciones académicas, como se queja con razón Pablo Alabarces, nos enfrentamos al nauseabundo brete de rescatar al fútbol del Mundial del pestilente albañal de la FIFA. De momento, Colombia y Costa Rica me han demostrado que vale la pena esta esquizofrenia. Y mutatis mutandi, por eso mismo le doy un voto de confianza a Dilma. Entiendo que alguien que se hizo guerrillera y se jugó la vida merece un voto de confianza; entiendo que la FIFA ha degenerado desde Havelange, que Blatter es el antifútbol y que algunos estamos condenados –si somos coherentes– a disputarle el fútbol-juego a esa caterva de fascistas, corruptos, mercaderes sin escrúpulos y tramposos empeñados en que en la FIFA prime el negocio. Después de todo, el fútbol nos ha enseñado que a veces hay partidos donde recibes patadas arteras, el árbitro se equivoca, tus compañeros parecen haberse olvidado de cómo centrar una pelota y, para colmo de males, tu hat trick no evitó la derrota y eliminación de tu equipo. Así es la vida, así es el fútbol. Entiendo a quienes protestaron, a quienes boicotean el mundial y el fútbol, a Dilma; acaso por eso entiendo que los escritos de Fernando Carrión y Pablo Gentili se complementan sin contradicción.
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