«El marxismo y la revolución bolivariana». Artículo del analista venezolano Freddy J. Melo, que analiza el proceso bolivariano en particular y la construcción del socialismo del siglo XXI en general, bajo las categorías de la tradición marxista
En la fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo y con ella la oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en su bandera: ¡De cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades!
Carlos Marx
Crítica del Programa de Gotha
1. Afincada sobre la realidad
Cada 5 de mayo la parte progresista de la humanidad celebra el nacimiento, en tierra alemana, 1818, de Carlos Enrique Marx, llamado el Prometeo de Tréveris y a quien pudiéramos denominar también el Fénix de la Revolución.
Prometeo porque, emulando al titán que desafió la ira divina y su castigo implacable para robar el fuego sagrado y entregárselo a los humanos a fin de que dejaran de ser juguetes de los dioses, afrontó la no menos implacable furia de los poderes históricos dominantes, penetró en el entramado que pretendían invulnerable y extrajo el fuego de la verdad social para entregárselo a los oprimidos y explotados, con el fin de encenderles el alma e iluminarles la conciencia.
Fénix porque, como el ave mitológica que renacía de sus cenizas, ha sido refutado y demolido decenas de veces y de cada demolición ha resurgido siempre “más robusto, más potente y más vital”. La expresión es de Lenin, su genial discípulo y continuador, quien también es un muerto que no muere. Nadie ha sido, nadie es negado tanto como Marx, pero de sus negadores apenas si quedan rastros con capacidad de historia, y de las negaciones sólo dardos mellados y fríos, que una vez y otra son reciclados y otras tantas condenados al limbo de la sinrazón.
La esencia de la obra de Marx –no la contingencia perecedera– es inexpugnable porque se encuentra afincada sobre la realidad, contrastada con la exploración del curso del desarrollo social.
El cual comienza con la posesión común de lo producido apenas a nivel de subsistencia por los entonces cuasi inermes o desvalidos conglomerados, y prosigue con el crecimiento de las fuerzas productivas hasta generar excedentes (especialmente en el curso de la “revolución neolítica”) que permiten su apropiación por personas y grupos en posiciones favorables, dando origen a la división de la sociedad en clases: unas, minoritarias, poseedoras de los bienes excedentes y de los medios para producirlos, otras, sólo de su fuerza de trabajo, capaz ahora de producir más de lo que consume y por ello también objeto forzoso de apropiación privada, es decir, de enajenación y explotación.
Las iniciales clases privilegiadas, para garantizar ese orden nuevo, organizan un aparato de violencia y lo autolegitiman, dando nacimiento al Estado y al derecho positivo; y la sociedad ahora dividida sufrirá desde entonces (hablo de manera general, obviando peculiaridades históricas) contradicciones antagónicas y luchas entre esclavistas y esclavos, señores y siervos, burgueses y proletarios, luchas que constituirán en lo sucesivo el elemento dinámico subjetivo de la historia, el cual, en correlación con el elemento objetivo –la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción o, en su expresión jurídica, relaciones de propiedad–, generará los cambios graduales y saltos cualitativos que han hecho aparecer las formaciones sociales esclavistas, feudales y capitalistas y planteado en el escenario de hoy la necesidad del socialismo.
Cuya construcción, tras ensayos, errores y fracasos y fusionando aprendizajes, dolores, corajes y esperanzas, restablecerá en un plano superior de conciencia y capacidad la unidad entre el producido del trabajo y su productor, disolviendo la enajenación y la explotación y estableciendo el reino de la justicia y la libertad, es decir, pasando “de la prehistoria a la verdadera historia del género humano”.
De este examen histórico-dialéctico surge la aprehensión de la realidad sobre la cual se afinca el análisis de Marx, realidad que él reconoce y en cuyas profundidades penetra, cuyas regularidades descubre y cuyo núcleo o meollo –la expropiación del producto excedente del trabajo o plusvalía, origen de la riqueza de los ricos y concreción de la explotación del humano por el humano– pone en evidencia genialmente. (Descubrimiento que ha llevado al paroxismo de la ira a los agentes ideológicos de la explotación, quienes lo persiguen y pretenden abolirlo aunque sea abjurando del análisis racional. Posición esta que nunca penetrará en las multitudes para anular el aliento transformador, por lo cual, si bien puede confundir a desarmados, es solo boxeo de sombra).
Marx logró una de las más acabadas interpretaciones del mundo, pero su propósito esencial no era interpretarlo, sino transformarlo. Por eso fue filósofo, economista, sociólogo, antropólogo, historiador, jurista y aun matemático, y no fue nada de eso, para desesperación de los académicos: sólo quería ser, y fue, y todo aquello lo subordinó a ese desiderátum, un revolucionario. Y en ese camino empalma con Jesucristo y Bolívar (a los tres los une el sentido histórico de sus obras) para fundir en un solo torrente de luz el horizonte de lucha de los pueblos.
Su corazón lo elevó a la cima de la generosidad humana y su cerebro a la del pensamiento revolucionario, por lo cual muchos lo significan como el más grande pensador de la historia.
¡Gloria eterna al inagotable maestro y noble amigo!
2. Combatiente de la libertad
Dicen algunos: “Soy un socialista democrático, rechazo la dictadura del proletariado y cualquier otra dictadura”. También el presidente Chávez señaló en torno a tal cuestión una importante diferencia suya con Marx.
Con el mayor respeto hacia esos camaradas, especialmente hacia la profunda inteligencia probada del inmortal Presidente –quien sin duda no le dedicó suficiente atención a ese punto–, la acusación implícita a Marx de ser partidario de la dictadura es radicalmente errónea. Marx es por sobre todas las cosas un teórico y un combatiente de la libertad, el que más claro ha alumbrado el camino hacia ella; su pugna es por la liberación de toda la humanidad, sobre la base de la desalienación del trabajo, pues el trabajo alienado es la negación de la libertad: “el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos”, nos dice en el Manifiesto. Es decir, Marx es un demócrata esencial, y más que eso aún, pues su pensamiento trasciende la democracia.
¿Dictadura del proletariado? Marx no la inventa: él en su análisis de la historia percibe que el Estado nace, a partir del surgimiento de la propiedad privada sobre los medios de producción, como aparato de violencia organizada para garantizar el dominio de los poseedores sobre los desposeídos, aunque bajo el disfraz de sostenedor del interés general. Al examinar este hecho, Marx usó en calidad de categoría sociológica la noción “dictadura de clase” para designarlo: así, en sucesión histórica (y visto de manera general), el Estado esclavista fue la dictadura de clase de los dueños de esclavos y el Estado feudal la dictadura de clase de los señores feudales, en tanto que el Estado burgués o capitalista es la dictadura de clase de la burguesía: siempre la hegemonía de una minoría explotadora sobre una mayoría explotada.
Este análisis –junto con el de las experiencias de las revoluciones europeas de 1848-1850 y especialmente la de la Comuna de París, 1871– llevó a Marx a la famosa conclusión de que el órgano estatal que surgiría como reemplazo revolucionario del burgués, y que por vez primera en la historia sería mayoritario, vendría a ser la expresión hegemónica de los explotados, la “dictadura del proletariado”, forma la más democrática posible de Estado y a la que correspondería cumplir un proceso de transición. Ese Estado sería el órgano de fuerza política organizada del período de transición de la sociedad capitalista a la comunista, período durante el cual se debería realizar la desalienación del trabajo. El proletariado, al liberar el trabajo del carácter alienante de la explotación y por ende liberarse a sí mismo, liberaría también a todos los seres humanos, hasta llegar a la extinción de la división en clases y del propio Estado y al autogobierno de la sociedad.
El análisis marxista pone así mismo en evidencia que el Estado se expresa políticamente en formas cambiantes de gobierno: si bien es siempre una dictadura de clase, es decir, representa y resguarda fundamentalmente los intereses de un sector social dominante, las formas de gobierno con las cuales ejerce su acción política pueden ser “democráticas” en grado variable (y siempre clasistamente limitadas), o “dictatoriales” en grado variable, según las relaciones de fuerza y las condiciones históricas. El término “dictadura” en este sentido es el que comúnmente se maneja y ha creado la confusión por la cual se identifica la dictadura del proletariado con una vulgar dictadura de gobierno, confusión en la que coincidieron los teóricos burgueses, por lógicos intereses de clase, y los estalinistas, por interés de la deformación dictatorial-personalista y partidista-burocrática que al final fue factor fundamental del derrumbe de la Unión Soviética. Marx no tiene la culpa de las aberraciones ocurridas en su nombre.
3. El salvaje capitalismo
El capitalismo o formación social basada en el trabajo asalariado y la producción de mercancías ha creado la desigualdad mayor entre los seres humanos.
Es un sistema en el que una insignificante minoría es dueña de la mitad de los bienes del planeta y pretende el control absoluto de todos sus recursos; un sistema cuya condición de existencia es la acumulación de la riqueza –en radical contraposición con las necesidades de la gente– mediante el mecanismo infame de la apropiación privada de lo socialmente producido; un sistema que organiza todos los aspectos de la vida, desde la cuna y a través del entramado de las instituciones, en función de dominar y de reproducir la dominación, de alienar al ser humano hasta el grado de que considere como normal y éticamente válida esa apropiación privada del producto social y se haya transformado de ser social natural en ser individualista (“mónada aislada y replegada en sí misma”, dice Marx en Sobre la cuestión judía); un sistema que ha generado o desarrollado multitud de discriminaciones, de género, de clase, étnicas, culturales, nacionales y otras, e inmerso en miseria y exclusión social a grandes porciones de población (en Venezuela, por ejemplo, a 17 de 24 millones de personas antes del inicio del proceso bolivariano); que es un criadero de corrupción, burocratismo, falsedad y toda suerte de arbitrariedades y delitos, así como de impunidad para los privilegiados; que produce imperialismo, colonialismo y guerra, es decir, avasallamiento, genocidio, terror, bandidaje, ruina y saqueo de recursos materiales y patrimonios históricos; que causa destrucción de la naturaleza en medida tal, que hoy se encuentra amenazada la supervivencia de la especie humana y aun de toda forma de vida en la Tierra.
No se trata en este último caso de una afirmación alarmista. Los científicos más connotados del mundo no cesan de llamar la atención sobre el peligro, que a cada paso muestra trágicas advertencias, y entre nosotros los presidentes Chávez y Maduro han adoptado el planteamiento y puesto en él toda su carga de pasión, responsabilidad y liderazgo.
Y es preciso tener claro que quienes más contribuyen a crear las condiciones del desastre, en desconsiderada desproporción con respecto a los demás países del planeta –quiénes sino los imperialistas estadounidenses–, se niegan a firmar el Protocolo de Kyoto, que busca la defensa del entorno vital.
El capitalismo, en fin, en su actual gradación de imperialismo exacerbado y decadencia estratégica, ejerce una dictadura global que políticamente se manifiesta en su dominio de los aparatos estatales y de sus gobiernos falsamente independientes, los cuales indefectiblemente tienen carácter de clase, se subordinan a intereses imperiales y son, o bien abiertamente terroristas, o bien exponentes de diversas fachadas de democracia formal, una democracia que concede derechos de papel que la inmensa mayoría de explotados y oprimidos no pueden convertir en realidad, y que muchas veces es tan criminal como las dictaduras abiertas (v. gr. la “democracia” puntofijista).
El presidente Chávez, al formular sus primeros planteamientos revolucionarios relativos a las reivindicaciones populares y nacionales, apuntó fundamentalmente hacia el latifundio y el “capitalismo salvaje” y exploró las posibilidades de una “tercera vía”. La tremenda experiencia de dirigir este proceso, el rápido surgimiento de una contrarrevolución que fue precisando el enemigo nacional y de clase, y las serias dificultades que confrontaban los programas ante una “sociedad civil” en pie de guerra y un Estado inficionado de remanentes del pasado, así como los consistentes avances populares en unidad, organización y conciencia, llevaron al Presidente a reformular sus planteamientos con la audacia y lucidez que lo caracterizaron. De ese modo presentó la definición del carácter antimperialista de la revolución, y cuando comprobó que las aspiraciones esenciales no pueden lograrse en el capitalismo, proclamó el socialismo como objetivo revolucionario de largo aliento.
Efectivamente –es la conclusión que con todo rigor se desprende– no se trata del “capitalismo salvaje”, sino del salvaje capitalismo: porque el cognomento de “salvaje” debe identificar con exactitud al capitalismo como un todo y no sólo a una forma o modalidad de él.
4. El reino de la libertad
El socialismo proclamado por el proceso bolivariano fue nominado por el presidente Chávez como “del siglo XXI”, lo cual implica la fidelidad a todo cuanto es válido del pasado y la inclusión de todo lo nuevo pertinente.
Podemos imaginarlo –de manera general y con visión global, no nacional– como un sistema social que, recogiendo creadoramente las experiencias de las luchas propias y universales de todos los tiempos y las de los experimentos socialistas que han existido y existen; asumiendo así mismo las ideas de redención humana forjadas a lo largo de esas luchas y enriqueciéndolas con los nuevos hallazgos, y buscando templar el carácter y la voluntad de sus constructores en el ejemplo e impronta de los grandes maestros y conductores de pueblos, será la concreción en nuestra época de la forma de sociedad que negará y superará dialécticamente al capitalismo y permitirá dar el salto “del reino de la necesidad al reino de la libertad”, anhelo universal de los oprimidos.
Las aspiraciones de justicia social, felicidad y dignidad vienen del remoto pasado y constituyen una inmensa deuda histórica acumulada. Las luchas de los oprimidos en todas las sociedades de clases arrojaron algunas consignas inmortales, que han atravesado las paredes del tiempo. Por ejemplo, “amaos los unos a los otros”, “libertad, igualdad, fraternidad”, “la mayor suma de seguridad social y felicidad posible”, “patria es humanidad”, “todos los pueblos del mundo son hermanos”, entre muchos otros, son reclamos que no pudieron ni pueden ser satisfechos en ninguna sociedad basada en la explotación del humano por el humano. Como tampoco pueden serlo a plenitud las necesidades de soberanía e independencia, ni las de erradicación de la pobreza, el hambre y la exclusión social. Siempre los libertadores de todas las épocas y sus pueblos, en cuanto al logro de sus sueños más hondos, se estrellaron contra el muro de los poderes dominantes. Pero todas esas aspiraciones constituyen reto y compromiso para la futura sociedad socialista y solo en ella podrán cristalizar. Pues el socialismo, como dejó dicho el presidente Chávez, “es el camino del amor”.
El socialismo debe desarrollar una sólida base material asentada en la propiedad social de los principales medios de producción, y tiene que crear mecanismos para evitar que una capa burocrática o tecnoburocrática despoje al pueblo y recree una nueva forma de explotación. Mecanismos que sólo el propio pueblo, constituido en poder social, político y estatal, puede diseñar, dirigir y orientar hacia la realización y liberación de los seres humanos en el trabajo.
La economía socialista, que debe desenvolverse a través de las empresas estratégicas y otras importantes estatalmente gerenciadas y bajo el control de los obreros y el pueblo, o autogestionadas con asistencia estatal (mientras exista un Estado transicional), así como de las asociaciones cooperativas mancomunadas y, si así lo determina la práctica, de otras formas de trabajo productivo popular, tiene que estar subordinada a las necesidades reales de la población y debe organizar la remuneración según el trabajo (pero con visión social) y, en una avanzada etapa, cuando ello sea posible, según las necesidades de cada quien.
Al socialismo corresponde fundamentalmente crear una civilización y una cultura nuevas, en las cuales la libertad y la democracia existan por vez primera para la totalidad de la gente.
Sin democracia y libertad no hay socialismo pleno, sin socialismo no hay libertad ni democracia plenas, pues esas categorías son partes interdependientes de un todo: la sociedad unificada en humanidad, convertida en asociación de iguales altamente responsables, conscientes y solidarios.
Las formas de libertad y democracia que han existido históricamente fueron siempre limitadas y de clase, y las formas de socialismo que hemos conocido no pudieron o no han podido alcanzar la plenitud precisamente por sus limitaciones (aunque estas obedezcan a razones históricas objetivas) en materia de democracia y libertad. Hablamos, por supuesto, de una democracia real, participativa, protagónica y solidaria, revolucionaria; y de una libertad que vaya naciendo de la progresiva extinción del dominio de clase: libertad y democracia capaces de desencadenar todas las potencias individuales y colectivas, mediante la desalienación del trabajo, para asegurar el desarrollo integral de las personas en un mundo armonioso y fraterno.
El carácter humanizador del socialismo es visible también examinando la esfera de la acción ideológica.
El rasgo esencial de la ideología que, en interés del bloque histórico de poder, predomina como falsa conciencia sobre el conjunto de la sociedad (falsificación que viene estructurándose desde la división en clases y alcanza bajo la égida del capitalismo imperialista su mayor expresión) es la ruptura psicológica que cercena la condición social del ser humano y realza el individualismo, dando a las manifestaciones egoístas la primacía de la personalidad. Es el hombre lobo para el hombre, la negación de la fraternidad natural posible, del amor en términos cristianos, de la humanidad como verdad existencial.
Pero, no obstante, del fondo de la unidad original, de la comunidad primitiva, persisten rasgos concienciales genuinos que han alimentado el reclamo de los dominados (oprimidos y explotados) en el transcurso de las luchas de clases, hasta configurar en nuestro tiempo la reivindicación de la vuelta a la unificación de la sociedad y de la conciencia que le corresponde, ahora sobre el plano superior de todo lo creado y aprendido, con capacidad para eliminar las condiciones que propiciaron la ruptura y garantizar el derecho general a la felicidad. Esa reivindicación configurada es el socialismo. Así, la lucha ideológica planteada busca restablecer la conciencia social, que significa amor, justicia, humanidad, en lugar del egoísmo y las formas de explotación, opresión e inhumanidad que de él se derivan.
5. El socialismo del siglo XX
Expondré mi opinión sobre el tema con la visión de dos experiencias fundamentales, la Gran Revolución Socialista de Octubre y la Revolución Cubana, aquella por ser la más característica y esta por su cercanía geográfica e histórica.
5.1. La Revolución de Octubre
La gran Revolución Socialista de Octubre de 1917 en Rusia, uno de los más formidables acontecimientos de la historia, amasado en esperanza, coraje, ira, generosidad, fuerza de pueblo y puesta masiva de la vida en la determinación de transformar las relaciones entre los seres humanos, instaura, a cuarenta y seis años de la Comuna de París, treinta y cuatro de la muerte de Marx y veintidós de la de Engels, una experiencia de construcción de socialismo que cubriría la centuria.
En el país más extenso del planeta (habitado por muchedumbres que ya no podían soportar la opresión multisecular sintetizada hasta hacía poco en el “soberano” padrecito zar, ni la doble explotación de su trabajo en las tierras y las fábricas, ni la carnicería en que los poderes imperialistas habían convertido Europa buscando un nuevo reparto colonial) se fundieron en un solo nudo la revolución proletaria contra la burguesía, la revolución campesina contra los terratenientes, la revuelta de los soldados contra la guerra –primera caracterizada como “mundial”, 1GM– y la decisión mayoritaria de crear un nuevo tipo de poder. Diez días que estremecieron al mundo (como testimonió el gran periodista norteamericano John Reed, reportero de dos revoluciones, la primera México Insurgente), iniciaron una conmoción que signó con fuego el siglo XX y partió en dos la geografía, el acontecer histórico y la concepción de la sociedad y de la vida.
En febrero de 1917 fue derrocado el zar y se abrió cauce a la revolución liberal burguesa contra un orden en el que el feudalismo primaba sobre el capitalismo. Pero el gobierno provisional, encabezado primero por el príncipe Lvov y luego por Alexander Kerensky, desatendió los problemas de la tierra y el trabajo y prosiguió la guerra imperialista. Y a partir de abril, cuando el exiliado Vladimir Uliánov, con nombre de batalla Lenin, retornó a ponerse al frente de su pequeño partido obrero, se desencadenó una lucha de ideas y combates sociales que fue trasvasando el apoyo de las mayorías, de las organizaciones pequeñoburguesas y burguesas a la dirigida por el líder bolchevique. Este demostró ser un jefe político genial, maestro de la estrategia y de la táctica, del desarrollo teórico cimentado en el socialismo científico de Marx y Engels y del “análisis concreto de la situación concreta”.
Siete meses después, el 25 de octubre por el viejo calendario juliano que hasta esos días rigió en Rusia, 7 de noviembre por el nuevo, llamado gregoriano, de vigencia universal, la insurrección encabezada por los soviets (consejos) de obreros, soldados y campesinos derribó el gobierno de Kerensky, y Lenin anunció desde el Palacio de Invierno en Petrogrado (antes y ahora San Petersburgo): “ha comenzado la construcción de la sociedad socialista”. Sus dos primeros decretos fueron, el de la paz, para traer de vuelta a los soldados, y el de la tierra, para reivindicar a los trabajadores del campo, y luego la supresión de la propiedad privada sobre los medios de producción y su transformación en propiedad social estatalmente dirigida.
El país logró salir de la 1GM sólo para verse envuelto en la vorágine de la guerra civil, desatada por las fuerzas leales al zarismo –encuadradas en el llamado “ejército blanco”–, encabezada por los generales Kolchak y Denikin y apoyada por las potencias occidentales.
Tras el fracaso de esa tentativa, catorce ejércitos burgueses intentaron “matar la criatura en la cuna” (Churchill) y no lo consiguieron; tampoco pudo hacerlo la hambruna, provocada en gran parte por la acción de expropietarios y campesinos ricos (kulaks), ni la posterior arremetida (a partir de junio de 1941y patrocinada por las “democracias”), de la maquinaria bélica más temida de la época, la de la Alemania nazi, de cuyos sombríos propósitos el pueblo soviético y su acerado Ejército Rojo salvaron al mundo.
Pudo hacerlo, sí, la inconsecuencia interior. Lo que bajo la dirección de Lenin fue democracia máxima relativa, con el pueblo en la calle y discusión ilimitada, con un Gobierno de obreros y campesinos que por vez primera creaban un Estado de la mayoría, en el cual la dictadura de clase que todo órgano estatal representa per se dejaba de serlo de la minoría, tras la desaparición del maestro (21/1/1924) y el ascenso de un grupo encabezado por José Stalin –a quien Lenin desaprobaba para el ejercicio de la jefatura–, se convirtió progresivamente en un régimen de burocracia pervertida, en el que los gerentes supeditaron a los trabajadores y los agentes de gobierno a los ciudadanos.
Tal desviación se amparaba en la necesidad de defensa contra la hostilidad a muerte de los poderes mundiales y en el capitalismo de Estado creado y concebido por Lenin como necesario y transitorio bajo control proletario; y derivaba de mentalidades que no confiaban en las multitudes y se fueron reduciendo a círculos cada vez más estrechos, que confiscaban el poder colectivo en la misma medida en que diluían su perfil de revolucionarios. La democracia revolucionaria, sin la cual no es posible ni imaginable construir socialismo, fue perdiendo su esencia y abriendo paso a la creciente expresión absolutista de un aparato burocrático parasitario, devenido en nuevo tipo de clase dominante, que adulteró la perspectiva socialista y restringió a Marx y Lenin a la condición de banderas de saludo. Se pretendió engañar al pueblo usando la misma suerte de mecanismos con que la burguesía viene alienando al mundo. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), nombre oficial del gran Estado multinacional, se fue convirtiendo en una especie de Jano, el dios de las dos caras: hacia el exterior, emoción y perspectiva; hacia dentro, desilusión.
La degeneración de la democracia del experimento soviético, que en sus últimas décadas fue denominado “socialismo real” para pretender justificarlo, condujo al doloroso fracaso del “modelo”, doloroso porque a lo largo de su existencia había creado un vasto sistema de países llamado “campo socialista” y levantado las esperanzas de la inmensa masa planetaria de explotados. Todo eso se derrumbó y el capitalismo lo celebró como su victoria para siempre y el final de la historia.
El daño inferido a los obreros y los pueblos de la exURSS y del mundo por la camarilla responsable de esa tragedia histórica es incalculable, pues significó la perplejidad y pérdida de fe de millones de personas; la claudicación de muchos antiguos revolucionarios de piel; el afianzamiento del salvajismo de la explotación capitalista, con la consiguiente desaparición de reivindicaciones y conquistas del trabajo, y, sobre todo, el retraso en el avance hacia una sociedad justa y humana, libre de opresión y explotación.
El jefe de esa camarilla, pese a sus relevantes méritos como conductor en la guerra contra el nazifascismo y por los servicios prestados bajo la dirección de Lenin, deja su nombre (“estalinismo”) tristemente unido para siempre al “modelo” degenerado que produjo la frustración de tantos sueños. Quienes levantan hoy de nuevo las invencibles banderas socialistas, marchan por las “grandes alamedas” luminosas de la democracia revolucionaria.
Pero el reto al capitalismo que la URSS encarnó durante siete décadas largas deja enseñanzas de universal validez, tanto en sus monumentales errores como en sus incuestionables logros y en el legado conceptual de sus más preclaros exponentes, Lenin en primer lugar. Porque la gran Revolución de Octubre puso a temblar al capital, probó que este puede ser vencido, le arrancó para los explotados concesiones de temor, creó desde el atraso feudal un poderosísimo país y nos dejó el sabor de la esperanza a todos quienes tenemos hambre y sed de justicia.
5. 2. La Revolución Cubana
Veremos aquí, por una parte, una visión sintética de la epopeya que ha cumplido la Isla de Fidel y Martí, y por otra, una muestra de los problemas con que lucha hoy en día a punta de conciencia y voluntad.
5.2.1. La gran hazaña
La Revolución Cubana es una hazaña de pueblo que sacudió al mundo con una fuerza aparentemente desproporcionada, pues surgió en el medio del Caribe, en un territorio alargado y estrecho de menos de 115.000 km2 y con una población inferior a los diez millones de habitantes. Fue un acontecimiento político, social, militar, económico, cultural y moral. Esta última dimensión, la moral, es quizá la que sustenta con mayor vigor el perdurable impacto del hecho revolucionario, y deriva de que, habiendo sido Cuba el último país en romper las cadenas del coloniaje español, fue el primero en sacudirse las del imperialismo yanqui y ha sabido resistir indoblegable su continuada y multiforme agresión.
Luego de tres guerras en las cuales los mambises y sus líderes (resaltantes Céspedes, Maceo, Gómez y el impar Martí) alcanzaron la gloria heroica, Cuba se sacudió el yugo colonial, aunque la intervención yanqui para una “ayuda” no solicitada cuando el triunfo patriota era ya ineludible, se lo arrebató y cambió las cadenas españolas por las del nuevo imperio de habla inglesa. La ocupación por este sería directa hasta 1902, cuando los marines hicieron entrega formal del gobierno, pero se marcharon dejando un enclave en Guantánamo, insertando en la constitución un apéndice que autorizaba a los EE.UU. para intervenir a voluntad y asegurando a los consorcios norteños el control casi absoluto de la economía. El apéndice –la llamada “Enmienda Platt”– fue derogado en 1934, tras la caída del dictador Gerardo Machado, mas las otras coyundas persistieron y hoy todavía Guantánamo es una herida sangrante en el corazón de los cubanos (y ahora, además, convertido en campo de atrocidades represivas).
De 1902 a 1958 los gobiernos “cubanos” fueron desvergonzados gestores de los intereses gringos, buscando asegurar el máximo de beneficio para los negocios. Las mejores tierras, la industria azucarera básica, minería, ganadería, banca, electricidad, teléfonos, servicios, mercado de alimentos y combustibles, todo se hallaba en manos de unas trescientas compañías estadounidenses. Las empresas de capital cubano se veían en serias dificultades, la vida cultural y la educación estaban atrozmente mediatizadas y el país había sido transformado en centro de prostitución y juego para los turistas del dólar.
Contra tales gobiernos antinacionales luchó el pueblo sostenidamente, siempre traicionado por los dirigentes y partidos de la seudorrepública neocolonial, salvo por los comunistas y demás sectores y personalidades martianos, que sembraban ideas y buscaban abrir caminos, pero no conseguían romper el cerco mediático y las barreras culturales que el bloque de poder dominante les había levantado alrededor.
Fue necesaria una cuarta guerra de liberación, la cual estalló con la operación del Moncada el 26 de julio de 1953, que galvanizó las multitudes y las unió en torno a un líder, una visión de país y un programa; plantó pie tras el desembarco del “Granma” en diciembre de 1956; forjó en las montañas un ejército de obreros, campesinos, estudiantes, intelectuales y otros sectores; avanzó en columnas audaces hacia las principales ciudades, y culminó con la huelga general que el 1° de enero de 1959 completó la victoria de los rebeldes para volver trizas la tiranía y el andamiaje del poder estadounidense en Cuba. Esa victoria, labrada por una constelación de revolucionarios encabezados por el hacedor de leyenda Fidel Castro Ruz, fue también el comienzo del fin, hoy por hoy en proceso, de la dominación imperialista en Nuestra América.
Lo que la gran Antilla ha hecho desde entonces es tal vez más difícil que el éxito guerrillero. Encarando la ira del imperio (que prohijó una invasión barrida en setenta y dos horas, desconoce la probada voluntad popular sin la cual no pudiera subsistir la revolución y opera una panoplia de guerra económica, campaña de descrédito y sabotaje), gobierno y pueblo han construido y construyen una sociedad basada en soberanía, dignidad y justicia. Pobre en recursos naturales, pero opulenta en voluntad de servicio, espíritu solidario y capacidad de trabajo y estudio, la Isla ha dado saltos que la colocan a la cabeza del continente –y en algunos aspectos, del mundo– en la solución de las necesidades esenciales.
Alfabetización total; altas cotas en educación; sistema de salud de primer orden y seguridad social integral para todos; avance sostenido en alimentación, vivienda, ciencia básica y aplicada, cultura, arte y deporte; empleo masivo; giro de los índices de sobrevivencia infantil y expectativa de vida hacia las cimas mundiales; superación del modelo monoproductor, rumbo a una sociedad del conocimiento, y otros logros obtenidos gracias a la participación del pueblo organizado y con elevado nivel de conciencia política, constituyen la hoja de servicios de la Revolución Cubana. Ninguna otra gestión de gobierno en América, acaso en ninguna otra latitud, puede mostrar resultados similares en sólo cinco décadas, bajo fuego enemigo y afrontando catástrofes meteorológicas (Nuestro proceso bolivariano está demostrando también que la marcha con pasos de siete leguas sólo es posible para los pueblos en revolución).
¿Semejante desempeño es conocido por los preteridos del mundo? Sólo de manera muy fragmentaria. La propaganda anticubana de medio siglo se ha encargado de que así sea. Pero el pueblo de Venezuela, que vive en carne propia la conspiración mediática y sabe cómo se miente, calumnia, desinforma, oculta, tergiversa y deforma la verdad en relación con la Revolución Bolivariana, puede ahora darse cuenta –y sin duda ello viene ocurriendo– de que eso mismo, década tras década, se ha hecho y se sigue haciendo contra Cuba. Así como se satanizó al presidente Chávez, hoy al presidente Maduro, y siempre al proceso por ellos dirigido, así también a Fidel Castro, su patria y su revolución. Esta verdad hoy evidenciada debe constituir para nosotros una regla de oro.
5.2.2. La batalla de las ideas
El comandante Fidel Castro, en su famoso discurso de noviembre de 2005 en la Universidad de La Habana, dijo al mundo, y se lo ratificó después al comandante Hugo Chávez, que el mayor error de su vida fue haber creído que alguien sabía cómo construir el socialismo. En labios de la persona viviente tal vez más autorizada para tratar ese tema, la frase tiene una importancia que no se puede medir. Significa que debemos acercarnos al estudio de la cuestión con la mayor humildad, sin desplantes de “nos las sabemos todas”, sin arrogancias, autosuficiencias, ni pretensiones de dispensadores de recetas; significa el reconocimiento honrado, por uno de los grandes revolucionarios de la historia, de los inmensos tropiezos, errores, fallas y frustraciones sufridos en el proceso de construcción del socialismo, y de que, no obstante los indudables logros, los resultados, o bien fueron el fracaso terrible, o bien no son cabalmente satisfactorios y obligan a seguir tanteando y explorando los caminos.
Claro, en el fondo, la expresión de Fidel contiene una reprobación rigurosa al sectarismo, una búsqueda de sindéresis para que el manejo de los lineamientos teóricos y las enseñanzas históricas se realice con sentido crítico y autocrítico y voluntad de “creación heroica”.
Dicha expresión, sin embargo, explica por qué la Revolución Cubana, tan cara a nuestro corazón y al corazón de los pueblos del mundo, está hoy envuelta en una “batalla de ideas”. Un testimonio de esto lo da un artículo que no tiene desperdicio, publicado en Le Monde diplomatique (año V, n° 55, abril 2007, edición colombiana) por Aurelio Alonso, director de Casa de las Américas. Me permitiré destacar algunas de sus afirmaciones medulares, y perdónese lo prolongado de las citas, pues tienen más peso y sustancia que cuanto yo pueda decir y nos ayudarán a ver mejor (citas textuales, en letra menor; subrayadas en bastardillas y expresiones sintetizadoras en letra mayor, mías).
Cualquier proceso que se defina hoy como socialista sólo puede ser concebido como una transición, ya se transite desde una sociedad dominada por el mercado (con la que hay que romper), o desde una sociedad en que la centralización estatal de las decisiones y de la economía se haya convertido en principio rector con carácter absoluto (de cuyos excesos se quiera salir) (…) Las transiciones suponen definir desde dónde y hacia dónde se transita. Ante esta complejidad que informa la connotación del concepto, y tras experiencias socialistas tan cargadas de reveses, todos somos aprendices (…) Lo que en el socialismo del pasado siglo fue atribuido al fantasma de Stalin, como perpetuación de un estilo, debiera identificarse mejor en la mediocridad que les impidió a sus seguidores corregir los defectos estructurales del sistema (…) En Cuba es una transición desde la transición, porque ha sido un escenario ininterrumpido de cambios (…) Lo logrado: Resistir (palabra clave para una ideología afincada en la soberanía), dar seguridades de subsistencia a la población, formar un sólido capital humano, practicar una solidaridad sistemática y masiva con otros pueblos. Y por encima de todo, ese valor, en apariencia intangible, de la dignidad de no dejarse someter por la fuerza del aparato imperial (…) En el caso cubano, el éxito o el fracaso en este medio siglo no pueden ser medidos (sic) por la consolidación del desarrollo económico. Ni siquiera la superación de la pobreza de la cual a menudo presumimos, que en rigor ha sido superación de desamparo (…) la economía de los primeros tiempos está repleta de desaciertos y reveses (…) la que se desarrolló bajo el CAME (la dependencia soviética) padeció menos reveses, u otros distintos, pero tal vez desaciertos mayores (…) por los defectos del modelo, la pérdida de ingenio implícita y otras deformaciones (…) Después del derrumbe del sistema soviético se abre en Cuba (…) un segundo proceso, que pudiera calificarse de transición del modelo socialista frustrado hacia la búsqueda de un socialismo viable. Con lo cual subrayamos que la necesidad de reinventar el socialismo del Siglo XXI, a la cual se ha referido Hugo Chávez con reiteración, es un propósito tan válido para los cubanos como para quienes tratan de emprender el camino desde otros contextos económicos, políticos y sociales (…) Pero la otra cara de la verdad es que no basta que el proletariado tome el poder ni que la burguesía sea expropiada ni que se derogue la legalidad del ancien régime ni que se barra con sus instituciones y se desechen sus fundamentos ideológicos. El dato clave es, a nuestro juicio, que reinventar el socialismo supone parejamente reinventar la democracia, y viceversa, y este es un paquete completo en la agenda del siglo XXI. Dentro del abanico de problemas de la sociedad cubana, para la transición, están: la estructura más propicia para la economía socialista (problema no resuelto), la estrategia de recuperación ambiental condicionante de las políticas económicas, ingresos más equitativos, superar déficit de nutrición y vivienda, confrontar la corrupción y las anomias sociales, abrir canales de participación efectiva popular en las decisiones, redefinición del papel del Estado y del Partido en la gestión y dirección política del país.
Por su parte Fidel, en el mencionado discurso, señala:
Nosotros debemos tener el valor de reconocer nuestros propios errores precisamente por eso, porque únicamente así se alcanza el objetivo que se pretende alcanzar. Pues sí, se creó tremendo vicio de abuso de poder, de crueldad, y en especial el hábito de imponer la autoridad de un país, de un partido hegemónico, a los demás países y partidos.
5.3. Una conclusión inevitable
Sin duda muchos teóricos militantes han manejado el escalpelo crítico y planteado estos problemas desde dentro y desde fuera de experiencias revolucionarias, antes, durante y después del derrumbe de la URSS y el “socialismo real”. Pero sus planteamientos –por ejemplo, Rosa Luxemburgo: “La misión histórica del proletariado (…) es crear en lugar de una democracia burguesa una democracia socialista”–, se dieron en condición de confrontaciones muy severas entre actores de mucha autoridad y con difíciles posibilidades de contrastación con la realidad. La implosión de la URSS vino a ser para muchos la confirmación de las previsiones que al respecto se realizaron y el descubrimiento de otros rasgos negativos de carácter estructural, con lo que el reexamen total del modelo soviético y la exploración de nuevas vías se convirtió en una necesidad.
No obstante, para otros revolucionarios lo que ocurrió no fue el fracaso del modelo, sino la degradación de la conciencia y el compromiso en los círculos dirigentes, lo cual facilitó la penetración del enemigo imperialista y condujo al naufragio.
Si recordamos la grandiosidad de la Revolución de Octubre, las páginas heroicas como pocas que escribieron los obreros, campesinos y soldados defendiendo el poder soviético de la invasión de catorce ejércitos burgueses de Europa, el aporte decisivo y con la más generosa dación de sangre y sacrificio para salvar del nazi-fascismo al mundo, la epopeya de trabajo y construcción que significó edificar desde el cuasi feudalismo a la poderosa Unión de Repúblicas que rivalizó con las arrogantes potencias imperiales, todo ello testimonio de la más fervorosa adhesión a una causa, una idea y una esperanza, si recordamos eso, no es posible concebir que si hubiese cristalizado en el gran objetivo planteado, es decir, en el socialismo, hubiera podido derrumbarse sin que el pueblo capaz de aquellas heroicidades se levantara para impedirlo. No habría habido traiciones ni poder terreno con capacidad para lograrlo.
Si vemos, además, cómo la China Popular, aunque ha desarrollado en flecha las fuerzas productivas y camina hacia convertirse en la primera potencia de la Tierra (a lo cual tiene derecho por ser el país más poblado del mundo), y aunque es dirigida por una organización que sigue proclamando su credo comunista, presenta después de casi seis décadas un rostro fuertemente marcado de capitalismo (aducen que están creando la base material y se fían al futuro: ¿una apuesta?).
Si examinamos los otros países que han luchado por una sociedad socialista con las más grandes demostraciones de consecuencia y entrega y tampoco pueden presentar cuentas muy avanzadas.
Si volvemos al análisis crítico y autocrítico de la Revolución Cubana que hemos antecitado y lo consideramos en todo el valor testimonial que encierra.
Si sopesamos todo eso, creo que la conclusión no puede ser otra sino la de que el modelo de socialismo ensayado durante el siglo XX no conduce con propiedad (o no lo asegura) al objetivo que los explotados y oprimidos del mundo se proponen y que corresponde a los intereses de toda la humanidad.
6. El socialismo del siglo XXI
Para avanzar hacia el socialismo, no obstante, partimos de un piso firme. En primer lugar, tenemos la conciencia y la vivencia del enemigo, el sistema capitalista explotador, que no puede existir sin apoderarse de los frutos excedentes del trabajo y convertir a quienes lo realizan en sujetos ajenos a sí mismos; que oprime a las personas sometidas a explotación con el peso de sus instituciones sociales, educacionales, culturales, religiosas, comunicacionales, etc., y con sus gobiernos semidemocráticos, seudodemocráticos o abiertamente represivos; que en su actual fase imperialista exacerba su condición inhumana, agrediendo pueblos y naciones para robarles sus recursos y tratando a la Tierra como algo exterior o extrínseco, poniendo en peligro la permanencia de la vida en ella. Con lo cual el imperialismo se constituye en el enemigo fundamental de los trabajadores, de los pueblos, de las naciones, del género humano en su conjunto y de todos los seres vivientes.
En segundo lugar, poseemos la noción de la sociedad que debe sustituir a esta de explotación, el socialismo, cuyo desarrollo perspectivo resume las aspiraciones recónditas de las masas desposeídas y sojuzgadas de todos los tiempos y países y refleja la memoria de cuando la especie humana vivía en condiciones de igualdad, aunque primitivas. A partir de esa memoria se ha venido enriqueciendo con los aportes de las luchas populares, hasta constituir hoy un complejo de sentimientos, aspiraciones, intereses y hallazgos teóricos, metodológicos y políticos fraguados al calor de los combates, con triunfos y derrotas históricos pero con la invulnerabilidad de lo que es justo: el derecho del ser humano despojado a recuperar la igualdad, pero ahora en condiciones superiores de capacidad y sabiduría.
En tercer lugar, contamos con la adhesión mayoritaria de un pueblo dueño de una tradición de luchas heroicas, signado con impronta de libertadores, que ha dado saltos de conciencia en el transcurso del proceso bolivariano y hoy está listo para acometer el desafío de sacudirse, junto con la coyunda imperialista, la explotación que sufre su fuerza de trabajo; contamos con el legado de un líder firme, lúcido y creativo, que fue el catalizador de esos saltos de conciencia y nos enseñó a no apartar la vista del rumbo estratégico; contamos asimismo con la fuerza potenciada de la unidad civil-militar y con un movimiento revolucionario cuyas fortalezas son superiores a sus debilidades (frente a las cuales hay ojos alertas ), e igualmente con buena parte de la base económica necesaria para la transformación. Todo lo cual evidencia la profundidad social y la raíz nacional de nuestro proceso liberador.
Como sabemos, los pueblos, con la clase obrera a la vanguardia en la época del capitalismo maduro, han hecho varios intentos de “asalto al cielo”, empezando en el siglo XIX con la Comuna de París, efímero triunfo proletario que sirvió para demostrar la posibilidad de un poder nuevo no regido por la burguesía y que dio a Marx y Engels algunos elementos esenciales para el desarrollo de su concepción revolucionaria del mundo.
En el siglo XX, plena hegemonía del imperialismo, se produjeron las formidables revoluciones que estremecieron el sistema de dominación. El gran líder de la revolución rusa, Vladimir Lenin, marcó su impronta manejando creadoramente el marxismo y convirtiéndose en referente esencial de los otros procesos revolucionarios. Pero los desarrollos que se dieron culminaron, bien en fracasos estruendosos, bien en resultados no satisfactorios, tal como se ha visto arriba y como hemos tenido que padecer en el corazón y en la conciencia, al presenciar los derrumbes, los pueblos que fiaron sus esperanzas en esos desarrollos y quienes en alguna medida habíamos participado en las luchas populares. Esos fracasos, no obstante, estaban impregnados de sustancia humana en tal magnitud, que siempre dejaron logros históricos y legaron enseñanzas invalorables.
¿En dónde está la raíz de los fracasos y las insuficiencias? Todo indica que en la cuestión de la democracia, como lo han señalado tantos combatientes y pensadores revolucionarios, como lo plantea a modo de conclusión Aurelio Alonso en su análisis del proceso cubano. Lo repito: “el dato clave es, a nuestro juicio, que reinventar el socialismo supone parejamente reinventar la democracia, y viceversa, y éste es un paquete completo en la agenda del siglo XXI”.
El problema deriva, según me parece, del hecho de que los gobiernos revolucionarios se abroquelaron para asegurar la defensa ante los agresivos enemigos, y a fuerza de cerrar rendijas a estos terminaron cerrándolas también a la mayoría del pueblo. En lugar de fiar en las masas la defensa, de desarrollar la participación y el protagonismo que habían alumbrado la revolución y hecho creadoramente frescos sus tiempos iniciales, se fue estableciendo un sistema de verticalidad y centralización excesivas, que permeó todos los ámbitos de la vida social –política, economía, cultura, arte, etc.– y culminó en la deformación y en algunos casos minimización y hasta quiebre de la democracia, y los gobernantes de ese modo alejados del pueblo terminaron estando más cerca de ser enterradores que constructores del socialismo.
En Cuba, cuya revolución se enlaza con la tradición martiana y ha tenido al frente a un hombre de excepcional humanidad y personalidad y que no se ha desligado nunca de su pueblo, no ha sido exactamente así. La Isla ha desarrollado un sistema de mucha mayor amplitud democrática que sus congéneres del “socialismo real” y presenta rasgos socialistas consistentes, logros humanistas incomparables, los cuales le permiten corregir y reimpulsar la marcha hacia “una sociedad de conocimiento, de cultura, del más extraordinario desarrollo humano que pueda concebirse (…) con una plenitud de libertad que nadie puede cortar”, como dice Fidel; pero la “inscripción” en el modelo soviético a que se vio obligada por las circunstancias presenta los problemas que revela el artículo de Alonso.
Hoy no puede concebirse el socialismo sin democracia, ni la democracia sin socialismo. Son partes consustanciales de un todo, y ninguna de esas partes puede llegar a plenitud sin la otra. Y es democracia multiforme, en todos y cada uno de los aspectos de la vida, pero con incidencia inmediata y definitoria en el aspecto político. Tiene que ser superadora dialéctica de la democracia burguesa, lo cual significa que debe incorporar todo lo racional y válido que en dicho constructo democrático exista.
No debemos desconocer que el curso del desarrollo democrático, desde la antigüedad clásica, posee un doble signo: por un lado, es producto de las luchas populares y gracias a ello presenta un carácter progresista que busca extenderse al máximo; por otro lado sufre las limitaciones de la clase dominante, que trata de contenerla en el mínimo y está dispuesta a negarla cuando se le torne problemática. El carácter progresista, que en la democracia burguesa es la suma de todas las conquistas hasta el capitalismo, debe ser incorporado y superado en la democracia socialista. Ese “paquete” socialismo-democracia o viceversa crecerá hasta su mayor expresión mientras sea necesario, y el análisis histórico apunta a que se extinguirá conjuntamente con la división en clases y el Estado cuando se llegue al estadio de la sociedad plenamente libre y autogobernada, el estadio del comunismo.
Todo lo dicho indica que hay una percepción universal del socialismo, en cuanto superación dialéctica del sistema capitalista de explotación, cuyo estudio es imprescindible para iluminar y acerar la eficacia de la lucha; y una expresión nacional, que responde a la experiencia histórica propia, al análisis crítico de otras experiencias, a las características del orden social existente y a la maduración de sus contradicciones. Esa expresión nacional le da su fisonomía y originalidad.
Desde luego, toda revolución auténtica, todo socialismo verdadero, tiene que ser así, debe nacer de la entraña de la realidad social e inscribir en sus banderas las generalizaciones y síntesis de las experiencias propias y las de los demás pueblos, pues es una la circunstancia nacional y también una la universal (el capitalismo dominante), y dondequiera que haya explotación y lucha hay enseñanza y materia prima de revolución. Debemos ser originales creando, pero también tomando lo valioso externo y amasándolo creadoramente con lo nuestro. Martí y Mariátegui nos ayudan a entender eso.
A la luz de lo visto es dable precisar algunos rasgos universales del socialismo, que está planteado como necesidad, o como alternativa, más que de la barbarie (expresión de Engels y Luxemburgo), de la muerte (exigencia de la realidad de hoy):
*El objeto de la economía socialista es la satisfacción de las necesidades reales de la población (especialmente las correspondientes a educación, salud, alimentación, vivienda, trabajo, vestido, seguridad social, expresión cultural y artística, desarrollo del conocimiento, recreación, comunicación y transporte), sobre la base del nuevo modo productivo que privilegiará el valor de uso sobre el de cambio, un nuevo patrón de consumo y una nueva relación (de armonía) con la naturaleza.
*Ello exige e irá fomentando un cambio cualitativo en nuestra conducta, una manera de ser solidarios y amorosos y también capaces de frenar la tendencia a consumir sin control y adoptar necesidades ficticias, pues el crecimiento ilimitado e irracional del consumo lleva al desbarajuste productivo que ocasiona el daño ecológico, así como a fortalecer la conducta individualista en detrimento de nuestra socialidad.
*La propiedad social de los medios de producción es un requerimiento necesario, indispensable, y presenta el doble carácter de instrumento o vía hacia el socialismo y expresión del desarrollo socialista, en este último caso como propiedad de todo el pueblo, de todas y cada una de las personas que lo forman; para asegurar su validez y eficacia instrumentales, la infaltable nacionalización inicial de los medios estratégicos debe estar acompañada por un alto grado de conciencia colectiva y la participación obrera en la gestión, a fin de que no pueda ser confiscada por una camarilla burocrática.
*Los procesos de planificación, producción, distribución e intercambio de bienes y servicios deben ser realizados y controlados democráticamente por los trabajadores y el pueblo.
*La remuneración durante el período de transición tendrá su referente en el trabajo realizado, pero inscrita en la noción del “salario social”, con la mira en la perspectiva de la desalienación, del humano integralmente desarrollado que servirá a la sociedad “según sus capacidades” y para quien el trabajo liberado de la explotación será “la primera necesidad vital”; sociedad en la cual, gracias al crecimiento armonioso de las fuerzas productivas, el producto social permitirá retribuir “a cada quien según sus necesidades” reales.
*El Estado socialista debe ser una expresión democrática del poder del pueblo (entendido este como el conjunto de clases y capas sociales nucleadas alrededor de la clase obrera), debe sustentarse en la articulación de las organizaciones populares y debe ser un instrumento del sujeto que lo conforma (el pueblo) para avanzar hacia sus objetivos.
*La gestión y el control obreros y populares deben erradicar el burocratismo, la corrupción y demás vicios que suelen enquistarse en los aparatos estatales; y así mismo, viabilizar una relación que permita al Estado ir delegando funciones en el pueblo organizado, en un proceso prolongado que habrá de culminar en la extinción del órgano estatal como tal y el autogobierno de la sociedad.
*La creciente conciencia del deber social (nuestro “imperativo categórico”) ha de orientar la acción de los trabajadores-ciudadanos y ser el acicate para el florecimiento en plena libertad, y con sentido plural, de las ciencias, las artes y los valores, para la superación de las discriminaciones de todo tipo existentes y, en fin, para el cambio cultural que exprese y configure la nueva sociedad y el nuevo ser humano.
*El socialismo debe implicar el desarrollo a plenitud de la autodeterminación y soberanía popular y nacional, la relación solidaria y fraterna con todos los pueblos y la consiguiente erradicación de las guerras, el pleno disfrute ciudadano de las oportunidades y recursos de la sociedad, con máximo aprovechamiento creador del tiempo libre, y el ejercicio de la vida pública sin otras limitaciones que las derivadas de un orden jurídico libremente aprobado y asentado en la justicia; la oposición que actúe democráticamente (aunque es de esperar que se irá extinguiendo junto con los motivos) debe tener asegurado el respeto a sus derechos y espacios político-sociales.
*La construcción del socialismo (comunismo en el lenguaje de Marx) es un movimiento, un proceso ininterrumpido o continuo hacia la superación de la división en clases y el surgimiento de “una asociación en que el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos” (Marx y Engels, Manifiesto). En el camino han de quedar, como “piezas de museo”, la producción mercantil, la división del trabajo y las contradicciones entre la ciudad y el campo y entre el trabajo manual como predominante y el trabajo intelectual como predominante.
7. La Revolución Bolivariana
La Revolución Bolivariana, expresión de la revolución venezolana de liberación nacional rumbo al socialismo, marcha firmemente de manos del pueblo, la unidad civil-militar y el liderazgo fundamental que, tras levantar las banderas caídas luego de la derrota del movimiento popular de los años sesenta y siguientes de la pasada centuria, encarnó el presidente Chávez y hoy continúa con acierto y gran dedicación el presidente Maduro. Su impacto ha tenido repercusión mundial y muchas otras banderas también flamearon al influjo del planteamiento de socialismo del siglo XXI.
Lo que no consiguieron los revolucionarios proclamadamente marxistas en varias décadas de digna lucha cobrada con represión atroz, el llevar al seno de las multitudes la conciencia antimperialista y la idea del socialismo, lo consiguió el proceso bolivariano. Sin duda esta siembra encontró terreno abonado, pero es el planteamiento que recuperó el liderazgo histórico del Libertador, incorporó las referencias religiosas de raigambre popular, alumbró la posibilidad de realizar una transformación social profunda de manera democrática y pacífica, esgrimió la unidad civil-militar y echó a andar la democracia participativa y protagónica, el que logró galvanizar al pueblo hasta entonces escéptico y dio un inesperado y contundente triunfo inicial al candidato Hugo Chávez.
El ejercicio del gobierno, con la aplicación de reivindicaciones populares largo tiempo esperadas y el llamado a la organización de las masas para empoderarse, enfatizando en las mujeres, las y los negros e indígenas y el conjunto general de las y los excluidos, convirtió al presidente Chávez en el líder determinante que fue y sigue siendo y según todos los indicadores seguirá siendo por legado espiritual en el futuro previsible.
El sujeto revolucionario, por supuesto, ha sido y es el pueblo, o sea, el conjunto de clases y capas sociales unidas en torno a la clase obrera, antagónico al bloque de poder históricamente dominante.
La marcha del proceso, cuyo ritmo impuso el líder-presidente (en cuanto a formulación táctica y estratégica) y el pueblo que lo amó y ama sigue con fervor, aunque no siempre acompañado por la burocracia gubernamental y política, va haciendo camino al andar. Un camino que no está y no puede estar libre de contradicciones, pero con un impulso que posibilita avanzar superando los escollos.
El líder proclamó el socialismo como objetivo de largo aliento cuando comprobó que las tareas patrióticas o de liberación nacional planteadas (soberanía política y cultural, democracia verdadera, independencia económica, atención preferente a las necesidades del pueblo y relaciones internacionales solidarias) no podían ser resueltas a plenitud sino trascendiendo los límites del capitalismo. A esa conclusión llegó –todos seguimos el desarrollo de su discurso–, luego de pasearse por las posibilidades de abrir una “tercera vía” o de dar “un rostro humano” al capitalismo salvaje, y tras chocar de frente con el imperialismo, que no quiere saber nada de patriotismos o insumisiones. De tal modo el horizonte que despejó nos asoma lo que nunca fue un secreto ni un señuelo, salvo para quienes en razón de intereses, compromisos o inconsistencias ideológicas han tratado de darle un desenlace gatopardiano. Nos asoma el socialismo de verdad.
Hay muchos “socialismos”, pero una sola posibilidad de socialismo verdadero, auténtico. La piedra de toque es la actitud ante el capitalismo: ¿se trata de superar este, o se trata de “hermosearlo”? Los socialismos “hermoseadores” son, bien mirados, un homenaje asustado de la burguesía, de sus intelectuales y teóricos propios o pequeñoburgueses agregados, al poderío de ese concepto, un reconocimiento a la pertinencia de las ideas de cooperación y ayuda mutua, solidaridad, igualdad, justicia, democracia en profundidad, construcción de una sociedad sin explotadores ni explotados, etcétera; son un intento de adueñarse de la capacidad de esperanza y sueño que el socialismo representa para las masas desposeídas, una pieza más de la gigantesca organización de la mentira con que el sistema capitalista, en todas sus expresiones, ha venido gobernando el mundo.
Ahora bien, lo que no es único es el modo de superar el capitalismo, ni la fisonomía que cada proceso nacional irá tomando; por el contrario, estos son múltiples como los pueblos, como las vivencias de sus luchas, como sus especificidades históricas, y cada pueblo avanza o avanzará tremolando sus banderas, aunque al propio tiempo, por ser parte de un mismo todo –la humanidad doliente–, amasará junto con los suyos los hallazgos y experiencias válidos del colectivo universal.
Nuestro “modo” es la Revolución Bolivariana, que bajo el fundamental liderazgo del presidente Chávez, continuado por el presidente Maduro, ha logrado el nuevo despertar nerudiano del Libertador, traducido en el pueblo otra vez espabilado y en pie de lucha.
Su guía para la acción es una síntesis de legados luminosos: de los rasgos igualitarios y comunitarios de ascendencia indígena y africana; de las prescripciones de amor y equidad distributiva del cristianismo original; de los mandatos de soberanía, libertad, dignidad, justicia, igualdad, educación y unidad continental de Bolívar y los demás próceres; del humanismo de los socialistas utópicos; de las ideas de superación del capitalismo ligadas al pensamiento y la praxis de los revolucionarios marxistas. Todo ello creativamente amasado y echado a andar por la voluntad, energía y talento de Hugo Chávez Frías.
Es síntesis también de la memoria de los grandes combates populares librados, especialmente los de nuestra propia historia, cuya parábola arranca de Guaicaipuro y las tribus insumisas, sigue con las numerosas insurrecciones de indios, negros, mestizos y “blancos de orilla” que atraviesan los siglos XVI a XVIII e inicios del XIX, alcanza la cumbre con el Libertador y sus heroicos camaradas y, luego de la traición, recobra con Zamora y otros muchos el espíritu que hoy desemboca en nuestra gesta revolucionaria, rumbo al socialismo del siglo XXI, según la convocatoria de la Revolución Bolivariana. Lo cual implica a su vez la superación dialéctica de su similar del siglo XX, es decir, la inclusión en lo nuevo de lo racional y vivo de lo viejo, con el examen crítico de esas experiencias, el rechazo de sus inconsecuencias y errores y la asunción de sus logros de justicia y redención social.
Reitero algunos conceptos: El socialismo persigue liberar al ser humano de la alienación o “amputación de la conciencia social” (Einstein) a que lo condena la explotación capitalista. Significa la búsqueda del “reino de la libertad”: es, por tanto, una incomparable empresa ética, la más alta posible. Su construcción exige erradicar la indicada explotación, para lo cual es necesario pasar los medios de producción, por lo menos los principales, a propiedad social, y planificar su uso. Pero ello sólo puede conducir al objetivo si se abroquela contra la confiscación del poder por una capa burocrática y se acompaña de una sólida conciencia. El no haber podido resolver este problema es, no parece caber duda, la razón cardinal de la quiebra de la URSS y el “socialismo real”. El logro de ese propósito requiere, creo que tampoco es dable dudar al respecto, el desarrollo de la democracia participativa y protagónica, revolucionaria, la cual devuelve al pueblo el señorío de su destino y cuya praxis incluye las conquistas democráticas –políticas, sociales y de toda índole– arrancadas a los factores dominantes en los combates de clases. Por eso no puede haber socialismo pleno sin democracia, ni democracia plena sin socialismo.
Un aspecto político crucial de la lucha por el socialismo corresponde a la cuestión estatal. El Estado venezolano, heredado del viejo orden, mantiene en esencia sus rasgos de aparato creado para confundir, dividir y burlar al pueblo, no para el servicio público, y la incidencia revolucionaria del presidente Chávez y el presidente Maduro en él, expresada en la democracia participativa y protagónica –la más profunda y completa forma democrática de nuestra historia–, genera una lucha que está en pleno desarrollo y que solo el pueblo consciente y organizado, en ejercicio de su poder soberano y a través del control social y la guía del liderazgo consecuente, puede decidir a favor de los intereses revolucionarios. Esa acción es indispensable para forjar un Estado que exprese la hegemonía del bloque de poder ascendente, constituido por las clases y capas no explotadoras nucleadas alrededor de la clase obrera, en sustitución del bloque oligárquico imperialista históricamente dominante.
Transformar el Estado de origen no popular en un órgano de carácter socialista por su contenido y por su forma es una de las condiciones necesarias (junto a la capacidad de la economía socialista y, sobre todo, junto a la asunción de una conciencia socialista por el pueblo) para la victoria del proyecto revolucionario.
La ideología de la Revolución Bolivariana (ideología como conjunto de ideas que se profesan, no en el sentido filosófico marxiano), que ha sido la guía de esta hazaña histórica, fue señalada inicialmente como “el árbol de las tres raíces” y se basaba en las ideas del Libertador, el gran maestro Simón Rodríguez y el general del pueblo soberano, Ezequiel Zamora. Posteriormente, permítanme una nueva reiteración, se incorporaron otros próceres venezolanos y latinoamericanos, el mensaje cristiano original, las tradiciones comunitarias de ascendencia indígena y africana, elementos de socialismo utópico y el pensamiento marxista esencial, introducido dosificadamente según el líder fundador fue percibiendo la maduración de la conciencia del pueblo. Ese complejo de fuentes ideológicas ha sido manejado con notoria maestría, lo que permite pensar que, en la práctica, el líder, desde el principio, hizo, no dijo, marxismo, pero un marxismo enriquecido con todos esos aportes formidables y con la certera visión táctica y estratégica del comandante Chávez. Ese complejo, que en nada sufre si se le denomina bolivarianismo, es la ideología de esta revolución y ha probado terminantemente su eficacia política.
Lo expuesto configura, según nuestro parecer, una imagen a grandes rasgos del socialismo bolivariano, el cual se sitúa en la perspectiva del siglo XXI y cuyos atributos, con la visión inclusiva de todo eso y al calor del pueblo que los convierte cada vez más en fuerza material, van al mismo tiempo definiéndose y acometiendo la transformación revolucionaria de nuestra patria para dar a sus habitantes la mayor suma de felicidad posible.
8. El partido de la revolución
Para avanzar más rápido y mejor, unificar acciones y recursos, enfrentar con mayor contundencia al enemigo, combatir desviaciones, fortalecer convicciones y hacer más seguras las victorias del pueblo, el presidente Chávez convocó a la forja del partido unido de la revolución. La inmensa mayoría de los cuadros probados en los combates políticos, independientes o provenientes de otros partidos revolucionarios, y millones de hombres y mujeres del pueblo, acudimos a inscribirnos como aspirantes a miembros (sin duda muchos oportunistas también, algunos se han autoexcluido, aunque seguramente una porción se mantiene).
En las discusiones previas nos parecía que la organización debe contemplar dos categorías: la de militantes, atribuida a quienes encarnan regularmente la acción política, los activistas, y la de simpatizantes y amigos, correspondiente a quienes carecen de posibilidades o disposición para la actividad regular. Esto refleja con mayor exactitud la realidad. No fue así, y creo que debe revisarse.
Durante las siguientes discusiones, en las primeras organizaciones de base, nos preguntábamos sobre los rasgos caracterizadores del Partido, entendiendo que por definición debía ser cualitativamente distinto de los partidos tradicionales, y tras consultar algunas experiencias revolucionarias y a teóricos consagrados, concluíamos:
Tiene que sobreponerse al sectarismo; practicar la más cabal democracia participativa y protagónica interna; ejercer de manera metódica y profunda la crítica y la autocrítica; establecer una relación orgánica con el pueblo a fin de no ser un Estado Mayor externo sino una parte de la masa popular, y preparar a sus cuadros para que actúen como educadores y orientadores de esta que a su vez se orientan y se educan con ella y sean los primeros en la acción, el trabajo y el estudio, los primeros con el fin de dar el ejemplo y estimular, nunca con el propósito de escalar posiciones, que sólo deben ocupar si así lo decide su base de adscripción.
Desde otro punto de vista, pensábamos, debe ser “un partido de masas que construya cuadros”, según la recomendación de Gramsci, y “que viva y se desarrolle en la concreción del proceso histórico”, según la de Lenin. Lo cual significa que, estrechamente unido al pueblo, debe ser un dirigente, vigilante y contralor de la acción gubernamental. Ello daría necesariamente un gran impulso a dicha acción.
Al respecto cabe reflexionar sobre la cuestión de la unidad de cuadros de partido y gobierno. Hasta ahora esa ha sido la práctica y ha caminado. Pero parece haber llegado el momento para la separación, para asegurar que la función dirigente, vigilante y contralora del partido, e impulsora del control social, se desarrolle, y el gobernante pueda dedicar el grueso de sus energías a su responsabilidad específica. Salvo en la cumbre del liderazgo, y tal vez en algunos muy pocos todavía necesarios, la norma debe ser el gobernante gobernando y el partido con el pueblo dirigiendo, vigilando y controlando. Y además, es la única manera de construir cuadros e ir encaminando al pueblo hacia el autogobierno.
Carlos Lanz, en su folleto La crítica marxista y la experiencia socialista, señala los siguientes elementos, que suscribo (transcripción no textual): elección directa, rendición de cuentas a la base, revocatoria del mandato, delegación funcional de responsabilidades, libre juego de tendencias, democracia del saber (libre acceso al conocimiento), rotación de cargos.
La elección directa debe funcionar en toda situación de normalidad, recurriéndose a la figura de la cooptación únicamente en casos de emergencia. Ha de cerrarse el paso a la posibilidad de que se constituya un aparato u otro “con poder selectivo” (expresión de Ernest Mandel en referencia leninista).
Sobre la ideología debemos reconocer que una cosa es la ideología de los revolucionarios y otra la de la revolución, de modo que la ideología del Partido debe fundarse considerando estos dos hechos. En mi opinión debe llegar a ser el marxismo, pero eso tiene que responder a un proceso, el resultado de los debates y reflexiones y de las luchas en conjunto: no puede ser una imposición, no veo al liderazgo tratando de imponerlo y no fío ninguna posibilidad de éxito si los marxistas convencidos tratásemos de hacerlo.
Una referencia final, sobre los partidos que no accedieron a participar en la construcción del PSUV. Inicialmente pensamos lo siguiente:
Es lamentable que no hayan acudido a proveer toda la riqueza de conocimientos, experiencias, facultades analíticas y valores éticos que atesoran. Pero si ellos proclaman su adhesión al proceso y al liderazgo del Presidente, si hay una zona para los amigos del partido y si reconocemos un espacio incluso a la oposición democrática, ¿cómo vamos a rechazar su presencia? Que ellos sean tratados como amigos y que las relaciones se basen en la unidad de acción, consecuentemente practicada. Las puertas tienen que estar abiertas para todos quienes honradamente deseen luchar por la patria y por el socialismo.
Hoy, a la luz de la experiencia, nuestra y de las luchas revolucionarias generales, estoy convencido de que la presencia con mayor protagonismo de otras fuerzas consecuentes en una alianza bien estructurada, fundada en el reconocimiento de la responsabilidad y cualidad dirigente superior de la organización mayoritaria, resultará sumamente positiva para la marcha de la revolución, para ampliar la visión y las capacidades, para percibir posibles desvíos, para aumentar las potencialidades de la crítica y la autocrítica.
Propongo al III Congreso del PSUV: 1) Considerar esta última cuestión; 2) Revisar lo que ha sido hasta ahora la práctica del Partido y contrastarla con las normas asentadas en el Libro Rojo y con las que, procedentes del rico acervo teórico revolucionario, se recogen en este escrito.
http://www.avn.info.ve/contenido/marxismo-y-revoluci%C3%B3n-bolivariana