40 años de la muerte de Perón. Opinan Brienza, González y Wischñevsky
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Perón, cuarenta años después
Por Hernán Brienza
Es hora de que los argentinos podamos homenajearlo como realmente se lo merece: debatiendo su figura.
Por qué razón, a exactos 40 años de su muerte, Juan Domingo Perón sigue tan presente en la memoria de los argentinos, en los debates políticos, en el imaginario popular? ¿Cuáles son los factores que permiten que el fantasma de un hombre nacido en el siglo XIX y muerto en el tercer cuarto del siglo XX todavía recorra nuestro país? ¿Estamos anclados en un nudo histórico o la figura de Perón extiende su sombra por sus propias virtudes? ¿Qué fenómenos políticos, ideológicos, aspiracionales, qué Argentina, qué relaciones sociales, qué correlación de fuerzas interpretó ese general de sonrisa gardeliana que por más de treinta años influyó como nadie en los aconteceres del poder en este surísimo lugar del planeta?
Soy un nieto del peronismo. Mi infancia estuvo atravesada por las muertes de mis abuelos y de ese político omnipresente en la casa de mi familia. De chiquito fui llevado por mis padres a la mítica casa de Gaspar Campos, en Vicente López, y a los alrededores de Ezeiza, en el regreso definitivo de Perón a la Patria. En términos reales, no debería ser más que una fantasmagoría, una anécdota simpática, una música que me llega de otros siglos. En mi juventud, incluso, la cara del peronismo fue esa máscara deforme que significó el menemismo: privatizaciones, trasnacionalización de activos, empobrecimiento, desocupación, miseria, neoliberalismo. Sin embargo –y seguramente por la resignificación que del peronismo realizó el kirchnerismo en estos años– el peronismo continúa definiendo identidades propias y ajenas. El kirchnerismo, sin ir más lejos, le debe al peronismo buena parte de los odios que recibe y también de las simpatías que despierta.
El gran error que cometemos muchos a la hora de analizar el suceder histórico que significa el peronismo en nuestra historia es el proceso doble de categorización y totalización al que lo sometemos para que no nos genere angustia política. Y si hay algo que mantiene vivo al peronismo es esa posibilidad de angustia que genera, de contradicción, de inasibilidad. El peronismo, aun en sus presencias de menor densidad, como puede ser el supuesto «massismo», está en diálogo temporal permanente con la sociedad. De su elaboración estratégica constante extrae su fuerza transformadora. Creemos que el peronismo es algo inamovible, dogmático, y no un suceder; y que no tiende hendijas, contradicciones, grietas, espacios negros, zonas oscuras. Mientras para sus detractores el peronismo, al ser Todo –múltiples opciones– resulta siendo Nada, sus partidarios intentan encorsetarlo en una definición ideológica exageradamente limitada que no explica el proceso general de sus setenta años. La máxima prescriptiva de «el peronismo será revolucionario o no será nada» es una construcción volitiva –política– pero no una categoría analítica. Lo mismo ocurre con la reducción al corpus doctrinario y las tres banderas.
El peronismo «supone», entonces, diálogo, pensamiento estratégico, apertura, escucha y actualización permanente o, para aquellos que no les tienen miedo a las ideas y a las palabras, pequeñas traiciones permanentes.
A mediados del siglo XX, el peronismo, nacido del seno de la disputada revolución del 4 de junio de 1943, surgió como respuesta no liberal a la crisis y decadencia de las democracias liberales europeas que hacían agua en el Viejo Continente. Recuperando elementos de las experiencias nacionalistas de las primeras décadas y munido del cuerpo de la Doctrina Social de la Iglesia, resultó preñado y transformado –plebeyizado– por el encuentro entre Perón, el Movimiento Obrero Organizado, pero también en el abandono que hicieron del convite los sectores dirigentes de la industria. Sin esa combustión, el peronismo no hubiera tenido la potencia transformadora y subversiva que finalmente resultó para los sectores dominantes de la Argentina
Como respuesta «nacionalista», es decir, como una apelación a una instancia comunitaria por encima del individuo y de sectores sociales cerrados, el peronismo «supone» la constitución de un «pacto social» permanente y que atraviese las diferentes instancias históricas.
Siempre resultan interesantes los análisis políticos sobre la cantidad de peronismos que incuba el peronismo. Dos, tres, cuatro, cinco, tantas posibilidades como definiciones ideológicas puedan encontrarse. Y la clave está en comprenderlo como un suceder, pero en el que el pactismo reconoce diferentes correlaciones de fuerza. No es lo mismo la situación en 1946 con la economía de posguerra, que a principios del ’50, ni en 1973, 1989, 2003 o en la actualidad. ¿Cómo se mide la correlación de fuerzas? Difícil saberlo sin medirlo en la realidad empírica, pero puede servir como categoría analítica posterior. ¿Con quién pacta el peronismo? Sencillo: como fuerza política independiente de los sectores dominantes de la economía, utiliza como palanca de negociación la legitimidad electoral propia, las herramientas del movimiento obrero, el aparato bonaerense, para forzar un compromiso redistributivo de los distintos sectores económicos. Esta estrategia es clarísima en los discursos de Perón en los años cuarenta y en la forma en que operó en los años sesenta y setenta para forzar la posibilidad de retorno.
¿Debería haber vuelto Perón en los setenta o debería haber muerto en el exilio como anhelan todavía hoy los sectores progresistas y de izquierda cercanos al propio peronismo? Es imposible responder una pregunta contrafáctica, pero es posible que sin ese regreso, la historia hubiera terminado de borrar por completo el recuerdo de ese viejo líder fallecido en el exilio. Su regreso en 1972 y 1973 dio una nueva existencia –incluso en su sentido trágico y brutal– al peronismo como movimiento histórico.
A esta altura es necesario aclarar que el peronismo, lejos del imaginario representado por los 18 años de prescripción más los siete años de dictadura militar, no constituye un movimiento revolucionario o contracultural en términos de pragmática. Se trata fundamentalmente de un movimiento político de orden, de un orden alternativo al impuesto por los sectores hegemónicos del modelo agroexportador, pero que no renuncia a sus orígenes en cierto tradicionalismo estatista criollo. En última instancia, hay una ligazón entre algunos aspectos del roquismo del ochenta y el peronismo de los años cuarenta.
¿Pero qué ocurre en los setenta con el regreso de Perón? ¿Es el viejo líder un conservador de derecha, como sugieren los sectores progresistas y de izquierda del peronismo? Definitivamente, no. Lo vengo escribiendo en varias columnas en este diario y me dio gran satisfacción leer un planteo similar en el libro El último Perón, de Javier Garín, y en el imprescindible Perón, de Carlos Fernández Pardo y Leopoldo Frenkel. Los meses fervorosos que van de noviembre de 1972 a julio de 1974 deben ser analizados desde la hipótesis del peronismo como movimiento de orden y al propio Perón como garantía –fallida, claro– de normalización del sistema político. La institucionalización que propone Perón no es una unidad nacional boba.
Repasemos: desdeña el gran acuerdo nacional con el ejército liberal de Lanusse pero ofrece el abrazo a Ricardo Balbín como líder del otro gran partido popular y democrático, propone un pacto social progresista entre la CGE y la CGT con claras ventajas legislativas, en materia internacional enfrenta la administración de Henry Kissinger, rompiendo el bloqueo a Cuba, e intenta desmilitarizar la represión judicializando los actos de violencia política de organizaciones armadas. Este último punto merece una particular explicación: la inclusión de «terrorismo» como figura delictiva en el Código Penal es sin duda una medida represiva y de orden. Pero también significa poner a esos actos bajo la órbita policial y, contradictoriamente a lo que hizo el gobierno de Isabel Perón con Ítalo Lúder a la cabeza en 1975, quitarles a las Fuerzas Armadas el poder de instalar la noción de «guerra sucia». Perón, contrariamente a lo que dice la izquierda y el «progresismo zonzo» (precisa definición dantesca), desafía la doctrina de seguridad nacional instalada desde el Plan Conintes por el apretado gobierno de Arturo Frondizi.
Perón fue mucho más coherente que lo que sus detractores –de afuera y de adentro– aseguran. Y fue mucho más sencillo, también. Si hay algo que podría definirlo es su concepción de nacionalismo popular pactista –no entendido en sentido peyorativo–, con una fuerte impronta reformista y el componente reivindicativo y simbólico aportado por Evita. La construcción del Perón contradictorio, casualmente, está cimentada en los años noventa con los relatos de los intelectuales del neoliberalismo que necesitaban hacer maleable al General para justificar cualquier tipo de oportunismo estratégico y por los sectores de la izquierda peronista setentista que necesitaban justificar su propio fracaso político, generacional e histórico.
Por último, el kirchnerismo –basta comparar el proyecto nacional del 1 de mayo de 1974 y el pacto social con algunos puntos del actual modelo económico–, contradictoriamente con lo que dicen muchos de militantes, sus cuadros y algunos de sus dirigentes es mucho más coherente con el peronismo clásico y con el Perón de los años setenta que con los deseos imaginarios que la propia tendencia revolucionaria de la juventud peronista proclamaba en los setenta y que, obviamente, las peripecias interpretativas que realizó tanto el menemismo como la izquierda y el progresismo en los años noventa.
El martes 1 de julio se cumplirán cuarenta años de la muerte del político más importante del siglo XX. Creo que es hora de que los argentinos podamos homenajearlo como realmente se lo merece: debatiendo su figura, traicionando-traduciendo sus dogmas muertos, reelaborando con profundidad su pensamiento, comprendiendo su pragmática y por sobre todas las cosas evitando los lugares comunes, las interpretaciones mohosas y las repeticiones necróticas.
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Las escrituras del peronismo
Por Horacio González
Casi todo lo que escribe el peronismo obedece a un recurso habitual de la retórica o del habla en general: la cita. Pieza esencial del lenguaje, casi se puede decir que lo nutre por entero, pues son los sostenes antiguos, que al modo de palafitos de bambú, consiente sobre ella construcciones enteras. Aun hoy, la voz de Perón aparece en innumerables citas, que acompañan el recuerdo de tal o cual frase suya. ¿Tiene textos completos y articulados el peronismo? Desde luego, el peronismo está muy escrito. Pero la base de su fórmula mayor es la cita, el aforismo o adagio, que Perón solía llamar apotegma, mezcla de moraleja, refrán y axioma. Pero esta palabra griega lleva a un tipo de experiencia conversacional, que reclama cierta gracia en su dicción. El apotegma, una de las tantas expresiones griegas que usó Perón, es una cita graciosa de valor pedagógico. “Enseñar con gracia a través de una cita.” He allí uno de los rostros del peronismo.
Así como la palabra apotegma fue usada y popularizada por Perón, recordaremos también “frontispicio”, el semblante de los edificios que admiten una frase grabada en su superficie calcárea, y que servía para indicar el sustento resistente o pétreo en que se leen aforismos célebres. En el lenguaje de Perón, las frases pueden ser picarescas y acompañarse por guiños de toda especie, pero todas toman el aspecto de locuciones que tiene alta raigambre en la memoria de las escrituras políticas. El tono sentencioso que tienen deriva de su encarnadura épica, vecinas a la orden militar o al mensaje político, y en todos los casos en un modo de la educación dramática para el ágora social basada en enunciados que asumen la forma de máxima o de consigna. Cuando en los años ’70 se le escuchaba decir “que en épocas de peligro no se concibe ciudadano que no esté comprometido con algunos de los bandos en pugna”, se proponía una toma de partido tajante en un terreno escindido en una dicotomía que urgía conductas de compromiso y descarte. La frase se le atribuía a algún filósofo griego o romano, a Licurgo o a Plutarco. Las citas tiene orígenes imprecisos, y las frases están forjadas para su continua reinterpretación, como si fueran pequeños mitos siempre en operaciones, gracias a su constante variación.
Una consigna que se halla en Clausewitz y es heredada por Perón desde la memoria de las generaciones anteriores de educadores militares, dice “la guerra es un drama violento y pasional”. Perón la cita con la atribución correcta: “Dice Clausewitz que…”. Luego quita la fuente, y dirá tan solo que la guerra es un drama violento y pasional, y en una tercera transmutación, ya anulada la autoría y apropiada para su arcón de frases, tomará otro sujeto: “La liberación nacional es un drama violento y pasional”. Todas estas estaciones de la teoría de las pasiones que subyace al peronismo pueden fecharse : 1930, 1950, 1970. En cada uno de esos estados, la frase es la misma pero perdió a su autor y mudó de sujeto. El peronismo fue estrictamente educativo –lo sigue siendo– a través de este interjuego de opciones sintácticas, gramaticales y atribuciones de moldes diversos de adecuación a las mudanzas del tiempo o a las sustracciones del sujeto.
Pero falta el operador demiúrgico de ese bosque de símbolos que fueron siempre los fraseos del peronismo. El que escribió miles de cartas e hizo centenares de discursos manteniendo siempre el orden del lenguaje clásico, aunque con inesperadas derivaciones casticistas y metáforas visuales y auditivas inauditas. El peronismo comienza su recorrida metafórica en el discurso del 17 de octubre donde Perón dice “quiero estar en este sitio contemplando este espectáculo 15 minutos más” y concluye con el discurso del 12 de junio de 1974 donde todos escuchamos “llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino”. Habían pasado treinta años, largo ciclo comenzado con la mirada y concluido con el oído. El peronismo fue la política proyectada desde los órganos sensoriales más directos (órgano que son teatrales, complejamente representacionales) y con una teoría del mando que nació desde las meditaciones clásicas sobre la voluntad y comprimió en ingeniosos aforismos un conjunto de conocimientos sobre las naciones en la era del capitalismo de post-guerra, con un mundo movilizado en constantes crisis políticas. Entre el ver y el escuchar, el peronismo vio las fotos de los acuerdos de Yalta y los desgarramientos anteriores de la Guerra Civil Española.
Sus conclusiones siempre fueron de carácter conciliador dentro de las premisas de un revolución interna a los nervios entumecidos de la nación, y que la reviva como un cuerpo social en el goce pleno de una justicia distributiva y una conciencia popular autorrealizativa. De alguna manera, Perón le dio rostros y blasones a lo que la sociedad argentina ya amasaba desde Vicente Fidel López, Carlos Pellegrini, Ernesto Quesada, Joaquín V. González, Bialet Massé. Aligeró lo que en estos pro-hombres del conservadurismo originario (reconocimiento de la vida sindical, conciliación de clases, proteccionismo económico) había de astucia y preservación del status quo. Volcó todo este memorial en odres renovados. El peronismo debía estar siempre al filo de la navaja –como en la película de Hitchcock y la novela de Somerset Maughan contemporánea a la epifanía del peronismo, que oblicuamente evoca un mundo sentimental que el peronismo reinterpreta con menos exigencias–, y ese fue el inesperado destino de un movimiento que puso el acuerdo y la negociación en el primer plano de su lenguaje. Pensaba el precepto y debió pensar el desgarramiento.
Pero el peso que los sindicatos adquirieron en el peronismo (a pesar que en el interior de una legislación de Estado), el grado de movilización adquirido, las medidas estatalistas, la promoción social en un sentido igualitarista en el goce de derechos básicos del trabajo y los estilos gobernantes basados en criterios de “fidelidad de masas”, constituyó hondas fisuras en la sociedad. Peticionando ser parte de un orden al que incluso denominó con la antigua utopía de “comunidad organizada”, el peronismo había presentado una fastuosa enciclopedia de palabras en la sociedad argentina, donde el vocablo revolución figuraba con peso propio, más allá de las múltiples interpretaciones que recogía. De ser un pensamiento y una racionalidad de Estado –planificación, industrialización, masiva sindicalización–, el peronismo pasó al llano luego de la brutalidad clasista a la que fue sometido. Así conoció el idioma de los perseguidos, los clandestinos y los torturados. Muchas izquierdas se acercaron a él. El exilio configuró un terreno de amplio aprendizaje, como antes lo había sido el Estado. Políticos marxistas como Cooke y poetas que se fecundan en revistas surrealistas como Leónidas Lamborghini, fueron peronistas. Esto introduce nociones en el espacio práctico del peronismo que en sus inicios no eran fácilmente previsibles: la de tragedia (el solicitante descolocado), la de autoconciencia crítica, la de existencialismo como réplica invertida del ideal comunitario, la de la guerra interior de facciones como pavorosa inversión del hecho de que el propio peronismo había nacido de una teoría de la guerra clásica donde “el primer ministro político está por encima del comandante militar”. (Perón, Apuntes de historia militar, 1931).
Hoy quiere decir muchas cosas la expresión peronismo. Pero una no puede desconocerse: memoria social, popular y nacional de las grandes sacudidas de la trama sentimental colectiva. Como en el gran poema de César Vallejo, en el peronismo “la resaca de todo lo sufrido se empoza en el alma”, con “zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”, quizás hay un “charco de culpa, en la mirada”, y lo que se percibe serán tal vez “los potros de bárbaros atilas; o los heraldos negros que nos manda la muerte”. Tiene muchas vetas de sensibilidad literaria el peronismo, muchas otras aceptó. César Vallejo, con sus Heraldos negros, no figuró entre ellas. Pero no es desatinado recordarlo, a la luz de esta ardua historia, cuando ante nuestro horizonte aparecieron como atilas los Fondos Buitre. Los que “empozan el alma”.
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Llevó en sus oídos
Por Sergio Wischñevsky
El peronismo cumple hoy 40 años sin Perón. Fue el 1º de julio de 1974 a las 13.15. María Estela Martínez de Perón, que ya estaba ejerciendo la presidencia, hizo el anuncio a las 14.10. La CGT decretó el cese de actividades y la CGE se sumó. Por un conflicto gremial, ese día no hubo diarios. Su cuerpo se expuso para el último saludo del pueblo en el Congreso de la Nación hasta el jueves 4. Multitudes desconsoladas se acercaron y desfilaron bajo una lluvia que completaba la escena, en un pasar de rostros doloridos incesante. Más de un millón de personas se quedaron sin poder verlo, otros cuantos millones se aferraron a la televisión que transmitía sin pausas. Llegaron para cubrir la ceremonia dos mil periodistas extranjeros. Vinieron los presidentes de Uruguay, Bolivia y Paraguay. Antes de que se iniciara la marcha hacia Olivos, en el Congreso, doce oradores despidieron al muerto: Benito Llambí, en representación de los ministros; José Antonio Allende, por los senadores; Raúl Lastiri, en nombre de los diputados; Miguel Angel Bercaitz, por la Corte Suprema de la Nación; el teniente general Leandro E. Anaya, en representación de las Fuerzas Armadas; el gobernador riojano Carlos Menem, en nombre de sus colegas de todas las provincias; Ricardo Balbín, por los partidos políticos; Duilio Brunillo y Silvana Rota, por el Partido Justicialista; Lorenzo Miguel, de las 62 Organizaciones; Adelino Romero, de la CGT; y Julio Broner, por la CGE.
En Moscú estaban reunidos el presidente de EE.UU., Richard Nixon, y el primer mandatario de la Unión Soviética, Leonidas Brezhnev, que hicieron un alto en su cumbre de potencias mundiales y organizaron un homenaje. En Brasil decidieron tres días de duelo. En todo el mundo las banderas quedaron a media asta, incluso en la ONU. El Mundial de Alemania había comenzado el 14 de junio, desde el 1º de julio se hizo un minuto de silencio en los estadios.
Los informes médicos del doctor Seara y sobre todo de Jorge Taiana, sus médicos personales, indican que Perón estaba enfermo desde hacía mucho tiempo. Impacta ese contraste entre el personaje tan poderoso en público y tan vulnerable en la intimidad. ¿Cuánto de eso jugó en la preponderancia de Isabel y López Rega en sus últimas decisiones políticas? ¿Cuánto es sólo y simplemente achacable a él?
Si bien desde muy temprano en su historia política existieron las 20 verdades peronistas e incluso se ha desarrollado una doctrina, Perón era un líder carismático y ese carisma no se hereda. ¿Pudo haber dejado un heredero? Aquí sólo el lirismo de un discurso da una pista: “Mi único heredero es el pueblo” suena genial pero ¿cómo se concreta? Apropiarse del peronismo y su esencia fue y es una tentación tan frecuente como vana. El propio caudillo fundador tuvo quienes se le enfrentaron y le discutieron en nombre de las verdades peronistas. Cuando decidió que Héctor Cámpora fuera el candidato a presidente por el justicialismo tuvo que soportar la resistencia de los dirigentes sindicales de la CGT Azopardo. Los sucesos de la masacre de Ezeiza que le arruinaron la fiesta del regreso no son otra cosa que el reflejo de esa puja interna en la que todos gritan fuerte “viva Perón”, pero todos tienen su propia idea de cuál debería ser el “verdadero”.
El General se acercaba a su muerte, él lo sabía, con un problema enorme sin resolver: como darle continuidad al peronismo.
Pero ¿quién podía ser su heredero? ¿Galimberti? ¿Lorenzo Miguel? ¿Quién hubiese sido la figura aceptada por todos? Ninguna lo era. Finalmente optó por Isabel, sin ninguna virtud como líder y sin lograr ser ni la sombra de Evita, pero por lo menos era su esposa, tenía su apellido. El problema quedó sin resolverse, tal vez porque no tenía solución, tal vez porque no quería morir.
Pero su muerte fue en sí misma un golpe político fenomenal. Los casi 30 años transcurridos desde aquel mítico 17 de octubre de 1945 hasta ese dramático julio de 1974 forjaron en los sectores populares una conciencia muy particular. Es frecuente ver a esas masas como el telón de fondo, la escenografía que da el marco a la épica justicialista. Sin embargo, todo líder, todo caudillo, forma y es formado por las multitudes, por los trabajadores. El rol de catalizador y aglutinador de esa masa dispersa no se construye desde la lógica institucional. Por eso en gran medida esos líderes son insustituibles. Perón, entre otras muchas cosas, fue un producto de los trabajadores argentinos, y su muerte generó un vacío político desgarrador, la antesala de una tragedia. Detrás de ese ¡viva Perón! con los dedos en V había mucho más que un simple culto a la personalidad.
Las fuerzas desatadas en aquellos años ’70 eran titanes que ningún hombre podía conjurar, todos le pedían mucho, él los había alentado a eso. Viendo los sucesos que se precipitaron tras su muerte, ese Perón que volvió del largo exilio y declaró ser un león herbívoro que proponía un acuerdo social entre trabajadores y empresarios, entre la derecha y la izquierda, no fue acatado. Estaba más allá de sus fuerzas contener la tempestad.
Sin embargo, una paradoja muy interesante se ha consumado. No pudo cumplir su última tarea, muchos pronosticaron que sin su líder y sin haber dejado herederos el movimiento peronista desaparecería. Hasta hay quienes le diagnosticaron a la Argentina peronista una larga agonía. Pero el peronismo sin Perón ya lleva 40 años de existencia, con una identidad zigzagueante, con cambios radicales, con virajes impresionantes, con fuerzas conservadoras y con fuerzas de vanguardia.
No son muchos los movimientos políticos carismáticos que sobreviven a su fundador. Pero el peronismo no sólo es una lógica política, el historiador Daniel James lo define como una “estructura de sentimiento”; hoy está de moda decir empoderamiento. Pero tampoco son muchos los líderes mundiales que han podido despedirse de las multitudes que los encaraman diciéndoles para emoción de todo aquel que tenga sangre en las venas: “Llevo en mis oídos la más maravillosa música, que es la palabra del pueblo argentino”. Es muy difícil definir qué es el peronismo, pero entregados a sentir ese torrente de emoción que generó este hombre, por ahí es más fácil acercarse.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-249817-2014-07-01.html