Terminen con todo que llegó el Mundial – Por Eric Nepomuceno
Mucho se prometió, poco se cumplió. No es tan difícil entender, por lo tanto, la frustración y la irritación de buena parte de los brasileños. Lo que ocurre es que la Copa del Mundo tiene fecha de cierre, pero las obras no.
Pasaron siete años, siete meses y once días desde que Brasil fue elegido para realizar el Mundial de Fútbol promovido por la FIFA. Con nuestra proverbial tendencia a la modestia, los brasileños no dudaron un solo segundo en anunciar que sería la “Copa de las Copas”, que obras fabulosamente indescriptibles brotarían en las doce ciudades donde se realizarán los partidos –¡doce!, y no entre seis y ocho como recomiendan los capos de la FIFA–, transformando el paisaje y acercando sus poblaciones al futuro tan esperado. El mundo, una vez más, se curvaría frente a semejante fenómeno. Y eso, claro, para no mencionar que, en la cancha, dictaríamos clases magistrales en cada partido, para asombrar a miles de millones de seres humanos esparcidos por todo el planeta.
Pasado ese tiempo, llegó la hora de la verdad. El Mundial empieza mañana. De los doce aeropuertos que serían totalmente renovados, para matar de envidia a los pobres mortales que no tienen la gloria divina de frecuentarlos, ninguno quedó listo. Que se tome como ejemplo el aeropuerto de Galeao, en Río, ciudad-símbolo del país. Las obras de Terminal I empezaron en julio de 2008. Debieron quedar listas en septiembre de 2012. Los turistas que llegaron por esos días y tuvieron la mala suerte de llegar a esa terminal se encontraron con pasillos en construcción, baños cerrados, plataformas de equipaje que no funcionan. Las de Terminal II tuvieron un poco más de suerte. Previstas para abril del 2011, las obras terminaron hace quince días. Bueno, terminaron es una manera de decir: todavía falta mucho, pero menos que en la otra. Son esperados 950 mil turistas en Río.
De los doce estadios, que consumieron pirámides de dinero, seis no contarán con estaciones de wifi, lo que perjudicará no sólo la asistencia sino también una parte sustancial de los 18 mil periodistas esperados. El estadio donde mañana se disputará el partido inaugural tenía, ayer, problemas serios en los baños, las cafeterías funcionaban apenas parcialmente, y la cobertura –inclusive del sector VIP, donde estarán autoridades y los capos de la FIFA– no quedó lista. Hay dudas inclusive sobre el nombre del estadio. Oficialmente es Arena Corinthians, pues pertenece al más popular equipo de San Pablo. Pero la gente lo llama ‘Itaqueirán’, por situarse en el barrio de Itaquera, en la periferia pobre de la ciudad más rica de Sudamérica. Y las señales de tránsito que indican la mejor ruta para llegar lo llaman Arena Itaquera. Costó poco más de mil millones de reales, unos 450 millones de dólares. Y no quedó listo. Para construirlo fueron desalojadas familias que vivían en casuchas muy pobres. Los moradores del barrio siquiera logran imaginar los beneficios que podrían pasar a disfrutar si aquellos millones todos hubiesen sido aplicados, por ejemplo, en alumbrado público, redes sanitarias, cloacas y asfalto.
Hasta principios de abril, poco más de la mitad del total br mundialprevisto de inversiones había sido efectivamente gastado. Las obras de vialidad y transporte público –léase: vías expresas para transporte colectivo, destinadas a deshacer los nudos del tránsito caótico que obligan a un trabajador brasileño a gastar en promedio tres horas para llegar a su trabajo– quedaron por la mitad. Y eso, con suerte: en Cuiabá, por ejemplo, capital de Mato Gro-sso, la ciudad quedó patas arriba y nadie sabe cuándo el escenario de guerra dará espacio para la maravilla prometida.
El estadio más emblemático del país, y uno de los más simbólicos del mundo, el Maracaná, costó casi 1300 millones de reales, unos 650 millones de dólares. El doble de lo previsto. Y todo eso, para disminuir de tamaño. Nada que se compare, sin embargo, al estadio de Brasilia, bautizado como Mané Garrincha, en dudoso homenaje a uno de los mayores genios jamás vistos en las canchas de aquí y de cualquier parte. Costó 1600 millones de reales, unos 780 millones de dólares. El Tribunal de Cuentas de Brasilia ya detectó sobreprecio por al menos 200 millones de dólares. No es un fenómeno aislado, excepto quizá por el volumen: en todas las obras, de estadios o de lo que sea, gruesas cantidades de dinero fueran desviadas.
Mucho se prometió, poco se cumplió. No es tan difícil entender, por lo tanto, la frustración y la irritación de la mayor parte de los brasileños. El país soñó, por años y años, con abrigar un Mundial. Al fin y al cabo, en esta tierra el fútbol es una religión con seguidores fanáticos y hasta los no creyentes se dejan conmocionar cada cuatro años. Lo que se preguntan los brasileños, entre uno y otro brote de irritación, es ¿por qué nada funcionó? ¿Por qué se prometió tanto y se entrega tan poco?
Dilma Rousseff, la presidenta, es futbolera. Acompaña los partidos y en charlas privadas muestra que entiende bastante del tema. Lula da Silva, más que futbolero, es un fanático radical. Sin embargo, en sus poco más de tres últimos años de presidencia (entre noviembre de 2007, cuando logró traer el Mundial para Brasil, y diciembre de 2010, cuando encerró su segundo mandato), Lula pudo constatar la extrema lentitud con que se empezaba a cumplir todo lo que él mismo prometió a los halcones de la FIFA. Dilma tuvo otros tres años y medio y, bueno, las cosas están como están. Los dos dicen lo mismo: habrá un legado importante de obras y beneficios para los brasileños, cuando termine el Mundial. Todo indica que será verdad. Lo que ocurre es que el Mundial tiene fecha de cierre, pero las obras no.
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