Selección de textos del libro «El fútbol a sol y sombra» de Eduardo Galeano

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El fútbol

La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí.

En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable.
A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez.
El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohibe la osadía.
Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad.

 

¿El opio de los pueblos?

¿En qué se parece el fútbol a Dios?. En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que el tienen muchos intelectuales.

En 1880, en Londres, Rudyard Kipling se burló del fútbol y de «las almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan». Un siglo después, en Buenos Aires, Jorge Luis Borges fue más que sutil: dictó una conferencias sobre le tema de la inmortalidad el mismo día, y a la misma hora, en la selecci ón argentina estaba disputando su primer partido en el Mundial del ?78.
El desprecio de muchos intelectuales conservadores se funda en la en la certeza de que la idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo merece. Poseída por el fútbol, la plebe piensa con los pies, que es lo suyo, y en ese goce subalterno se realiza. El instinto animal se impone a la razón humana, la ignorancia aplasta a la Cultura, y así la chusma tiene lo que quiere.
En cambio, muchos intelectuales de izquierda descalifican al fútbol porque castra a las masas y desvía su energía revolucionaria. Pan y circo, circo sin pan: hipnotizados por la pelota, que ejerce una perversa fascinaci ón, los obreros atrofian su conciencia y se dejan llevar como un rebaño por sus enemigos de clase.
Cuando el fútbol dejó de ser cosas de ingleses y de ricos, en el Río de la Plata nacieron los primeros clubes populares, organizados en los talleres de los ferrocarriles y en los astilleros de los puertos. En aquel entonces, algunos dirigentes anarquistas y socialistas denunciaron esta maquinación de la burguesía destinada a evitar la huelgas y enmascarar las contradicciones sociales.
La difusión del fútbol en el mundo era el resultado de una maniobra imperialista para mantener en la edad infantil a los pueblos oprimidos.
Sin embargo, el club Argentinos Juniors nació llamándose Mártires de Chicago, en homenaje a los obreros anarquistas ahorcados un primero de mayo, y fue un primero de mayo el día elegido para dar nacimiento al club Chacarita, bautizado en una biblioteca anarquista de Buenos Aires. En aquellos primeros años del siglo, no faltaron intelectuales de izquierda que celebraron al fútbol en lugar de repudiarlo como anestesia de la conciencia.
Entre ellos, el marxista italiano Antonio Gramsci, que elogió «este reino de la lealtad humana ejercida al aire libre».

 

La pelota como bandera

En el verano de 1916, en plena guerra mundial, un capitán inglés se lanzó al asalto pateando una pelota. El capitán Nevill saltó del parapeto que lo protegía, y corriendo tras la pelota encabezó el asalto contra las trincheras alemanas. Su regimiento, que vacilaba, lo siguió.

El capitán murió de un cañonazo, pero Inglaterra conquistó aquella tierra de nadie y pudo celebrar la batalla como la primera victoria del fútbol inglés en el frente de guerra.
Muchos años después, ya en los fines del siglo, el dueño del club Milan ganó las elecciones italianas con una consigna, Forza Italia!, que provenía de las tribunas de los estadios. Silvio Berlusconi prometió que salvaría a Italia como había salvado al Milan, el superequipo campeón de todo, y los electores olvidaron que algunas de sus empresas estaban a la orilla de la ruina.
El fútbol y la patria están siempre atados; y con frecuencia los políticos y los dictadores especulan con esos vínculos de identidad. La escuadra italiana ganó los mundiales del ’34 y del ’38 en nombre de la patria y de Mussolini, y sus jugadores empezaban y terminaban cada partido vivando a Italia y saludando al público con la palma de la mano extendida.

También para los nazis, el fútbol era una cuestión de Estado. Un monumento recuerda, en Ucrania, a los jugadores del Dínamo de Kiev de 1942. En plena ocupación alemana, ellos cometieron la locura de derrotar a una selección de Hitler en el estadio local. Le habían advertido: -Si ganan mueren.
Entraron resignados a perder, temblando de miedo y de hambre, pero no pudieron aguantarse las ganas de ser dignos. Los once fueron fusilados con las camisetas puestas, en lo alto de un barranco, cuando terminó el partido.
Fútbol y patria, fútbol y pueblo: en 1934, mientras Bolivia y Paraguay se aniquilaban mutuamente en la guerra del Chaco, disputando un desierto pedazo de mapa, la Cruz Roja paraguaya formó un equipo de fútbol, que jugó en varias ciudades de Argentina y Uruguay y juntó bastante dinero para atender a los heridos de ambos bandos en el campo de batalla.

Tres años después, durante la guerra de España, dos equipos peregrinos fueron símbolos de la resistencia democrática. Mientras el general Franco, del brazo de Hitler y Mussolini, bombardeaba a la república española, una selección vasca recorría Europa y el club Barcelona disputaba partidos en Estados Unidos y en México.
El gobierno vasco envió al equipo Euzkadi a Francia y a otros países con la misión de hacer propaganda y recaudar fondos para la defensa. Simultáneamente, el club Barcelona se embarcó hacia América. Corría el año 1937, y ya el presidente del club Barcelona había caído bajo las balas franquistas. Ambos equipos encarnaron, en los campos de fútbol y también fuera de ellos, a la democracia acosada.

Sólo cuatro jugadores catalanes regresaron a España durante la guerra. De los vascos, apenas uno. Cuando la República fue vencida, la FIFA declaró en rebeldía a los jugadores exiliados, y los amenazó con la inhabilitación definitiva, pero unos cuantos consiguieron incorporarse al fútbol latinoamericano. Con varios vascos se formó, en México, el club España, que resultó imbatible en sus primeros tiempos. El delantero del equipo Euzkadi, Isidro Lángara, debutó en el fútbol argentino en 1939. En el primer partido metió cuatro goles. Fue en el club San Lorenzo, donde también brilló Angel Zubieta, que había jugado en la línea media de Euzkadi.
Después, en México, Lángara encabezó la tabla de goleadores de 1945 en el campeonato local.

El club modelo de la España de Franco, el Real Madrid, reinó en el mundo entre 1956 y 1960. Este equipo deslumbrante ganó al hilo cuatro copas de la Liga española, cinco copas de Europa y una intercontinental. El Real Madrid andaba por todas partes y siempre dejaba a la gente con la boca abierta. La dictadura de Franco había encontrado una insuperable embajada ambulante. Los goles que la radio transmitía eran clarinadas de triunfo más eficaces que el himno Cara al sol. En 1959, uno de los jefes del régimen, José Solís, pronunció un discurso de gratitud ante los jugadores, «porque gente que antes nos odiaba, ahora nos comprende gracias a vosotros».

Como el Cid Campeador, el Real Madrid reunía la virtudes de la Raza, aunque su famosa línea de ataque se parecía más bien a la Legión Extranjera. En ella brillaba un francés, Kopa, dos argentinos, Di Stéfano y Rial, el uruguayo Santamaría y el húngaro Puskas.
A Ferenk Puskas lo llamaban Cañoncito Pum, por las virtudes demoledoras de su pierna izquierda, que tambi én sabía ser un guante. Otros húngaros, Ladislao Kubala, Zoltan Czibor y Sandor Kocsis, se lucían en el club Barcelona en esos años. En 1954 se colocó la primera piedra del Camp Nou, el gran estadio que nació de Kubala: el gentío que iba a verlo jugar, pases al milímetro, remates mortíferos, no cabía en el estadio anterior.
Czibor, mientras tanto, sacaba chispas de los zapatos.

El otro húngaro del Barcelona, Kocsis, era un gran cabeceador.

Cabeza de oro, lo llamaban, y un mar de pañuelos celebraba sus goles. Dicen que Kocsis fue la mejor cabeza de Europa, después de Churchill.
En 1950, Kubala había integrado un equipo húngaro en el exilio, lo que le valió una suspensión de dos años, decretada por la FIFA. Después, la FIFA sancionó con más de un año de suspensión a Puskas, Czibor, Kocsis y otros húngaros que habían jugado en otro equipo en el exilio desde fines de 1956, cuando la invasión soviética aplastó la resurrección popular.

En 1958, en plena guerra de la independencia, Argelia formó una selección de fútbol que por primera vez vistió los colores patrios. Integraban su plantel Makhloufi, Ben Tifour y otros argelinos que jugaban profesionalmente en el fútbol francés.

Bloqueada por la potencia colonial, Argelia sólo consigui ó jugar con Marruecos, país que por semejante pecado fue desafiliado de la FIFA durante algunos años, y además disputó unos pocos partidos sin trascendencia, organizados por los sindicatos deportivos de ciertos países árabes y del este de Europa. La FIFA cerró todas las puertas a la selección argelina y el fútbol francés castigó a esos jugadores decretando su muerte civil. Presos por contrato, ellos nunca más podrían volver a la actividad profesional.

Pero después Argelia conquistó la independencia, el fútbol francés no tuvo más remedio que volver a llamar a los jugadores que sus tribunas añoraban.

 

El estadio

¿Ha entrado usted, alguna vez, a un estadio vacío? Haga la prueba. Párese en medio de la cancha y escuche. No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie. En Wembley suena todavía el griterío del Mundial del 66, que ganó Inglaterra, pero aguzando el oído puede usted escuchar gemidos que vienen del 53, cuando los húngaros golearon a la selección inglesa. El Estadio Centenario, de Montevideo, suspira de nostalgia por las glorias del fútbol uruguayo.
Maracaná sigue llorando la derrota brasileña en el Mundial del 50. En la Bombonera de Buenos Aires, trepidan tambores de hace medio siglo. Desde las profundidades del estadio Azteca, resuenan los ecos de los cánticos ceremoniales del antiguo juego mexicano de pelota. Habla en catalán el cemento del Camp Nou, en Barcelona, y en euskera conversan las gradas de San Mamés, en Bilbao. En Milán, el fantasma de Giuseppe Meazza mete goles que hacen vibrar al estadio que lleva su nombre. La final del Mundial del 74, que ganó Alemania, se juega día tras día y noche tras noche en el Estadio Olímpico de Munich. El estadio del rey Fahd, en Arabia Saudita, tiene palco de mármol y oro y tribunas alfombradas, pero no tiene memoria ni gran cosa que decir.

 

El hincha

Una vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al estadio.
Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpientes y el papel picado; la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinaci ón hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles, batiéndose a duelo contra los demonios de turno.
Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovaci ón y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros est án vendidos, todos los rivales son tramposos.
Rara vez el hincha dice: «hoy juega mi club». Más bien dice: «Hoy jugamos nosotros». Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música.
Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra su victoria; qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su derrota; otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval.

 

El fanático

El fanático es el hincha en el manicomio.

La manía de negar la evidencia ha terminado por echar a pique a la razón y a cuanta cosa se le parezca, y a la deriva navegan los restos del naufragio en estas aguas hirvientes, siempre alborotadas por la furia sin tregua.
El fanático llega al estadio envuelto en la bandera del club, la cara pintada con los colores de la adorada camiseta, erizado de objetos estridentes y contundentes, y ya por el camino viene armando mucho ruido y mucho lío.
Nunca viene solo. Metido en la barra brava, peligroso ciempiés, el humillado se hace humillante y da miedo el miedoso. La omnipotencia del domingo conjura la vida obediente del resto de la semana, la cama sin deseo, el empleo sin vocación o el ningún empleo: liberado por un día, el fanático tiene mucho que vengar.
En estado de epilepsia mira el partido, pero no lo ve.
Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla. La sola existencia del hincha del otro club constituye una provocación inadmisible. El Bien no es violento, pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre culpable, merece que le retuerzan el pescuezo. El fanático no puede distraerse, porque el enemigo acecha por todas partes. También está dentro del espectador callado, que en cualquier momento puede llegar a opinar que el rival está jugando correctamente, y entonces tendrá su merecido.

El jugador

Corre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los cielos de la gloria; al otro, los abismos de la ruina.
El barrio lo envidia: el jugador profesional se ha salvado de la fábrica o de la oficina, le pagan por divertirse, se sacó la lotería. Y aunque tenga que sudar como una regadera, sin derecho a cansarse ni a equivocarse, él sale en los diarios y en la tele, las radios dicen su nombre, las mujeres suspiran por él y los niños quieren imitarlo.
Pero él, que había empezado jugando por el placer de jugar, en las calles de tierra de los suburbios, ahora juega en los estadios por el deber de trabajar y tiene la obligación de ganar o ganar.
Los empresarios lo compran, lo venden, lo prestan; y él se deja llevar a cambio de la promesa de más fama y más dinero. Cuanto más éxito tiene, y más dinero gana, más preso está. Sometido a disciplina militar, sufre cada día el castigo de los entrenamientos feroces y se somete a los bombardeos de analgésicos y las infiltraciones de cortisona que olvidan el dolor y mienten la salud. Y en las vísperas de los partidos importantes, lo encierran en un campo de concentración donde cumple trabajos forzados, come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo.
En los otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero el jugador de fútbol puede ser viejo a los treinta años. Los músculos se cansan temprano: -Éste no hace un gol ni con la cancha en bajada.
-¿Éste? Ni aunque le aten las manos al arquero.
O antes de los treinta, si un pelotazo lo desmaya de mala manera, o la mala suerte le revienta un músculo, o una patada le rompe un hueso de esos que no tienen arreglo. Y algún mal día el jugador descubre que se ha jugado la vida a una sola baraja y que el dinero se ha volado y la fama también. La fama, señora fugaz, no le ha dejado ni una cartita de consuelo.

 

El arquero

También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas.
Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped.
Es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos.
Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores.
Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan.
El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace.
Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar?
Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa.
Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos.
Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso?
¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.

 

El gol

El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es cada vez menos frecuente en la vida moderna.
Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles: 0 a 0, dos bocas abiertas, dos bostezos. Ahora, los once jugadores se pasan todo el partido colgados del travesaño, dedicados a evitar los goles y sin tiempo para hacerlos.
El entusiasmo que se desata cada vez que la bala blanca sacude la red puede parecer misterio o locura, pero hay que tener en cuenta que el milagro se da poco.
El gol, aunque sea un golecito, resulta siempre gooooooooooooooooooooooool en la garganta de los relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso mudo para siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida de que es de cemento y se desprende de la tierra y se va al aire.

 

El ídolo

Y un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el maltratado, el despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol. Nace en cuna de paja y choza de lata y viene al mundo abrazado a una pelota.
Desde que aprende a caminar, sabe jugar. En sus años tempranos alegra los potreros, juega que te juega en los andurriales de los suburbios hasta que cae la noche y ya no se ve la pelota, y en sus años mozos vuela y hace volar en los estadios. Sus artes malabares convocan multitudes, domingo tras domingo, de victoria en victoria, de ovación en ovación.
La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita. En el pecho de su pie, ella descansa y se hamaca. Él le saca lustre y la hace hablar, y en esa charla de dos conversan millones de mudos. Los nadies, los condenados a ser por siempre nadies, pueden sentirse álguienes por un rato, por obra y gracia de esos pases devueltos al toque, esas gambetas que dibujan zetas en el césped, esos golazos de taquito o de chilena: cuando juega él, el cuadro tiene doce jugadores.
-¿Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte!
La pelota ríe, radiante, en el aire. Él la baja, la duerme, la piropea, la baila, y viendo esas cosas jamás vistas sus adoradores sienten piedad por sus nietos aún no nacidos, que no las verán.
Pero el ídolo es ídolo por un rato nomás, humana eternidad, cosa de nada; y cuando al pie de oro le llega la hora de la mala pata, la estrella ha concluido su viaje desde el fulgor hasta el apagón. Está ese cuerpo con más remiendos que traje de payaso, y ya el acróbata es un paralítico, el artista una bestia: -¡Con la herradura no!
La fuente de la felicidad pública se convierte en el pararrayos del público rencor: -¡Momia!
A veces el ídolo no cae entero. Y a veces, cuando se rompe, la gente le devora los pedazos.

 

El mejor negocio del planeta

Al sur del mundo, éste es el itinerario del jugador con buenas piernas y buena suerte: de su pueblo pasa a una ciudad del interior; de la ciudad del interior pasa a un club chico de la capital del país; en la capital, el club chico no tiene más remedio que venderlo a un club grande; el club grande, asfixiado por las deudas, lo vende a otro club más grande de un país más grande; y finalmente el jugador corona su carrera en Europa.

 

El director técnico

Antes existía el entrenador, y nadie le prestaba mayor atención. El entrenador murió, calladito la boca, cuando el juego dejó de ser juego y el fútbol profesional necesitó una tecnocracia del orden. Entonces nació el director técnico, con la misión de evitar la improvisación, controlar la libertad y elevar al máximo el rendimiento de los jugadores, obligados a convertirse en disciplinados atletas.
El entrenador decía: Vamos a jugar.
El técnico dice: Vamos a trabajar.
Ahora se habla en números. El viaje desde la osadía hacia el miedo, historia del fútbol en el siglo veinte, es un tránsito desde el 2-3-5 hacia el 5-4-1. pasando por el 4-3-3 y el 4-4-2. Cualquier profano es capaz de traducir eso, con un poco de ayuda, pero después, no hay quien pueda. A partir de allí, el director técnico desarrolla fórmulas misteriosas como la sagrada concepción de Jes ús, y con ellas elabora esquemas tácticos más indescifrables que la Santísima Trinidad.
Del viejo pizarrón a las pantallas electrónicas; ahora las jugadas magistrales se dibujan en una computadora y se enseñan en video. Esas perfecciones rara vez se ven, después, en los partidos que la televisión transmite.
Más bien la televisión se complace exhibiendo la crispación en el rostro del técnico, y lo muestra mordiéndose los puños o gritando orientaciones que darían vuelta al partido si alguien pudiera entenderlas.
Los periodistas lo acribillan en la conferencia de prensa, cuando el encuentro termina. El técnico jamás cuenta el secreto de sus victorias, aunque formula admirables explicaciones de sus derrotas: Las instrucciones eran claras, pero no fueron escuchadas, dice, cuando el equipo pierde por goleada ante un cuadrito de morondanga. O ratifica la confianza en sí mismo, hablando en tercera persona más o menos así: «Los reveses sufridos no empañan la conquista de una claridad conceptual que el técnico ha caracterizado como una síntesis de muchos sacrificios necesarios para llegar a la eficacia».
La maquinaria del espectáculo tritura todo, todo dura poco, y el director técnico es tan desechable como cualquier otro producto de la sociedad de consumo. Hoy el público le grita: ¡No te mueras nunca!
Y el Domingo que viene lo invita a morirse.
El cree que el futbol es una ciencia y la cancha un laboratorio, pero los dirigentes y la hinchada no sólo le exigen la genialidad de Einstein y la sutileza de Freud, sino también la capacidad milagrera de la Virgen de Lourdes y el aguante de Gandhi.

 

El árbitro

El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenaci ón: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.
Los jueces de línea, que ayudan pero no mandan, miran de afuera. Sólo el árbitro entra al campo de juego; y con toda razón se persigna al entrar, no bien se asoma ante la multitud que ruge.
Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimidad del fútbol: todos lo odian. Lo silban siempre, jamás lo aplauden. Nadie corre más que él. Él es el único que está obligado a correr todo el tiempo. Todo el tiempo galopa, deslomándose como un caballo, este intruso que jadea sin descanso entre los veintidós jugadores; y en recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla exigiendo su cabeza. Desde el principio hasta el fin de cada partido, sudando a mares, el árbitro está obligado a perseguir la blanca pelota que va y viene entre los pies ajenos.
Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero jamás esa gracia le ha sido otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo, todo el público recuerda a su madre. Y sin embargo, con tal de estar ahí, en el sagrado espacio verde donde la pelota rueda y vuela, él aguanta insultos, abucheos, pedradas y maldiciones.
A veces, raras veces, alguna decisión del arbitro coincide con la voluntad del hincha, pero ni así consigue probar su inocencia. Los derrotados pierden por él y los victoriosos ganan a pesar de él. Coartada de todos los errores, explicación de todas las desgracias. Los hinchas tendrían que inventarlo si él no existiera. Cuánto más lo odian, más lo necesitan.
Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora disimula con colores.

 

El Fútbol Criollo

Fue un proceso imparable. Como el tango, el futbol crecio desde los suburbios… Lindo viaje habia hecho el futbol: habia sido organizado en los colegios y universidades inglesas, y en America del Sur alegraba la vida de gente que nunca habia pisado una escuela.
En las canchas de Buenos Aires y de Montevideo, nacia un estilo. Una manera propia de jugar al futbol iba abriendose paso, mientras una manera propia de bailar se afirmaba en los patios milongueros. Los bailarines dibujaban filigranas, floreandose en una sola baldoza, y los futbolistas inventaban su lenguaje en el minusculo espacio donde la pelota no era pateada sino retenida y poseida, como si los pies fueran manos trenzando el cuero. Y en los pies de los primeros virtuosos criollos, nacio el toque: la pelota tocada como si fuera guitarra, fuente de musica.
Simultaneamente, el futbol se tropicalizaba en Rio de Janeiro y San Pablo. Eran los pobres quienes lo enriquecian, mientras lo expropiaban. Este deporte extranjero se hacia brasileno a medida que dejaba de ser el privilegio de unos pocos jovenes acomodados, que lo jugaban copiando, y era fecundado por la energia creadora del pueblo que lo descubria. Y asi nacia el futbol mas hermoso del mundo, hecho de quiebres de cintura, ondulaciones de cuerpo y vuelos de piernas que venian de la capoeira, danza guerrera de los esclavos negros, y de los bailongos alegres de los arrabales de las grandes ciudades.

 

El lenguaje de los doctores del fútbol

Vamos a sintetizar nuestro punto de vista, formulando una primera aproximación a la problemática táctica, técnica y física del cotejo que se ha disputado esta tarde en el campo del Unidos Venceremos Fútbol Club, sin caer en simplificaciones incompatibles con un tema que sin duda nos está exigiendo análisis más profundos y detallados y sin incurrir en ambigüedades que han sido, son y serán ajenas a nuestra prédica de toda una vida al servicio de la afición deportiva.
Nos resultaría cómodo eludir nuestra responsabilidad atribuyendo el revés del once locatario a la discreta performance de sus jugadores, pero la excesiva lentitud que indudablemente mostraron en la jornada de hoy a la hora de devolucionar cada esférico recepcionado no justifica de ninguna manera, entiéndase bien, señoras y señores, de ninguna manera, semejante descalificación generalizada y por lo tanto injusta. No, no y no. El conformismo no es nuestro estilo, como bien saben quienes nos han seguido a lo largo de nuestra trayectoria de tantos años, aquí en nuestro querido país y en los escenarios del deporte internacional e incluso mundial, donde hemos sido convocados a cumplir nuestra modesta función.
Así que vamos a decirlo con todas las letras, como es nuestra costumbre: el éxito no ha coronado la potencialidad orgánica del esquema de juego de este esforzado equipo porque lisa y llanamente sigue siendo incapaz de canalizar adecuadamente sus espectativas de una mayor proyección ofensiva hacia el ámbito de la valla rival.
Ya lo decíamos el Domingo próximo pasado y así lo afirmamos hoy, con la frente alta y sin pelos en la lengua, porque siempre hemos llamado al pan pan y al vino vino y continuaremos denunciando la verdad, aunque a muchos les duela, caiga quien caiga y cueste lo que cueste.

 

El Mundial del 30

Un terremoto sacudía el sur de Italia enterrando a mil quinientos napolitanos, Marlene Dietrich interpretaba El ángel azul, Stalin culminaba su usurpación de la revoluci ón rusa, se suicidaba el poeta Vladimir Maiakovski.
Los ingleses arrojaban a la cárcel a Mahatma Gandhi, que exigía la independencia y queriendo patria había paralizado a la India, mientras bajo las mismas banderas AUGUSTO CESAR SANDINO alzaba a los campesinos de Nicaragua en las otras Indias, las nuestras, y los marines norteamericanos intentaban vencerlo por hambre incendiando las siembras.
En los Estados Unidos había quien bailaba el reciente boogie-woogie, pero la euforia de los locos años 20 había sido noqueada por los feroces golpes de la crisis del 29.
La bolsa de Nueva York había caído a pique y en derrumbe había volteado los precios internacionales y estaba arrastrando al abismo a varios gobiernos latinoamericanos.
En el despeñadero de la crisis mundial, la ruina del precio del estaño tumbaba al presidente Hernando Siles, en Bolivia, y colocaba en su lugar a un general, mientras el desplome de los precios de la carne y el trigo derribaban al presidente Hipólito Yrigoyen, en la Argentina, y en su lugar instalaba a otro general. En la República Dominicana, la caída del precio de la azúcar habría el largo ciclo de la dictadura del también general Rafael Leónidas Trujillo, que inauguraba su poder bautizando con su nombre a la capital y al puerto.
En el Uruguay, el Golpe de Estado iba a estallar tres años después. En 1930, el país sólo tenía ojos y oídos para el primer Campeonato Mundial de Fútbol. Las victorias uruguayas en las dos últimas olimpíadas, disputadas en Europa, habían convertido al Uruguay en el inevitable anfitrión del primer torneo.
Doce naciones llegaron al puerto de Montevideo. Toda Europa estaba invitada, pero sólo cuatro seleccionados europeos atravesaron el océano hacia estas playas del sur: «Eso está muy lejos de todo», decían en Europa y el pasaje sale caro.
Un barco trajo desde Francia el trofeo Jules Rimet, acompañado por el propio don Jules, presidente de la FIFA, y por la selección francesa de fútbol, que vino a regañadientes Uruguay estrenó con bombos y platillos un monumental escenario construido en ocho meses. El estadio se llamó Centenario, para celebrar el cumpleaños de la Constitución que un siglo antes había negado los derechos civiles a las mujeres, a los analfabetos y a los pobres.
En las tribunas no cabía un alfiler cuando Uruguay y Argentina disputaron la final del campeonato. El estadio era un mar de sombreros de paja. También los fotógrafos usaban sombreros, y cámaras con trípode. Los arqueros llevaban gorras y el juez lucía un bombachudo negro que le cubría las rodillas.
La final del Mundial del 30 no mereció más que una columna de veinte líneas en el diario italiano La Gazzetta dello Sport. Al fin y al cabo, se estaba repitiendo la historia de las Olimpíadas de Amsterdam, en 1928; los dos países del río de la Plata ofendían a Europa mostrando dónde estaba el mejor fútbol del mundo.
Como en el 28, Argentina quedó en segundo lugar.
Uruguay, que iba perdiendo 2 a 1 en el primer tiempo, acabó ganando 4 a 2 y de consagró campeón. Para arbitra la final, el belga John Langenus había exigido un seguro de vida, pero no ocurrió nada más grave que algunas trifulcas en las gradas. Después, un gentío apedre ó el consulado uruguayo en Buenos Aires.
El tercer lugar del campeonato correspondió a los Estados unidos, que contaban en sus filas con unos cuantos jugadores escoceses recién nacionalizados, y el cuarto puesto fue para Yugoslavia.
Ni un solo partido terminó empatado. El argentino Stábile encabezó la lista de goleadores, con ocho tantos, seguido por el uruguayo Cea, con cinco. El francés Louis Laurent hizo el primer gol de las historia de los mundiales, jugando contra México.

 

Las Fuerzas Ocultas

«Un jugador uruguayo, Adhemar Canavessi, se sacrifico para conjurar el daño de su propia presencia en la final de la Olimpiada del 28, en Amsterdam. Uruguay iba a disputar esa final contra Argentina. Canavessi decidio quedarse en el hotel y se bajo del autobus que llevaba a los jugadores al estadio. Todas las veces que el habia enfrentado a los argentinos, la seleccion uruguaya habia perdido, y en la ultima ocasion el habia tenido la mala pata de hacerse un gol en contra. En el partido de Amsterdam, sin Canavessi, Uruguay gano.
El dia anterior, Carlos Gardel habia cantado para los jugadores argentinos en el hotel donde se hospedaban.
Para darles suerte, habia estrenado un tango llamado Dandy. Dos anos despues, se repitio la historia: Gardel volvio a cantar Dandy deseando exito a la seleccion argentina.
Esa segunda vez fue en visperas de la final del Mundial del 30, que tambien gano Uruguay.
Muchos juran que la intencion estaba fuera de toda sospecha, pero mas de uno cree que ahi tenemos la prueba de que Gardel era uruguayo».

 

El Mundial del 34

Johnny Weissmüller lanzaba su primer aullido de Tarzán, el primer desodorante industrial aparecía en el mercado, la policía de Louisiana acribillaba a balazos a Bonnie and Clyde. Bolivia y Paraguay, los dos países más pobres de América del Sur, se desangraban disputando el petróleo del Chaco en nombre de la Standard Oil y la Shell. Sandino, que había vencido a los marines en Nicaragua, caía acribillado en una emboscada y Somoza, el asesino, iniciaba su dinastía. Mao desataba la larga marcha de la revolución en los campos de China.
En Alemania, Hitler se consagraba Führer del Tercer Reich y promulgaba la ley en defensa de la raza aria, que obligaba a esterilizar a los enfermos hereditarios y a los criminales, mientras que Mussolini inauguraba, en Italia, el segundo Campeonato Mundial de Fútbol. Los carteles del campeonato mostraban un hércules que hacía el saludo fascista con una pelota a sus pies. El Mundial del 34 en Roma fue, para il Duce, una gran operaci ón de propaganda. Mussolini asistió a todos los partidos desde el palco de honor, el mentón alzado hacia las tribunas repletas de camisas negras, y los once jugadores del equipo italiano le dedicaron sus victorias con la palma extendida.
Pero el camino hacia el título no resultó fácil. El partido entre Italia y España fue el más triturador de la historia de los mundiales: la batalla duró 210 minutos y terminó al día siguiente, cuando varios jugadores hab ían quedado fuera de combate por las heridas de guerra o porque ya no daban más. Ganó Italia, sin cuatro de sus jugadores titulares. España terminó con siete titulares menos. Entre los españoles lastimados, estaban los dos mejores: el atacante Lángara y el arquero Zamora, el que hipnotizaba en el área.
En el estadio del partido Nacional Fascista, Italia disputó contra Checoslovaquia la final del campeonato.
Ganó en el alargue, 2 a 1. Dos jugadores argentinos, recién nacionalizados italianos, aportaron lo suyo: Orsi metió el primer gol, gambeteando al arquero, y otro argentino, Guaita, sirvió el pase del gol de Schiavio que brindó a Italia su primera Copa mundial.
En el 34, participaron dieciséis países: doce europeos, tres americanos y Egipto, solitario representante del resto del mundo. El campeón, Uruguay, se negó a viajar, porque Italia no había venido al primer Mundial en Montevideo.
Detrás de Italia y Checoslovaquia, Alemania y Austria ganaron el tercer y cuarto puesto. El jugador checoslovaco Nejedly fue el goleador, con cinco tantos, seguido por Conen, de Alemania, y Schiavio, de Italia, con cuatro.

 

El Mundial del 38

Max Theiler descubría la vacuna contra la fiebre amarilla, nacía la fotografía en colores, Walt Disney estrenaba Blancanieves, Einsestein filmaba Alejandro Nevski.
El nailon, recién inventado por un profesor de Harvard, empezaba a convertirse en paracaídas y medias de mujer.
Se suicidaban los poetas argentinos Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones. Lázaro Cárdenas nacionalizaba el petróleo en México y enfrentaba el bloqueo y otras furias de las potencias occidentales. Orson Welles inventaba una invasión de los marcianos a los Estados Unidos y la transmitía por radio, para asustar incautos, mientras la Standard Oil exigía que los Estados Unidos invadieran México de verdad, para castigar el sacrilegio de Cárdenas y prevenir el mal ejemplo.
En Italia se redactaba el Manifiesto sobre la raza, empezaban los atentados antisemitas, Alemania ocupaba Austria, Hitler se dedicaba a cazar judíos y a devorar territorios. El gobierno inglés enseñaba a los ciudadanos a defenderse de los gases asfixiantes y mandaba acopiar alimentos. Franco acorralaba los últimos bastiones de la república española y el Vaticano reconocía su gobierno. Cesar Vallejo moría en París, quizás con aguacero, mientras Sartre publicaba La náusea. Y ahí, en París, donde Picasso exhibía su Guernica denunciando el tiempo de la infamia, se inauguraba el tercer Campeonato Mundial de Fútbol bajo la sombra acechante de la guerra que se venía. En el estadio de Colombes, el presidente de Francia, Albert Lebrun, dio el puntapié inicial: apuntó a la pelota, pero pegó en el suelo.
Como el anterior, éste fue un campeonato de Europa, Sólo dos países americanos, y once europeos, participaron en el Mundial del 38. La selección de Indonesia, que todavía se llamaba Indias Holandesas, llegó a París en solitaria representación de todo el resto del planeta.
Alemania incorporó cinco jugadores de la recién anexada Austria. La escuadra alemana así reforzada irrumpió dándose aires de muy imbatible, con la cruz esvástica en el pecho y toda la simbología nazi del poder, pero tropez ó y cayó ante la modesta Suiza. La derrota alemana ocurrió pocos días antes de que la supremacía aria sufriera un duro golpe en Nueva York, cuando el boxeador negro Joe Louis pulverizó al campeón germano Max Schmeling.
Italia, en cambio, repitió su campaña de la Copa anterior.
En las semifinales, los azzurri derrotaron al Brasil.
Hubo un penal dudoso, los brasileños protestaron en vano. Como en el 34, todos los arbitros eran europeos.
Después llegó la final, que Italia disputó contra Hungr ía. Para Mussolini, este triunfo era una cuestión de Estado. En la víspera, los jugadores italianos recibieron, desde Roma, un telegrama de tres palabras, firmado por el jefe del fascismo: Vencer o morir. No hubo necesidad de morir, porque Italia ganó 4 a 2. Al día siguiente, los vencedores vistieron uniforme militar en la ceremonia de celebración, que el Duce presidió.
El diario La Gazzetta dello Sport exaltó entonces «la apoteosis del deporte fascista en esta victoria de la raza».
Poco antes, la prensa oficial italiana había celebrado así la derrota de la selección brasileña: «Saludamos el triunfo de la itálica inteligencia sobre la fuerza bruta de los negros».
La prensa internacional eligió, mientras tanto, a los mejores jugadores del torneo. Entre ellos, dos negros, Leônidas y Domingos da Guia. Leônidas fue, además, el goleador, con ocho tantos, seguido por el húngaro Zsengeller, con siete. De los goles de Leônidas, el más hermoso fue hecho contra Polonia, a pie descalzo.
Leónidas había perdido el zapato, en el barro del área, bajo la lluvia torrencial.

 

Gol de Atilio

Fue en 1939, Nacional de Montevideo y Boca Juniors de Buenos Aires iban empatados en dos goles, y el partido estaba llegando a su fin. Los de Nacional atacaban; los de Boca, replegados, aguantaban, Entoncés Atilio García recibió la pelota, enfrentó una jungla de piernas, abrió espacio por la derecha y se tragó la cancha comiendo rivales.
Atilio estaba acostumbrado a los hachazos. Le daban con todo, sus piernas eran un mapa de cicatrices. Aquelle tarde, en el camino al gol, recibió trancazos duros de Angeletti y Suarez, y el se dio el lujo de eludirlos dos veces. Valussi le desgarró la camisa, lo agarró de un brazo y le tiró una patada y el corpulento Ibañez se le planto delante en plena carrera, pero la pelota formaba parte del cuerpo de Atilio y nadie podía parar esa tromba que volteaba jugadores como si fueran muñecos de trapo, hasta que por fin Atilio se desprendió de la pelota y su disparo tremebundo sacudió la red.
El aire olía a pólvora. Los jugadores de Boca rodearon al árbitro: le exigían que anulara el gol por las faltas que ELLOS habían cometido. Como el árbitro no les hizo caso, los jugadores se retiraron, indignados, de la cancha.

 

El Mundial del 50

Nacía la televisión en colores, las computadoras hacían mil sumas por segundo, Marilyn Monroe asomaba en Hollywood. Una película de Buñuel, Los olvidados, se imponía en Cannes. El automóvil de Fangio triunfaba en Francia. Bertrand Russell ganaba el Nobel. Neruda publicaba su Canto general y aparecían las primeras ediciones de La vida breve, de Onetti, y de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz.
Albizu Campos, que mucho había peleado por la independencia de Puerto Rico, era condenado en Estados Unidos a setenta y nueve años de prisión. Un delator entregaba a Salvatore Giuliano, el legendario bandido del sur de Italia, que caía acribillado por la policía. En China, el gobierno de Mao daba sus primeros pasos prohibiendo la poligamia y la venta de niños. Las tropas norteamericanas entraban a sangre y fuego en la península de Corea, envueltas en la bandera de las Naciones Unidas, mientras los jugadores de fútbol aterrizaban en Río de Janeiro para disputar la cuarta Copa Rimet, después del largo paréntesis de los años de la guerra mundial.
Siete países americanos y seis naciones europeas, reci én resurgidas de los escombros, participaron en el torneo brasileño del 50. La FIFA prohibió que jugara Alemania.
Por primera vez, Inglaterra se hizo presente en el campeonato mundial. Hasta entonces, los ingleses no habían creído que tales escaramuzas fueran dignas de sus desvelos. El combinado inglés cayó derrotado ante los Estados Unidos, créase o no, y el gol de la victoria norteamericana no fue obra del general George Washington sino de un centrodelantero haitiano y negro llamado Larry Gaetjens.
Brasil y Uruguay disputaron la final en Maracaná. El dueño de casa estrenaba el estadio más grande del mundo.
Brasil era una fija, la final era una fiesta. Los jugadores brasileños, que venían aplastando a todos sus rivales de goleada en goleada, recibieron en la víspera, relojes de oro que al dorso decían: Para los campeones del mundo. Las primeras páginas de los diarios se habían impreso por anticipado, ya estaba armado el inmenso carruaje de carnaval que iba a encabezar los festejos, ya se había vendido medio millón de camisetas con grandes letreros que celebraban la victoria inevitable.
Cuando el brasileño Friaça convirtió el primer gol, un trueno de doscientos mil gritos y muchos cohetes sacudi ó al monumental estadio. Pero después Schiaffino clav ó el gol del empate y un tiro cruzado de Ghiggia otorgó el campeonato a Uruguay, que acabó ganando2a1. Cuando llegó el gol de Ghiggia, estalló el silencio en Maracaná, el más estrepitoso silencio de la historia del fútbol, y Ary Barroso, el músico autor de Aquarela do Brasil, que estaba transmitiendo el partido a todo el país, decidió abandonar para siempre el oficio de relator de fútbol.
Después del pitazo final, los comentaristas brasileños definieron la derrota como la peor tragedia de la historia de Brasil. Jules Rimet deambulaba por el campo, perdido, abrazado a la copa que llevaba su nombre: «Me encontré solo, con la copa en mis brazos y sin saber qué hacer. Terminé por descubrir al capitán uruguayo, Obdulio Varela, y se la entregué casi a escondidas». Le estreché la mano sin decir ni una palabra. En el bolsillo, Rimet tenía el discurso que había escrito en homenaje al campeón brasileño.
Uruguay se había impuesto limpiamente: la selección uruguaya cometió once faltas y la brasileña. El tercer puesto fue para Suecia. El cuarto, para España. El brasileño Ademir encabezó la tabla de goleadores, con nueve tantos, seguido por el uruguayo Schiaffino, con seis, y el español Zarra, con cinco.

 

Moacir Barbosa

A la hora de elegir el arquero del campeonato, los periodistas del Mundial del 50 votaron, por unanimidad, al brasileño Moacir Barbosa. Barbosa era también, sin duda, el mejor arquero de su país, piernas con resortes, hombre sereno y seguro que transmitía confianza al equipo, y siguió siendo el mejor hasta que se retiró de las canchas, tiempo después, con más de cuarenta años de edad. En tantos años de fútbol, Barbosa evitó quién sabe cuántos goles, sin lesionar jamás a ningún delantero.
Pero en aquella final del 50, el atacante uruguayo Ghiggia lo había sorprendido con un certero disparo desde la punta derecha. Barbosa, que estaba adelantado, pegó un salto hacia atrás, rozó la pelota y cayó. Cuando se levantó, seguro de que había desviado el tiro, encontró la pelota al fondo de la red. Y ése fue el gol que apabulló al estadio de Maracaná y consagró campeón al Uruguay.
Pasaron los años y Barbosa nunca fue perdonado. En 1993, durante las eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos, él quiso dar aliento a los jugadores de la selección brasileña. Fue a visitarlos a la concentración, pero las autoridades le prohibieron la entrada. Por entonces, vivía de favor en casa de una cuñada, sin más ingresos que una jubilación miserable. Barbosa coment ó: ? «En Brasil, la pena mayor por un crimen es de treinta años de cárcel. Hace 43 años que yo pago por un crimen que no cometí.» 35

 

Obdulio

Yo era chiquilín y futbolero, y como todos los uruguayos estaba prendido a la radio, escuchando la final de la Copa del Mundo. Cuando la voz de Carlos Solé me transmiti ó la triste noticia del gol brasileño, se me cayó el alma al piso. Entonces recurrí al más poderoso de mis amigos. Prometí a Dios una cantidad de sacrificios a cambió de que Él se apareciera en Maracaná y diera vuelta el partido.
Nunca conseguí recordar las muchas cosas que había prometido, y por eso nunca pude cumplirlas. Además, la victoria de Uruguay ante la mayor multitud jamás reunida en un partido de fútbol había sido sin duda un milagro, pero el milagro había sido más bien obra de un mortal de carne y hueso llamado Obdulio Varela. Obdulio había enfriado el partido, cuando se nos venía encima la avalancha, y después se había echado el cuadro entero al hombro y a puro coraje había empujado contra viento y marea.
Al fin de aquella jornada, los periodistas acosaron al héroe. Y él no se golpeó el pecho proclamando que somos los mejores y no hay quien pueda con la garra charrúa: «Fue casualidad» murmuró Obdulio, meneando la cabeza. Y cuando quisieron fotografiarlo, se puso de espaldas.
Pasó esa noche bebiendo cerveza, de bar en bar, abrazado a los vencidos, en los mostradores de Río de Janeiro.
Los brasileños lloraban. Nadie lo reconoció. Al día siguiente, huyó del gentío que lo esperaba en el aeropuerto de Montevideo, donde su nombre brillaba en un enorme letrero luminoso. En medio de la euforia, se escabulló disfrazado de Humphrey Bogart, con un sombrero metido hasta la nariz y un impermeable de solapas levantadas.
En recompensa por la hazaña, los dirigentes del fútbol uruguayo se otorgaron a sí mismos medallas de oro.
A los jugadores les dieron medallas de plata y algún dinero.
El premio que recibió Obdulio le alcanzó para comprar un Ford del año 31, que fue robado a la semana.

 

El Mundial del 54

Gelsomina y Zampanó brotaban de la mano mágica de Fellini y se echaban a payasear por La strada, sin apuro, mientras a toda velocidad Fangio se consagraba campeón mundial de automovilismo por segunda vez.
Jonas Salk preparaba la vacuna contra la poliomelitis.
En el Pacífico estallaba la primera bomba de hidrógeno.
En Vietnam, el general Giap noqueaba al ejército franc és en la fulminante batalla de Dien Bien Phu. En Argelia, otra colonia francesa, nacía la guerra de la independencia.
El general Stroessner era elegido presidente del Paraguay, en reñida competencia contra ningún candidato.
En Brasil, se estrechaba el cerco de los militares y empresario, armas y dineros, contra el presidente Getulio Vargas, que poco después se rompería el corazón de un balazo. Aviones norteamericanos bombardeaban Guatemala, con la bendición de la OEA, y un ejército fabricado en el norte invadía, mataba y vencía. Mientras en Suiza se cantaban los himnos de dieciséis países, inaugurando el quinto Campeonato Mundial de Fútbol, en Guatemala los vencedores cantaban el himno de los Estados Unidos celebrando la caída del presidente Arbenz, cuya ideología marxistaleninista estaba fuera de toda duda porque se había metido con las tierras de la United Fruit.
En el Mundial del 54, participaron once equipos europeos, tres americanos, Turquía y Corea del Sur. Brasil estrenó la camiseta amarilla con cuello verde, en vista de que la anterior camiseta, blanca, le había dado mala suerte en Maracaná. Pero el color canarito no tuvo efecto inmediato: Brasil fue derrotado por Hungría en un partido violento, y no pudo llegar ni a las semifinales. La delegación brasileña denunció ante la FIFA al árbitro inglés, que había actuado «al servicio del comunismo internacional, contra la Civilización Occidental y Cristiana».
Hungría era la gran favorita de esta Copa. El demoledor equipo de Puskas, Kocsis y Hidegkuti llevaba cuatro años invicto, y poco antes del Mundial había goleado a Inglaterra 7 a 1. Pero éste fue un campeonato extenuante.
Tras el duro enfrentamiento con los brasileños, los húngaros exprimieron sus energías contra los uruguayos.
Hungría y Uruguay jugaron a muerte, sin darse tregua, y se agotaron mutuamente hasta que dos goles de Kocsis definieron el partido en el alargue.
La final fue contra Alemania. Hungría ya la había derrotado por paliza, 8 a 3, al comienzo del Mundial, y en aquel partido había quedado fuera de combate el capit án Puskas. En la final, Puskas reapareció, jugando a duras penas en una sola pierna, al frente de un equipo brillante pero gastado. Hungría, que iba ganando 2 a 0, acabó perdiendo 3 a 2, y Alemania conquistó su primer título mundial. Austria obtuvo el tercer lugar. Uruguay, el cuarto.
El húngaro Kocsis fue el goleador de la Copa, con once tantos, seguido por el alemán Morlock, con ocho, y el austríaco Probst, con seis. De los once goles de Kocsis, el más golazo fue hecho contra Brasil. Kocsis se lanzó como un avión, voló un buen rato en el aire y cabeceó al ángulo.

 

Gol de Di Stéfano

Fue en 1957. España jugaba contra Bélgica. Miguel madrugó a la defensa belga, se infiltró por la derecha y lanzó un centro. Di Stéfano se arrojó en plancha y desde el aire remató, de taco, al gol. Alfredo Di Stéfano, el astro argentino que se había nacionalizado español, tenía la costumbre de meter goles así. Toda valla abierta era una crimen imperdonable, que exigía de inmediato castigo, y él ejecutaba la pena metiendo estocadas de duende bandido.

 

El Mundial del 58

Los Estados Unidos lanzaban un satélite a los altos cielos: la nueva lunita giraba en torno a la tierra, se cruzaba con los sputniks soviéticos y no los saludaba. Y mientras las grandes potencias competían en el más allá, en el más acá comenzaba la guerra civil de el Líbano, Argelia ardía, se incendiaba Francia y el general De Gaulle alzaba sus dos metros de altura sobre las llamas y promet ía la salvación. En Cuba fracasaba la huelga general de Fidel Castro contra la dictadura de Fulgencio Batista, pero en Venezuela otra huelga general volteaba la dictadura de Pérez Jiménez. En Colombia, conservadores y liberales bendecían con elecciones su reparto del poder, al cabo de una década de guerra de exterminio mutuo, mientras Richard Nixon era recibido a pedradas en su gira latinoamericana. José María Arguedas publicaba Los ríos profundos. Aparecían La región más transparente, de Carlos Fuentes, y los Poemas de amor de Idea Vilariño.
En Hungría, caían fusilados Imre Nagy y otros rebeldes del 56, que habían querido democracia en lugar de burocracia, y en Haití morían los rebeldes que se habían alzado al asalto del palacio donde Papa Doc Duvalier reinaba rodeado de brujos y verdugos. Juan XXIII, Juan el Bueno, era el nuevo Papa de Roma, el príncipe Carlos era el futuro monarca de Inglaterra, Barbie era la nueva reina de las muñecas, João Havelange conquistaba la corona brasileña en el negocio del fútbol, mientras en el arte del fútbol un muchacho de diecisiete años, llamado Pelé, se consagraba rey del mundo.
La consagración de Pelé tuvo lugar en Suecia, durante el sexto Campeonato Mundial. Participaron del torneo doce equipos europeos, cuatro americanos y ninguno de otras latitudes.
Los suecos pudieron ver los partidos en las canchas y también en sus casas. Ésta fue la primera vez que la Copa se transmitió por televisión, aunque sólo llegó en vivo y en directo al ámbito nacional y el resto del mundo la recibió después.
Ésta fue, también, primera vez que un país ganó la Copa jugando fuera de su continente. En el Mundial del 58, la selección brasileña empezó más o menos, pero fue arrolladora a partir del momento en que los jugadores se sublevaron y pudieron imponer al director técnico el equipo que ellos querían. Entonces, cinco suplentes se hicieron titulares. Entre ellos, Pelé, un adolescente desconocido, y Garrincha, que ya traía mucha fama desde Brasil y mucho se había lucido en los juegos previos, pero había sido excluido del Mundial porque los estudios psicotéc-nicos le habían diagnosticado debilidad mental. Ellos, suplentes negros de jugadores blancos, brillaron con luz propia en el nuevo equipo de estrellas, junto a otro negro de juego deslumbrante, Didí, que desde atrás les organizaba las magias.

Juego y fuego: el periódico World Sports, de Londres, dijo que había que restregarse los ojos para creer que aquello era cosa de este planeta. En las semifinales, contra la Francia de Kopa y Fontaine, los brasileños ganaron 5 a 2, y otra vez 5 a 2 en la final contra el dueño de casa. El capitán de Suecia, Liedholm, uno de los jugadores más limpios y elegantes de la historia del fútbol, convirtió el primer gol del partido, pero después Vavá, Pelé y Zagalo pusieron las cosas en su lugar, ante la atónita mirada del rey Gustavo Adolfo. Brasil fue campeón invicto.
Cuando terminó el partido, los jugadores regalaron la pelota a su hincha más devoto, el negro Américo, masajista.
Francia ocupó el tercer lugar y Alemania Federal, el cuarto.
El francés Fontaine encabezó la tabla de goleadores, con una lluvia de trece tantos, ocho de pierna derecha, cuatro de izquierda y uno de cabeza, seguido por Pelé y el alemán Helmut Rahn, que metieron seis.

 

Garrincha

Alguno de sus muchos hermanos lo bautizó Garrincha, que es el nombre de un pajarito inútil y feo. Cuando empezó a jugar al futbol, los médicos le hicieron la cruz, diagnosticaron que nunca llegará a ser un deportista este anormal, este pobre resto del hambre y de la poliomelitis, burro y cojo, con un cerebro infantil, una columna vertebral hecha una S y las dos piernas torcidas para el mismo lado.
Nunca hubo un puntero derecho como él. En el Mundial del 58 fue el mejor de su puesto. En el Mundial del 62, el mejor jugador del campeonato. Pero a lo largo de sus años en las canchas, Garrincha fue mas: él fue el hombre que dio mas alegrias en toda la historia del futbol.
Cuando él estaba allí, el campo de juego era un picadero de circo, la pelota un bicho amaestrado, el partido, una invitacion a la fiesta. Garrincha no se dejaba sacar la pelota, niño defendiendo su mascota, y la pelota y él cometían diabluras que mataban de risa a la gente; él saltaba sobre ella, ella brincaba sobre él, ella se escondía, él se escapaba, ella lo corría. Garrincha ejerc ía sus picardías de malandra a la orilla de la cancha, sobre el borde derecho, lejos del centro; criado en los suburbios, en los suburbios jugaba. Jugaba para un club llamado Botafogo, que significa prendefuego, y ése era él; el botafogo que encendía los estadios, loco por el aguardiente y por todo lo ardiente, el que huía de las concentraciones, escapándose por la ventana, porque desde los lejanos andurriales lo llamaba alguna pelota que pedía ser jugada, alguna música que exigía ser bailada, alguna mujer que quería ser besada.
¿Un ganador? Un perdedor con buena suerte. Y la buena suerte no dura. Bien dicen en Brasil que si la mierda tuviera valor, los pobres nacerían sin culo.
Garrincha murió de su muerte: pobre, borracho y solo.

 

El Mundial del 62

Unos astrólogos hindúes y malayos habían anunciado el fin del mundo pero el mundo seguía girando, y entre vuelta y vuelta nacía una organización que se bautizaba con el nombre de Amnistía Internacional y Argelia daba sus primeros pasos de vida independiente, al cabo de más de siete años de guerra contra Francia. En Israel ahorcaban al criminal nazi Adolf Eichmann, los mineros de Asturias se alzaban en huelga, el para Juan quería cambiar la Iglesia y devolverla a los pobres. Se fabricaban los primeros disquetes para computadoras, se realizaban las primeras operaciones con rayo láser, Marilyn Monroe perdía las ganas de vivir.
¿En cuánto se cotizaba el voto internacional de un país? Haití vendía su voto a cambio de quince millones de dólares, una carretera, una represa y un hospital y así otorgaba a la OEA la mayoría necesaria para expulsar a Cuba, la oveja negra del panamericanismo. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro, que iba a desplomarse en cuesti ón de horas. Setenta y cinco demandas de prohibición se presentaban ante los tribunales norteamericanos contra la novela Trópico de Cáncer, de Henry Miller, que por primera vez se había publicado sin censura. Linus Pauling, que estaba por recibir su segundo premio Nobel, caminaba ante la Casa Blanca portando un cartel de protesta contra las explosiones nucleares, mientras Benny Kid Paret, cubano, negro, analfabeto, caía muerto, aniquilado por los golpes, en el ring del Madison Square Garden.
En Memphis, Elvis Presley anunciaba su retiro, despu és de vender trescientos millones de discos, pero se arrepentía al ratito, y en Londres una empresa de discos, la Decca, se negaba a grabar canciones de unos músicos peludos que se llamaban los Beatles. Carpentier publicaba El siglo de las luces, Gelman publicaba Gotán, los militares argentinos volteaban al presidente Frondizi, moría el pintor brasileño Cándido Portinari. Aparecían las Primeras estórias, de Guimaraes Rosa, y los poemas que Vinícius de Moraes escribió para vivir um grande amor. João Gilberto susurraba el samba de uma nota só, en el Carnegie Hall, mientras los jugadores de Brasil aterrizaban en Chile, dispuestos a conquistar el séptimo Campeonato Mundial de Fútbol ante cinco países americanos y diez europeos.
En el Mundial del 62, Di Stéfano no tuvo buena suerte.
Iba a jugar en la selección de España, su país de adopción. A los 36 años de edad, era su última oportunidad.
En vísperas del estreno, se lastimó la rodilla derecha, y no hubo caso. Di Stéfano, la Saeta Rubia, uno de los mejores jugadores de la historia del fútbol, nunca pudo jugar un Mundial. Pelé, otra estrella de todos los tiempos, no llegó muy lejos en el Mundial de Chile: sufrió de entrada un desgarramiento muscular y quedó fuera. Y otro monstruo sagrado del fútbol, el ruso Yashin, anduvo también con mala pata: el mejor arquero del mundo se comió cuatro goles ante Colombia, porque parece que se le fue la mano con los traguitos que lo entonaban en el vestuario.
Brasil ganó el torneo. Sin Pelé, y bajo la batuta de Didí. Amarildo se lució en el difícil lugar de Pelé, atrás Djalma Santos fue una muralla y adelante Garrincha deliraba y hacía delirar. «¿De qué planeta procede Garrincha?», se preguntaba el diario El Mercurio, mientras Brasil liquidaba a los dueños de casa. Los chilenos se habían impuesto a Italia, en un partido que fue una batalla campal, y también habían vencido a Suiza y a la Unión Soviética. Se habían servido spaguettis, chocolate y vodka, pero se les atragantó el café: los brasileños ganaron 4 a 2.
En la final, Brasil derrotó a Checoslovaquia 3 a 1 y fue, como en el 58, campeón invicto. Por primera vez, la final de un campeonato mundial se pudo ver en directo por la televisión en transmisión internacional, aunque fue en blanco y negro y llegó a pocos países.
Chile conquistó el tercer lugar, la mejor clasificación de su historia, y Yugoslavia ganó el cuarto puesto gracias a un pájaro llamado Dragoslav Sekularac, que ninguna defensa pudo atrapar.
El campeonato no tuvo un goleador, pero varios jugadores convirtieron cuatro tantos: los brasileños Garrincha y Vavá, el chileno Sánchez, el yugoslavo Jerkovic, el húngaro Albert y el soviético Ivanov.

 

El Mundial del 66

Los militares bañaban a Indonesia en sangre, medio millón de muertos, un millón, quién sabe, y el general Suharto iniciaba su larga dictadura asesinando a los pocos rojos, rosados o dudosos que quedaban vivos. Otros militares volteaban a N?Krumah, presidente de Guinea y profeta de la unidad africana, mientras sus colegas de Argentina desalojaban al presidente Illia por golpe de Estado.
Por primera vez en la historia, una mujer, Indira Gandhi, gobernaba la India. Los estudiantes echaban abajo a la dictadura militar del Ecuador. La aviación de los Estados Unidos bombardeaba Hanoi, en una nueva ofensiva, pero en la opinión pública norteamericana crec ía la certeza de que nunca debían haber entrado en Vietnam, que no debían haberse quedado y que debían salir cuanto antes.
Truman Capote publicaba A sangre fría. Aparecían Cien años de soledad, de García Márquez, y Paradiso, de Lezama Lima. El cura Camilo Torres caía peleando en las montañas de Colombia, el Che Guevara cabalgaba su flaco Rocinante por los campos de Bolivia, Mao desataba la revolución cultural en China. Varias bombas atómicas caían en la costa española de Almería, y aunque no estallaban, sembraban el pánico. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída deFidel Castro, que iba a desplomarse en cuestión de horas.
En Londres, Harold Wilson mascaba su pipa y celebraba la victoria en las elecciones, las muchachas andaban en minifalda, Carnaby Street dictaba la moda y todo el mundo tarareaba las canciones de los Beatles, mientras se inauguraba el octavo Campeonato Mundial de Fútbol.
Éste fue el último Mundial de Garrincha, y también fue la despedida del arquero mexicano Antonio Carbajal, el único jugador que había estado cinco veces en el torneo.
Participaron dieciséis equipos: diez europeos, cinco americanos y, cosa rara, Corea del Norte. Asombrosamente, la selección coreana eliminó a Italia con gol de Pak, un dentista de la ciudad de Pyongyang que practicaba el fútbol en sus ratos libres. En la selección italiana jugaban nada menos que Gianni Rivera y Sandro Mazzola. Pier Paolo Pasolini decía que ellos jugaban al fútbol en buena prosa interrumpida por versos fulgurantes, pero el dentista los dejó mudos.
Por primera vez se transmitió todo el campeonato en directo, vía satélite, y el mundo entero pudo ver, todavía en blanco y negro, el show de los jueces. En el mundial anterior, los jueces europeos habían arbitrado 26 partidos; en éste, dirigieron 24 de los 32 partidos disputados.
Un juez alemán obsequió a Inglaterra el partido contra Argentina, mientras un juez inglés regalaba a Alemania el partido contra Uruguay. Brasil no tuvo mejor suerte: Pelé fue impunemente cazado a patadas por Bulgaria y Portugal, que lo desalojaron del campeonato.
La reina Isabel asistió a la final. No gritó ningún gol, pero aplaudió discretamente. El Mundial se definió entre la Inglaterra de Bobby Charlton, hombre de temible empuje y puntería, y la Alemania de Beckenbauer, que recién empezaba su carrera y ya jugaba de galera, guantes y bastón. Alguien había robado la copa Rimet, pero un perro llamado Pickles la encontró tirada en un jardín de Londres. Así, el trofeo pudo llegar a tiempo a manos del vencedor. Inglaterra se impuso 4 a 2. Portugal entró tercero. En cuarto lugar, la Unión Soviética. La reina Isabel otorgó título de nobleza a Alf Ramsey, el director técnico de la selección triunfante, y el perro Pickles se convirtió en héroe nacional.
El Mundial del 66 fue usurpado por las tácticas defensivas.
Todos los equipos practicaban el cerrojo y dejaban un jugador escoba barriendo la línea final detrás de los zagueros.
Sin embargo, Eusebio, el artillero africano de Portugal, pudo atravesar nueve veces esas impenetrables murallas en las retaguardias rivales. Tras él, en la lista de goleadores, figuró el alemán Haller, con seis tantos.

 

Pelé

Cien canciones lo nombran. A los diecisiete años fue campeón del mundo y rey del fútbol. No había cumplido veinte cuando el gobierno de Brasil lo declaró tesoro nacional y prohibió su exportación. Ganó tres campeonatos mundiales con la selección brasileña y dos con el club Santos. Después de su gol número mil, siguió sumando.
Jugó más de mil trescientos partidos, en ochenta países, un partido tras otro a ritmo de paliza, y convirti ó casi mil trescientos goles. Una vez, detuvo una guerra: Nigeria y Biafra hicieron una tregua para verlo jugar.
Verlo jugar, bien valía una tregua y mucho más. Cuando Pelé iba a la carrera, pasaba a través de los rivales, como un cuchillo. Cuando se detenía, los rivales se perd ían en los laberintos que sus piernas dibujaban. Cuando saltaba, subía en el aire como si el aire fuera una escalera.
Cuando ejecutaba un tiro libre, los rivales que formaban la barrera querían ponerse al revés, de cara a la meta, para no perderse el golazo.
Había nacido en casa pobre, en un pueblito remoto, y llegó a las cumbres del poder y la fortuna, donde los negros tienen prohibida la entrada. Fuera de las canchas, nunca regaló un minuto de su tiempo y jamás una moneda se le cayó del bolsillo. Pero quienes tuvimos la suerte de verlo jugar, hemos recibido ofrendas de rara belleza: momentos esos tan dignos de inmortalidad que nos permiten creer que la inmortalidad existe.

 

Gol de Pelé

Fue en 1969. El club Santos jugaba contra el Vasco da Gama en el estadio Maracaná.

Pelé atravesó la cancha en ráfaga, esquivando a los rivales en el aire, sin tocar el suelo, y cuando ya se metía en el arco con pelota y todo, fue derribado. El árbtro pitó penal. Pelé no quiso tirarlo. Cien mil personas lo obligaron, gritando su nombre.
Pelé había hecho muchos goles en Maracaná. Goles prodigiosos, como aquel en 1961, contra el club Fluminense, cuando había gambeteado a siete jugadores y al arquero también. Pero este penal era diferente: la gente sitió que algo tenía de sagrado. Y por eso hizo silencio el pueblo más bullanguero del mundo. El clamor de la multitud calló de pronto, como obedeciendo una orden: nadie hablaba, nadie respiraba, nadie estaba allí. Súbitamente en las tribunas no hubo nadie, y en la cancha tampoco. Pelé y el arquero, Andrada, estaban solos. A solas, esperaban. Pelé, parado junto a la pelota en el punto blanco del penal. Doce pasos más allá, Andrada, encogido, al acecho, entre los palos.
El guardamenta alcanzó a rozarla, pero Pelé clavó la pelota en la red. Era su gol número mil. Ningún otro jugador había hecho mil goles en la historia del fútbol profesional.
Entonces la multitud volvió a existir, y saltó como un niño loco de alegría, iluminando la noche.»

 

El Mundial del 70

En Praga moría Jiri Trnka, maestro del cine de marionetas, y en Londres moría Bertrand Russell, tras casi un siglo de vida muy viva. A los veinte años de edad, el poeta Rugama caía en Managua, peleando solito contra un batallón de la dictadura de Somoza. El mundo perd ía su música: se desintegraban los Beatles, por sobredosis de éxito, y por sobredosis de drogas se nos iban el guitarrista Jimi Hendrix y la cantante Janis Joplin.
Un ciclón arrasaba Pakistán y un terremoto borraba quince ciudades de los Andes peruanos. En Washington ya nadie creía en la guerra de Vietnam pero la guerra seguía, según el Pentágono los muertos sumaban un millón, mientras los generales norteamericanos huían hacia adelante invadiendo Camboya. Allende iniciaba su campaña hacia la presidencia de Chile, después de tres derrotas, y prometía dar leche a todos los niños y nacionalizar el cobre. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro que iba a desplomarse en cuestión de horas. Comenzaba la primera huelga en la historia del Vaticano, en Roma se cruzaban de bra-zos los funcionarios del Santo Padre, mientras en México movían las piernas los jugadores de dieciséis países y comenzaba el noveno Campeonato Mundial de Fútbol.
Participaron nueve equipos europeos, cinco americanos, Israel y Marruecos. En el partido inaugural, el juez alzó por primera vez una tarjeta amarilla. La tarjeta amarilla, señal de amonestación, y la tarjeta roja, señal de expulsión, no fueron las únicas novedades del Mundial de México. El reglamento autorizó a cambiar dos jugadores en el curso de cada partido. Hasta entonces, sólo el arquero podía ser sustituido, en caso de lesión; y no resultaba muy difícil reducir a patadas al elenco adversario.
Imágenes de la Copa del 70: la estampa de Beckenbauer, con un brazo atado, batiéndose hasta el último minuto; fervor de Tostão, recién operado de un ojo y aguantándose a pie firme todos los partidos; las volanderías de Pelé en su último Mundial: «Saltamos juntos», contó Burgnich, el defensa italiano que lo marcaba, «pero cuando volví a tierra, ví que Pelé se mantenía suspendido en la altura».
Cuatro campeones del mundo, Brasil, Italia, Alemania y Uruguay, disputaron las semifinales. Alemania ocupó el tercer lugar, Uruguay el cuarto. En la final, Brasil apabulló a Italia 4 a 1. La prensa inglesa coment ó: «Debería estar prohibido un fútbol tan bello». El último gol se recuerda de pie: la pelota pasó por todo Brasil, la tocaron los once, y por fin Pelé la puso en bandeja, sin mirar, para que rematara Carlos Alberto, que venía en tromba.
El Torpedo Müller, de Alemania, encabezó la tabla de goleadores, con diez tantos, seguido por el brasileño Jairzinho, con siete.
Campeón invicto por tercera vez, Brasil se quedó con la copa Rimet en propiedad. A fines de 1983, la copa fue robada y vendida, después de ser reducida a casi dos quilos de oro puro. Una copia ocupa su lugar en las vitrinas.

 

Gol de Maradona

Fue en 1973. Se medían los equipos infantiles de Argentina Juniors y River Plate, en Buenos Aires.
El número 10 de Argentinos recibió la pelota de su arquero, esquivó al delantero centro del River y emprendi ó la carrera. Varios jugadores le salieron al encuentro: a uno se la pasó por el jopo, a otro entre las piernas y al otro lo engañó de taquito. Después, sin detenerse, dejó paralíticos a los zagueros y al arquero tumbado en el suelo, y se metió caminando con la pelota en la valla rival. En la cancha habían quedado siete niños fritos y cuatro que no podían cerrar la boca.
Aquel equipo de chiquilines, los Cebollitas, llevaba cien partidos invicto y había llamado la atención de los periodistas.
Uno de los jugadores, El Veneno, que tenía trece años, declaró: -Nosotros jugamos por divertirnos. Nunca vamos a jugar por plata. Cuando entra la plata, todos se matan por ser estrellas, y entonces vienen la envidia y el egoísmo.
Habló abrazado al jugador más querido de todos, que también era el más alegre y el más bajito: Diego Armando Maradona, que tenía doce años y acababa de meter ese gol increíble.
Maradona tenía la costumbre de sacar la lengua cuando estaba en pleno envión. Todos sus goles habían sido hechos con la lengua fuera. De noche dormía abrazado a la pelota y de día hacía prodigios con ella. Vivía en una casa pobre de un barrio pobre y quería ser técnico industrial.»

 

El Mundial del 78

En Alemania moría el popular escarabajo de la Volkswagen, el Inglaterra nacía el primer bebé de probeta, en Italia se legalizaba el aborto. Sucumbían las primeras víctimas del sida, una maldición que todavía no se llamaba así. Las Brigadas Rojas asesinaban a Aldo Moro, los Estados Unidos se comprometían a devolver a Panam á el canal usurpado a principios de siglo. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro, que iba a desplomarse en cuestión de horas.
En Nicaragua tambaleaba la dinastía de Somoza, en Irán tambaleaba la dinastía del Sha, los militares de Guatemala ametrallaban una multitud de campesinos en el pueblo de Panzós. Domitila Barrios y otras cuatro mujeres de las minas de estaño iniciaban una huelga de hambre contra la dictadura militar de Bolivia, al rato toda Bolivia estaba en huelga de hambre, la dictadura caía. La dictadura militar argentina, en cambio, gozaba de buena salud, y para probarlo organizaba el undécimo Campeonato Mundial de Fútbol.
Participaron diez países europeos, cuatro americanos, Irán y Túnez. EL Papa de Roma envió su bendición. Al son de una marcha militar, el general Videla condecoró a Havelange en la ceremonia de la inauguración, en el estadio Monumental de Buenos Aires. A unos pasos de allí, estaba en pleno funcionamiento el Auschwitz argentino, el centro de tormento y exterminio de la Escuela de Mecánica de la Armada. Y algunos kilómetros más allá, los aviones arrojaban a los prisioneros vivos al fondo de la mar.
«Por fin el mundo puede ver la verdadera imagen de la Argentina», celebró el presidente de la FIFA ante las cámaras de la televisión. Henry Kissinger, invitado especial, anunció: «Este país tiene un gran futuro a todo nivel.»
Y el capitán del equipo alemán, Berti Vogts, que dio la patada inicial, declaró unos días después: «Argentina es un país donde reina el orden. Yo no he visto a ningún preso político.»
Los dueños de casa vencieron algunos partidos, pero perdieron ante Italia y empataron con Brasil. Para llegar a la final contra Holanda, debían ahogar a Perú bajo una lluvia de goles. Argentina obtuvo con creces el resultado que necesitaba, pero la goleada, 6 a 0, llenó de dudas a lo malpensados, y a los bienpensados también.
Los peruanos fueron apedreados al regresar a Lima.
La final entre Argentina y Holanda se definió por alargue.
Ganaron los argentinos 3 a 1, y en cierta medida la victoria fue posible gracias al patriotismo del palo que salvó al arco argentino en el último minuto del tiempo reglamentario. Ese palo, que detuvo un pelotazo de Rensenbrink, nunca fue objeto de honores militares, por esas cosas de la ingratitud humana. De todos modos, más decisivos que el palo resultaron los goles de Mario Kempes, un potro imparable que se lució galopando, con la pelambre al viento, sobre el césped nevado de papelitos.
A la hora de recibir los trofeos, los jugadores holandeses se negaron a saludar a los jefes de la dictadura argentina.
El tercer puesto fue para Brasil. El cuarto, para Italia.
Kempes fue el mejor jugador de la Copa y también el goleador, con seis tantos. Detrás figuraron el peruano Cubillas y el holandés Rensenbrink, con cinco goles cada uno.

 

El Mundial del 86

Baby Doc Duvalier huía de Haití, robándose todo, y robándose todo huía Ferdinand Marcos de Filipinas, mientras los archivos norteamericanos revelaban, más vale tarde que nunca, que Marcos, el alabado héroe filipino de la segunda guerra mundial, había sido en realidad un desertor.
El cometa Halley visitaba nuestro cielo después de mucha ausencia, se descubrían nueve lunas en torno al planeta Urano, aparecía el primer agujero en la capa de ozono que nos protege del sol. Se difundía una nueva droga, hija de la ingeniería genética, contra la leucemia.
En el Japón se suicidaba una cantante de moda y tras ella elegían la muerte veintitrés de sus devotos. Un terremoto dejaba sin casa a doscientos mil salvadoreños y la catástrofe nuclear soviética de Chernobyl desataba una lluvia de veneno radioactivo, imposible de medir y de parar, sobre quién sabe cuántas leguas y gentes.
Felipe González decía sí a la OTAN, la alianza militar atlántica, después de haber gritado no, y un plebiscito bendecía el viraje mientras España y Portugal entraban al mercado común europeo. El mundo lloraba la muerte de Olof Palme, el primer ministro de Suecia, asesinado en la calle. Tiempos de luto para las artes y las letras: se nos iban el escultor Henry Moore y los escritores Simone de Beauvoir, Jean Genet, Juan Rulfo y Jorge Luis Borges.
Estallaba el escándalo Irangate, que implicaba al presidente Reagan, a la CIA y a los contras de Nicaragua en el tráfico de armas y de drogas, y estallaba la nave espacial Challenger, al despegar de Cabo Cañaveral, con siete tripulantes a bordo. La aviación norteamericana bombardeaba Libia y mataba a una hija del coronel Gaddafi, para castigar un atentado que años después se atribuyó a Irán.
En una cárcel de Lima morían ametrallados cuatrocientos presos. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro, que iba a desplomarse en cuestión de horas. Se habían desplomado muchos edificios sin cimientos, con toda la gente adentro, cuando un terremoto había sacudido a la ciudad de México, el año anterior, y buena parte de la ciudad estaba todavía en ruinas mientras se inauguraba allí el decimotercer Campeonato Mundial de Fútbol.
En la Copa del 86, participaron catorce países europeos y seis americanos, además de Marruecos, Corea del Sur, Irak y Argelia. En México nació la ola en las tribunas, que a partir de entonces suele mover a las hinchadas del mundo al ritmo de la mar bravía. Hubo partidos de esos que ponen los pelos de punta, como el de Francia contra Brasil, donde los jugadores infalibles, Platini, Zico, Sócrates, fracasaron en los penales; y hubo dos goleadas espectaculares de Dinamarca, que propinó seis tantos a Uruguay y recibió cinco de España.
Pero éste fue el Mundial de Maradona. Contra Inglaterra, Maradona vengó con dos goles de zurda al orgullo patrio malherido en las Malvinas: hizo uno con la mano izquierda, que él llamó mano de Dios, y el otro con la pierna izquierda, después de haber tumbado por los suelos a la defensa inglesa.
Argentina disputó la final contra Alemania. Fue de Maradona el pase decisivo, que dejó solo a Burruchaga para que Argentina se impusiera 3 a 2 y ganara el campeonato cuando ya el reloj señalaba el fin del partido, pero antes había ocurrido otro gol memorable: Valdano arrancó con la pelota desde el arco argentino, cruzó toda la cancha y cuando Schumacher le salió al cruce, la coloc ó contra el poste derecho. Valdano venía hablando con la pelota, le venía rogando: Por favor, entrá.
Francia se clasificó en tercer lugar, seguida por Bélgica.
El inglés Lineker encabezó la tabla de goleadores, con seis tantos. Maradona hizo cinco goles, como el brasileño Careca y el español Butragueño.

 

Romario

Venido desde quién sabe qué región del aire, el tigre aparece, pega su zarpazo y se esfuma. El arquero, atrapado en su jaula, no tiene tiempo ni de pestañear. En un fogonazo, Romario asesta sus goles de media vuelta, de chilena, de volea, de chanfle, de taco, de punta, o de perfil.
Romario nació en la miseria, en la favela de Jacarezinho, pero desde niño ensayaba la firma para los muchos autógrafos que iba a firmar en la vida. Trepó a la fama sin pagar los impuestos de la mentira obligatoria: este hombre muy pobre se dio siempre el lujo de hacer lo que quería, disfrutón de la noche, parrandero, y siempre dijo lo que pensaba sin pensar lo que decía.
Ahora tiene una colección de Mercedes Benz y doscientos cincuenta pares de zapatos, pero sus mejores amigos siguen siendo aquellos impresentables buscavidas que en la infancia le enseñaron el secreto del zarpazo.

 

Maradona

Jugó, venció, meó, perdió. El análisis delató efedrina y Maradona acabó de mala manera su Mundial del 94.
La efedrina, que no se considera droga estimulante en el deporte profesional de los Estados Unidos y de muchos otros países, está prohibida en las competencias internacionales.
Hubo estupor y escándalo. Los truenos de la condenaci ón moral dejaron sordo al mundo entero, pero mal que bien se hicieron oír algunas voces de apoyo al ídolo caído. Y no sólo en su dolorida y atónita Argentina, sino en lugares tan lejanos como Bangladesh, donde una manifestación numerosa rugió en las calles repudiando a la FIFA y exigiendo el retorno del expulsado. Al fin y cabo, juzgarlo era fácil, y era fácil condenarlo, pero no resultaba tan fácil olvidar que Maradona venía cometiendo desde hacía años el pecado dc ser el mejor, el delito de denunciar a viva voz las cosas que el poder manda callar y cl crimen de jugar con la zurda, lo cual, según el Pequeño Larousse Ilustrado, significa «con la izquierda» y también significa «al contrario de como se debe hacer».
Diego Armando Maradona nunca había usado estimulantes, en vísperas dc los partidos, para multiplicarse el cuerpo. Es verdad que había estado metido en la cocaína, pero se dopaba en las fiestas tristes, para olvidar o ser olvidado, cuando ya estaba acorralado por la gloria y no podía vivir sin la fama que no lo dejaba vivir. Jugaba mejor que nadie a pesar de la cocaína, y no por ella.
Él estaba agobiado por el peso de su propio personaje.
Tenía problemas en la columna vertebral, desde el lejano día en que la multitud había gritado su nombre por primera vez. Maradona llevaba una carga llamada Maradona, que le hacía crujir la espalda. El cuerpo como metáfora: le dolían las piernas, no podía dormir sin pastillas.
No había demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad de trabajar de dios en los estadios, pero desde el principio supo que era imposible dejar de hacerlo. «Necesito que me necesiten», confes ó, cuando ya llevaba muchos años con el halo sobre la cabeza, sometido a la tiranía del rendimiento sobrehumano, empachado de cortisona y analgésicos y ovaciones, acosado por las exigencias de sus devotos y por el odio de sus ofendidos.
El placer de derribar ídolos es directamente proporcional a la necesidad de tenerlos. En España, cuando Goicoechea le pegó de atrás y sin la pelota y lo dejó fuera de las canchas por varios meses, no faltaron fanáticos que llevaron en andas al culpable de este homicidio premeditado, y en todo el mundo sobraron gentes dispuestas a celebrar la caída del arrogante sudaca intruso en las cumbres, el nuevo rico ése que se había fugado del hambre y se daba el lujo de la insolencia y la fanfarronería.
Después, en Nápoles, Maradona fue santa Maradonna y san Gennaro se convirtió en san Gennarmando. En las calles se vendían imágenes de la divinidad de pantal ón corto, iluminada por la corona de la Virgen o envuelta en el manto sagrado del santo que sangra cada seis meses, y también se vendían ataúdes de los clubes del norte de Italia y botellitas con lágrimas de Silvio Berlusconi. Los niños y los perros lucían pelucas de Maradona. Había una pelota bajo el pie de la estatua del Dante y el tritón de la fuente vestía la camiseta azul del club Nápoles. Hacía más de medio siglo que el equipo de la ciudad no ganaba un campeonato, ciudad condenada a las furias del Vesubio y a la derrota eterna en los campos de fútbol, y gracias a Maradona el sur oscuro había logrado, por fin, humillar al norte blanco que lo despreciaba.
Copa tras copa, en los estadios italianos y europeos, el club Nápoles vencía, y cada gol era una profanaci ón del orden establecido y una revancha contra la historia. En Milán odiaban al culpable de esta afrenta de los pobres salidos de su lugar, lo llamaban jamón con rulos. Y no sólo en Milán: en el Mundial del 90, la mayor ía del público castigaba a Maradona con furiosas silbatinas cada vez que tocaba la pelota, y la derrota argentina ante Alemania fue celebrada como una victoria italiana.
Cuando Maradona dijo que quería irse de Nápoles, hubo quienes le echaron por la ventana muñecos de cera atravesados de alfileres. Prisionero de la ciudad que lo adoraba y de la camorra, la mafia dueña de la ciudad, él ya estaba jugando a contracorazón, a contrapié; y entonces, estalló el escándalo de la cocaína. Maradona se convirtió súbitamente en Maracoca, un delincuente que se había hecho pasar por héroe.
Más tarde, en Buenos Aires, la televisión trasmitió el segundo ajuste de cuentas: detención en vivo y en directo, como si fuera un partido, para deleite de quienes disfrutaron el espectáculo del rey desnudo que la policía se llevaba preso.
«Es un enfermo», dijeron. Dijeron: «Está acabado». El mesías convocado para redimir la maldición histórica de los italianos del sur había sido, también, el vengador de la derrota argentina en la guerra de las Malvinas, mediante un gol tramposo y otro gol fabuloso, que dejó a los ingleses girando como trompos durante algunos años; pero a la hora de la caída, el Pibe de Oro no fue más que un farsante pichicatero y putañero. Maradona había traicionado a los niños y había deshonrado al deporte. Lo dieron por muerto.
Pero el cadáver se levantó de un brinco. Cumplida la penitencia de la cocaína, Maradona fue el bombero de la selección argentina, que estaba quemando sus últimas posibilidades de llegar al Mundial 94. Gracias a Maradona, llegó. Y en el Mundial, Maradona estaba siendo otra vez, como en los viejos tiempos, el mejor de todos, cuando estalló el escándalo de la efedrina.
La máquina del poder se la tenía jurada. Él le cantaba las cuarenta, eso tiene su precio, cl precio se cobra al contado y sin descuentos. Y el propio Maradona regaló la justificación, por su tendencia suicida a servirse en bandeja en boca de sus muchos enemigos y esa irresponsabilidad infantil que lo empuja a precipitarse en cuanta trampa se abre en su camino.
Los mismos periodistas que lo acosan con los micrófonos, lc reprochan su arrogancia y sus rabietas, y lo acusan de hablar demasiado. No les falta razón; pero no es eso lo que no pueden perdonarle: en realidad, no les gusta lo que a veces dice. Este petiso respondón y calent ón tiene la costumbre de lanzar golpes hacia arriba. En el 86 y en el 94, en México y en Estados Unidos, denunció a la omnipotente dictadura de la televisión, que estaba obligando a los jugadores a deslomarse al mediodía, achicharrándose al sol, y en mil y una ocasiones más, todo a lo largo de su accidentada carrera, Maradona ha dicho cosas que han sacudido el avispero. Él no ha sido el único jugador desobediente, pero ha sido su voz la que ha dado resonancia universal a las preguntas más insoportables: ¿Por qué no rigen en el fútbol las normas universales del derecho laboral? Si es normal que cualquier artista conozca las utilidades del show que ofrece, ¿por qué los jugadores no pueden conocer las cuentas secretas de la opulenta multinacional del fútbol?
Havelange calla, ocupado en otros menesteres, y Joseph Blatter, burócrata de la FIFA que jamás ha pateado una pelota pero anda en limusinas de ocho metros y con chófer negro, se limita a comentar: ?El último astro argentino fue Di Stéfano.
Cuando Maradona fue, por fin, expulsado del Mundial del 94, las canchas de fútbol perdieron a su rebelde más clamoroso. Y también perdieron a un jugador fant ástico. Maradona es incontrolable cuando habla, pero mucho más cuando juega: no hay quien pueda prever las diabluras de este inventor de sorpresas, que jamás se repite y que disfruta desconcertando a las computadoras.
No es un jugador veloz, torito corto de piernas, pero lleva la pelota cosida al pie y tiene ojos en todo el cuerpo. Sus artes malabares encienden la cancha. El puede resolver un partido disparando un tiro fulminante de espaldas al arco o sirviendo un pase imposible, a lo lejos, cuando está cercado por miles de piernas enemigas; y no hay quien lo pare cuando se lanza a gambetear rivales.
En el frígido fútbol de fin de siglo, que exige ganar y prohibe gozar, este hombre es uno de los pocos que demuestra que la fantasía puede también ser eficaz.

 

Los dueños de la pelota

La FIFA, que tiene trono y corte en Zurich, el Comité Olímpico Internacional, que reina desde Lausana, y la empresa ISL Marketing, que en Lucerna teje sus negocios, manejan los campeonatos mundiales de fútbol y la olimpíadas. Como se ve, las tres poderosas organizaciones tienen su sede en Suiza, un país que se ha hecho famoso por la punterías de Guillermo Tell, la precisión de sus relojes y su religiosa devoción por el secreto bancario.
Casualmente, las tres tienen un extraordinario sentido del pudor en todo lo que se refiere al dinero que pasa por sus manos y al que en sus manos queda.
La ISL Marketing posee, al menos hasta fin de siglo, los derechos exclusivos de venta de la publicidad en los estadios, los filmes y videocasetes, las insignias, banderines y mascotas de las competencias internacionales.
Este negocio pertenece a los herederos de Adolph Dassler, el fundador de la empresa Adidas, hermano y enemigo del fundador de la competidora Puma. Cuando otorgaron el monopolio de esos derechos a la familia Dassler, Havelange y Samaranch estaban ejerciendo el noble deber de la gratitud. La empresa Adidas, la mayor fabricante de artículos deportivos en el mundo, había contribuido muy generosamente a edificarles el poder. En 1990, los Dassler vendieron Adidas al empresario francés Bernard Tapie, pero se quedaron con la ISL, que la familia sigue controlando en sociedad con la agencia publicitaria japonesa Dentsu.
El poder sobre el deporte mundial no es moco de pavo.
A fines de 1994, hablando en Nueva York ante un círculo de hombres de negocios, Havelange confesó algunos números, lo que en él no es nada frecuente: -Puedo afirmar que el movimiento financiero del fútbol en el mundo alcanza, anualmente, la suma de 225 mil millones de dólares.
Y se vanaglorió comparando esa fortuna con los 136 mil millones de dólares facturados en 1993 por la General Motors, que figura a la cabeza de las mayores corporaciones multinacionales.
En ese mismo discurso, Havelange advirtió que «el fútbol es un producto comercial que debe venderse lo más sabiamente posible», y recordó la ley primera de la sabiduría en el mundo contemporáneo: -Hay que tener mucho cuidado con el envoltorio.
La venta de los derechos para televisión es la veta que más rinde, dentro de la pródiga mina de las competencias internacionales, y la FIFA y el Comité Olímpico Internacional reciben la parte del león de lo que paga la pantalla chica. El dinero se ha multiplicado espectacularmente desde que la tele empezó a trasmitir en directo, para todos los países, los torneos mundiales. Las Olimpíadas de Barcelona recibieron de la televisión en 1993, seiscientas treinta veces más dinero que las Olimíadas de Roma en 1960, cuando la transmisión sólo llegaba al ámbito nacional.
Y a la hora de decidir cuáles serán las empresas anunciantes de cada torneo, tanto Havelange y Samaranch como la familia Dassler lo tienen claro: hay que elegir a las que pagan más. La máquina que convierte toda pasión en dinero no puede darse el lujo de promover los productos más sanos y más aconsejables para la vida deportiva: lisa y llanamente se pone siempre al servicio de la mejor oferta, y sólo le interesa saber si Mastercard paga mejor o peor que Visa y si Fujifilm pone o no pone sobre la mesa más dinero que Kodak. La Coca-Cola, nutritivo elixir que no puede faltar en el cuerpo de ningún atleta, encabeza siempre la lista. Sus millonarias virtudes la ponen fuera de discusión.
En este fútbol de fin de siglo, tan pendiente del marketing y de los sponsors, nada tiene de sorprendente que algunos de los clubes más importantes de Europa sean empresas que pertenecen a otras empresas. La Juventus de Turín forma parte, como la Fiat, del grupo Agnelli. El Milan integra la constelación de trescientas empresas del grupo Berlusconi. El Parma es de Parmalat. La Sampdoria, del grupo petrolero Mantovani. La Fior

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