A 30 años de su muerte: La eterna nalga de Cortázar – Por Ariel Dorfman

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Mucho antes de que me despidiera para siempre de Julio Cortázar me había dado cuenta, para mi asombro y pesar, de que él no era inmortal.

Le hablé por última vez desde Estados Unidos en enero de 1984, cuando pensé que iba a poder visitarlo en París dentro de poco, reunión que no se concretó porque tuve que cancelar ese viaje debido a que mi hijo mayor, Rodrigo, se rompió un pierna. Pero alcancé a hablar con Julio en esa ocasión –sobre su estadía reciente en Nicaragua, sobre la fatiga que lo acosaba, sobre cuánto echaba de menos a su querida Carol. Y también sobre los preparativos que hacíamos con mi mujer, Angélica, para retornar al peligroso Chile de Pinochet–. Me pidió que tuviéramos cuidado, como si la muerte nos rondara a nosotros y no a él. Unas semanas más tarde, su fallecimiento impidió que nos diéramos el abrazo que nos habíamos prometido.

La verdadera despedida, sin embargo, el momento en que tuve la revelación de que no lo tendríamos siempre con nosotros en esta tierra, ocurrió varios años antes de esa conversación telefónica final, en una tarde soleada de agosto de 1980, en medio del agua del Pacífico, varios kilómetros mar adentro de la bahía mexicana de Zihuatanejo.

Cortázar había arrendado una casa en aquella playa, para veranear con Carol y el hijo de ella, Stéphane. Por nuestra parte, con mi familia habíamos tomado unas habitaciones en un hotel cercano, puesto que mis padres se nos habían unido para esas vacaciones. Mi mamá, que me había obsequiado Bestiario cuando yo rayaba los 17 años, insistiendo en que era un libro enigmático y señero que yo gozaría en forma particular (¡y vaya si tenía razón!), estaba emocionada de conocer por fin a uno de los autores que más admiraba. Recuerdo que, con la candidez que siempre la caracterizaba, le confesó a Julio en un almuerzo al que él nos convidó (y donde cocinó un pescado exquisito) que ella se sentía incómoda departiendo con él porque se estimaba un cronopio insuficiente.

–Ocurre –le dijo a Cortázar, medio abochornada– que yo enrollo la pasta dentífrica de abajo hacia arriba, en forma muy burguesa y demasiado racional y occidental. Julio, con esa ternura inmensa y un sentido del humor parecido al de mi madre, le aseguró que solo un cronopio hecho y derecho podría plantearse semejante dilema. Y que, por lo tanto, con toda solemnidad le daba la bienvenida al club de los cronopios.

Durante esos días, hablé mucho con Cortázar –sobre cómo las dictaduras de América latina habían influido en nuestra literatura (acabábamos de ser jurados en un concurso sobre militarismo en el continente, junto a Gabo y Julio Scherer y Pablo González Casanova, entre otros), pero también sobre temas menos contingentes, como la obra de Roberto Arlt, cuyas obras completas Cortázar estaba releyendo por primera vez en décadas, para escribir el prólogo de una nueva edición.

De lo que no hablamos, estoy seguro, fue de la vejez o de la muerte, las que, no obstante, iban a manifestarse inesperadamente durante una excursión en bote que Julio había organizado para que él y Stéphane salieran a pescar, invitándome a mí y a Rodrigo para que nos acopláramos a la aventura.

Fue una jornada de sol espléndido, donde los jóvenes aprendieron diversas estrategias para extraer peces de las olas y los dos adultos dedicamos las horas a sumergirnos en Conrad y Stevenson, Hemingway y Jack London y Rudyard Kipling, comentando cómo el mar era tan frecuentemente en la literatura de habla inglesa un escenario predilecto para pasar de la mocedad a la madurez, cosa que rara vez sucedía en España o América latina.

Antes de almorzar a bordo, cuando el sol pegaba con más encarnizamiento, los cuatro navegantes nos pusimos a nadar en torno al barco. Después de un rato, Julio anunció que estaba cansado. Cuando volvimos a la nave, Rodrigo y Stéphane, dando alaridos de alegría, se encaramaron con la agilidad de unos monos, conducta que no imitamos ni Cortázar ni yo.

Por el contrario, Julio se tomó de la escalinata con ambas manos, sus largos brazos aferrados a la parte superior, sus pies todavía bajo la superficie del agua. Se quedó en esa posición un buen tiempo, cosa de un minuto, quizá dos. Yo atendía pacientemente a su lado, haciendo la bicicleta con mis piernas para que las olas no me llevaran, esperando que la escalinata estuviera libre.

De pronto, Julio se dio media vuelta hacia mí y me dijo, casi molesto, casi bruscamente: –Ayudame, Ariel.

Por un instante, no entendí. No entendí lo que me estaba pidiendo. No entendí que alguien como él, como el gran Julio Cortázar, pudiera necesitar asistencia de tipo alguno para subirse a ese barco u otro barco o cualquier embarcación ahora o mañana o nunca.

Conspiraban en contra de mi entendimiento varios factores. Por una parte, el extraordinario aspecto juvenil de Cortázar –ese aire de eterno adolescente– disfrazaba los años reales que su cuerpo había atravesado. Parecía un hombre de treinta y ocho años (mi edad entonces) y no alguien que estaba por cumplir los sesenta y seis. Pero quizá más importante era la veneración que le tenía, el pedestal en que lo había colocado, pese a una hermandad y compañerismo que había crecido maravillosamente desde que nos habíamos conocido en 1970, cuando voló a Chile a celebrar la victoria de Salvador Allende. Cortázar no era un ser humano de carne y hueso. Era un dios. Y los dioses, nuestros ídolos, no necesitan ayuda. Los dioses no envejecen ni tienen debilidades ni son incapaces de vencer una estúpida escalinata de metal en el mar.

Pero claro que era de carne y claro que era de hueso mi querido, nuestro querido Julio. Lo supe apenas me puse a responder a su súplica, apenas empecé a ayudarlo a montar hacia el barco bamboleante. Lo hice de la única manera posible, afirmando una mano, como sostén y apoyo, en una de sus nalgas.

En ese brevísimo, muscular momento, tanteando en forma incómoda y torpe la dureza huesuda de la parte inferior de su pelvis con la palma de mi mano mientras él subía, se me reveló plenamente la mortalidad irrefutable de Julio Cortázar.

Ese cuerpo del que habían salido Rayuela y esos cuentos perfectos y alucinantes, podía morir.

Era inconcebible, pero despiadadamente cierto: Cortázar, a diferencia de su obra, a diferencia de Oliveira y La Maga y el axolotl y la isla al mediodía, no era inmune al paso terrible del tiempo.

No hicimos mención al incidente ni una vez, ni él ni yo, como si reconocer su debilidad y mi incapacidad para comprenderla fuese algo extrañamente vergonzoso, un secreto que preferíamos mantener oculto, inexpresable, olvidado.

Pero no lo olvidé.

Ese encuentro con la perecedera nalga de Cortázar anticipó el día, ese 12 de febrero de 1984, cuando sonó el teléfono de nuestra casa en Bethesda, Maryland, y Saúl Sosnowski me avisó que Julio había fallecido. El desgarro de esa noticia todavía me ronda, todavía me duele, treinta años más tarde. Si no hay consuelo para la muerte de aquellos que hemos de veras amado, no hay consuelo para la ausencia de alguien que me enseñó a vivir y a escribir y que le brindó a mi Angélica una amistad franca y sensitiva; si nos entristece que no esté entre nosotros un ser como él, que prodigó tanta felicidad a tantos seres humanos, lo que sí existe y persiste es mi agradecimiento por haber tenido el privilegio de compartir su vida entonces y ahora, y siempre, siempre, su obra literaria.

Le gustaba hacernos regalos.

Quiero pensar que, al pedir ayuda, allí, en el mar turbulento de Zihuatanejo, me estaba librando una última lección de tantas que me entregó. Se estaba despidiendo de mí y del mundo, me estaba aprestando para el día en que no contáramos con su presencia inmediata y urgente, el día en que nos quedáramos sin su cerebro tan universal y ese corazón tan generoso y aquella nalga tan dura y efímera e imprescindible, nos estaba preparando –y te lo agradezco, Julio– para este momento en que todo es recuerdo, todo es inmortal.

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