Ley Hinzpeter: el fantasma de la violencia estatal en Chile – Por Luis Thielemann
En Chile hay un tema que lleva décadas siendo escondido, pero que es capaz de vertebrar los grandes cambios históricos de nuestro país. Es la violencia estatal, partera de cada nuevo ciclo político de mediana duración. Discutir sobre el sanguinario origen de cada formación estatal desde 1810 al presente es algo que incomoda, que despierta las tan mentadas “odiosidades del pasado”. Son hechos que cabe mejor archivarlos bajo el rótulo de locura e irresponsabilidad, un “estado de excepción”, como una borrachera nacional que terminó, lamentablemente, a golpes. La ofensiva del gobierno para obtener la aprobación de la denominada Ley Hinzpeter ha puesto a discutir a la sociedad nuevamente los alcances coercitivos del Estado. En el fondo es una discusión sobre el ejercicio de la soberanía ciudadana y cómo procesar los conflictos sociales. Al respecto y sobre la violencia social en la historia de Chile, cabe hacer algunas precisiones críticas sobre su espectral presencia.
2.- Otro mito construido para ocultar las apariciones terroristas del fantasma ha sido el de la intervención militar en una situación de caos. Se presenta la acción estatal violenta como una cirugía desde el exterior del cuerpo social para extirpar un cáncer que la amenaza. El Ejército se defiende a sí mismo como receptáculo de la nación, otra forma ectoplásmica que fundamenta la materialización del fantasma de la violencia, y en nombre de la bandera suspende la soberanía de la ciudadanía para evitar su autodestrucción. Pero la historia se forma en hechos reales y no con cuentos de fantasmas. En Chile, desde 1810 en adelante, la violencia del Estado contra la ciudadanía ha sido usada muchas veces, y no para evitar la autodestrucción de la nación, sino para contener, a sable y metralla, la soberanía popular en forma, ya sea cuando demanda pequeñas reformas particulares o cuando ha propuesto una reconstrucción del Estado. Así, la violencia estatal, específicamente las Fuerzas Armadas y de Orden, han intervenido no como un elemento externo al conflicto social, sino en defensa de uno de los bandos en conflicto. Ese bando siempre ha sido el mismo: las clases propietarias (del dinero, la tierra, los transportes, la industria y la prensa) y los consecuentes intereses del imperio británico, primero, y los Estados Unidos, después. La permanencia bicentenaria de las intervenciones militares en defensa de dichos intereses ha sido denominada por Gabriel Salazar como “violencia librecambista”.
3.- Por tanto podemos decir que la violencia estatal en Chile ha tenido un carácter de clase, defendiendo al bando oligárquico de las ofensivas populares. Pero ¿Qué pasa del otro bando? El bando popular no ha existido siempre y su emergencia en la historia es la razón por la cual el carácter de la violencia social en Chile cambió en 1890. El Ejército, ya dijimos, siempre ha respondido a las clases propietarias en pos de sus intereses oligárquicos, pero esos intereses se fraguaron en cuatro guerras civiles (1829-30, 1851, 1859, 1891). Sólo en una de ellas sus filas se dividieron significativamente (1891), lo que demuestra la permanente cohesión de las armas estatales, entre sí y para con las clases propietarias. En todos estos eventos, el campo popular participó como carne de cañón y no como grupo deliberante. No estaban organizados “para sí”, no tenían ni sindicatos ni juntas de vecinos, ni escuelas ni parroquias, y en su inmensa mayoría ni siquiera tenían derecho a voto.
Lo único que tenía, lo único que siempre han tenido los despojados, fue su fuerza de trabajo, para disparar fusiles o para sacar la riqueza mineral del desierto. Tanto estas guerras (y las represivas desmovilizaciones que le siguieron) como la progresiva integración de la economía nacional a las cadenas productivas capitalistas globales, conformaron hacia finales del siglo XIX una cultura política propia del campo popular, es decir, una cultura política pensada en lo popular como la inmensa mayoría, como el verdadero Chile secuestrado y exprimido por el otro Chile, la minoría elitaria. Con la primera huelga general en la historia criolla, en 1890, emergió una fuerza social articulada a lo largo del territorio y que reclamaba para sí la representación de las clases populares, denunciando en los hechos la imposible unidad nacional. La propuesta popular, de forma difusa y diversa, fue arropándose durante décadas de muchos valores e instituciones que le dieron cuerpo a lo que podemos denominar laxamente como socialismo revolucionario. Esta propuesta no fue nunca compartida explícitamente por la totalidad de las clases populares, ni siquiera por su mayoría, pero entre estas fue siempre dominante como sentido común histórico y orden de valores. El socialismo, como movimiento, fue crecientemente hegemónico en las clases populares, especialmente entre los trabajadores urbanos y los sectores marginales.
Es de esta forma que aparece un bando popular en la historia, con un contenido político que colocaba la lucha de clases en el centro, y que a su vez, desde entonces, ha sido el eje de la vida política, y también, la constante víctima de la violencia estatal en Chile.
4.- Las clases populares nunca han tenido en Chile una cercanía cultural con las armas, no se han producido fenómenos de “pueblo armado”. Resulta exagerado imaginar para el futuro la sucesión de revueltas violentas, menos aún el que estas pudiesen poner en entredicho el monopolio de las armas por parte de las Fuerzas Armadas y de Orden. Como indicamos, el Ejército rara vez se fraccionó, por lo que los casos de prolongadas y sangrientas guerras civiles, visibles en el resto del continente en los dos siglos republicanos (incluidos los EE.UU.), en Chile no se dieron. En todas las guerras civiles del siglo XIX, apenas terminado el conflicto, se procedió a desarmar y desmovilizar a toda la tropa, regularmente compuesta por inquilinos, peones, mineros o lumpen, en ambos bandos sin distinción. Es una permanencia histórica constatable la sacralidad concedida por la oficialidad de las Fuerzas Armadas chilenas al monopolio de las armas. Posteriormente, en el siglo XX, el obrerismo no se inclinó mayormente por las líneas “pistoleristas” o de “propaganda por el hecho”. Tampoco, ya en los largos años sesenta, hubo tendencias reales a producir fenómenos “foquistas” desde el campesinado local más allá de las acciones de vanguardia de grupos como la VOP o el MIR, los que nunca supusieron una amenaza real al ejército regular del país. Por último, con el Golpe de 1973 y la represión brutal a la izquierda y el bando popular, vinieron nuestros propios años de plomo. Conocido es el giro comunista a la práctica de “todas las formas de lucha”, lo cual constituyó el mayor intento desde la izquierda por una política armada. Pero así y todo, como bien ha demostrado el historiador Rolando Álvarez, el ánimo de formar parte de una fuerza armada insurreccional nunca se desplegó desde los militantes del FPMR y otros grupos en armas hacia los jóvenes o trabajadores populares, sino, por el contrario, los intentos de sumar a las masas a la confrontación militar provocaron el miedo o el inmediato rechazo en éstos. Con la llegada de los gobiernos civiles y el auge económico de los años noventa, los grupos armados que se mantenían operativos fueron silenciados por el Estado con una quirúrgica represión, sin que se produjesen mayores estragos sociales.
5.- Por esta última razón es que la violencia social en Chile, es decir, de clases, han sido principalmente masacres, pequeñas o grandes, quirúrgicas u orgiásticas, porque al frente siempre ha habido tercios desarmados de pueblo. Mientras las disputas intra oligárquicas que han devenido en violencia han seguido la dinámica de cortas guerras civiles entre distintos grupos propietarios, para posteriormente integrarse a la alianza social que controla el Estado; las luchas sociales entre grupos antagónicos de la sociedad en que la sangre ha llegado al río, han tomado la forma de un alzamiento pacífico de masas seguido de una masacre acorde a la altura de la amenaza. Así fue en el primer ciclo de masacres (1903 – 1907), en que la oligarquía se resistió, con manu militari, a la constitución de la organización obrera y sus demandas por dignidad laboral. El derecho a organizarse y defenderse colectivamente le costó a los trabajadores miles de muertos, ametrallados por el ejército “vencedor y jamás vencido”. En un sólo día, en Iquique, el 21 de diciembre de 1907, los soldados del Estado mataron casi la misma cantidad de obreros que la totalidad de pérdidas chilenas en la Guerra del Pacífico. Al frente sólo hubo familias pampinas desarmadas. Pero este baño de sangre no escandalizó a la elite. A esta masacre le seguirían muchas otras, entre las más sangrientas están las de las oficinas salitreras de San Gregorio (1921), La Marusía y La Coruña (ambas en 1925).
Posteriormente, la inclusión de los obreros en el pacto social del Estado de 1925, que recién encontraría forma madura desde 1938, la violencia estatal dejó enfriar sus cañones. Pero no sería por mucho tiempo. Hasta los años sesenta del siglo XX, sólo un tercio de los chilenos se veía integrado al sufragio, y los nuevos sectores sociales que fueron integrados a las dinámicas modernas del capitalismo, se organizaron y politizaron en sus nuevas condiciones de vida, provocando nuevamente la defensa armada de la asimetría social por parte del Estado. Así fue en Ranquil, en 1934, donde alrededor de 400 campesinos chilenos y mapuche fueron muertos por el Estado. Con esta masacre, ocurrida en Malleco, recién comenzó la discusión sobre si el Estado permitía o no la sindicalización campesina, la que se aprobaría recién en 1967. La persecución violenta continuó sobre el Partido Comunista desde 1949, siendo ilegalizados injustificadamente por medio de la “Ley maldita” y, a partir de ello, exiliados, reprimidos y apresados. Las armas del Estado volvieron a escupir fuego en 1957, cuando los marginales de Santiago, que repletaban los suburbios de la ciudad en un flujo continúo desde el empobrecido campo, asolaron el centro de la urbe y fueron reprimidos por el ejército. Los muertos esta vez sumaron 16. Los largos años sesenta del siglo pasado, atravesados por la polarización social, vieron aún tres masacres más, la de la población José María Caro, en 1962, y las masacres a los mineros de El Salvador (1966) y a los pobladores de Puerto Montt (1969), elevando a 18 los muertos por acción represiva del estado en el gobierno de Eduardo Frei Montalva.
Tras el golpe de Estado de 1973, la violencia social alcanzó una dimensión nueva. Mucho se puede conocer hoy sobre la macabra máquina estatal de represión que tuvo bajo su mando Pinochet y apoyada por la derecha, las clases propietarias y los Estados Unidos; lo importante a destacar en este escrito tiene que ver con dos características. Primero, el que a pesar de toda la propaganda que insistió sobre la posibilidad de una guerra civil en Chile, la paz de cementerios que imperó desde el mismo 11 de septiembre en el país es demostrativa de que el monopolio de la violencia siempre estuvo en las Fuerzas Armadas. Ni la izquierda ni las organizaciones populares estaban preparadas para el combate armado. Así mismo, durante el periodo de resistencia activa a la dictadura (1983-86), como vimos más arriba, los muertos en su inmensa mayoría los pusieron las clases populares. Lo segundo, es que la radical violencia desde el Estado (y todo el repertorio “novedoso” de torturas y desapariciones), fue expresiva no de una necesidad de restablecer el orden o la institucionalidad, sino, más allá de esos objetivos “menores”, estaba la necesidad de venganza, primero, y de disciplinamiento, después, de todo el campo popular organizado y de la izquierda. La militancia, rol político y social, así como el origen de clase de la gran mayoría de las víctimas de la dictadura da cuenta clara de tales fenómenos. Del mismo modo, la horrorosa magnitud de la violencia estatal ejercida contra seres humanos desarmados nos obliga a imaginar razones más elevadas que la mera restitución del estado de derecho (por lo demás, nunca quebrantado sino hasta el golpe mismo).
6.- Es en esa clave que debe leerse lo ocurrido en Chile desde 2011 en adelante. Algunoscolumnistas han sugerido la agudización de una “situación de violencia”, un “ambiente lacrimógeno que se ha apoderado de nuestras principales avenidas en Santiago y en regiones”, en el que es visible “un nivel de beligerencia insólito”, y en el cuál el 4 de agosto de aquel año representa un hito de inicio de un proceso en ascenso. Creo que esa visión es exagerada. En Chile la violencia social no se ha generalizado. Los enfrentamientos entre sindicalistas, estudiantes o asambleas ciudadanas y las fuerzas del orden no han tenido mayor arsenal que las piedras; los guerrilleros del movimiento social con suerte alcanzan algunas decenas. Son adolescentes con escasa incidencia política de masas y su arsenal apenas alcanza para un par de botellas incendiarias, las mismas que hasta el momento no han provocado mayores daños. Sobre estos mismos grupos, “los encapuchados”, recaen además las sospechas de infiltración y tolerancia desde el Estado, con el fin de provocar daños a la imagen de las organizaciones sociales en lucha. El enfrentamiento no ha sido tal. En realidad, ha habido represión abierta a movilizaciones que en general son pacíficas y su resistencia se basa más en el número que en su casi nulo poder de fuego. El balance de la violencia social desde 2011 a la fecha es decidor de dicha asimetría de fuerzas: salvo el inocente niño Manuel Gutiérrez, asesinado por carabineros la noche del 24 de agosto de ese año, no hay víctimas fatales que lamentar; tampoco se ha puesto en ningún momento en entredicho ni el estado de derecho, ni el régimen de propiedad ni la estabilidad de la dominación. Los hechos también son claros respecto del uso de la fuerza estatal: se ha usado indiscriminadamente, de forma ilegal en muchos casos, con altísimos niveles de violencia contra inocentes, y sin que medie una amenaza a la paz como argumento. Es la reacción nerviosa de la elite ante el retorno de la movilización social lo que inunda de gas lacrimógeno nuestras calles, y no una supuesta virulencia popular. Los argumentos que hablan de la agudización de la violencia desde 2011 a la fecha no están con los hechos reales, sino más bien con cierto sentido común autoritario, y se corresponden en su forma y fondo, ya sea con o sin intención, con el discurso golpista de otros tiempos. Más que una advertencia del peligro, tales interpretaciones del proceso social en curso pueden servir como líricos puñados de maíz en la puerta de los cuarteles.
7.- Entonces, a pesar de la evidente razón electoral de coyuntura, no tiene sentido de realidad la promoción de la Ley Hinzpeter en base a un aumento de la violencia social en Chile o a una persistente amenaza al estado de derecho desde organizaciones anti sistémicas. Si encuentra razón de ser cuando se observa la proyección subjetiva que alcanzan las movilizaciones sociales entre las elites: no debiera extrañar que sea un gobierno con un depurado carácter de clase como el de Piñera el que promueva una ley que amplía la capacidad de ejercer la violencia “no-mortal” contra la disidencia social. Es una práctica bicentenaria, y a estas alturas, parte de su genética. Como hademostrado Sergio Grez, la amenaza espectral de la violencia estatal le ha permitido a las elites monopolizar el poder constituyente, apropiándose permanentemente de la capacidad de formar Estado en Chile. Por otra parte, las ausencias de un reconocimiento institucional de los crímenes ocurridos en dictadura, de procesos judiciales que alcancen a los responsables políticos del terror, así como de un sinceramiento social sobre el carácter de clase de la violencia estatal, hacen presente al fantasma de la violencia, como el ángel guardián del orden neoliberal. Los asesinatos ocurridos en los gobiernos civiles, como el estudiante Daniel Menco (1999), de los mapuche Matías Catrileo (2008) y Jaime Mendoza Collío (2009); así como la muerte del obrero Rodrigo Cisternas (2007), hacen visible la espada de Damocles que pende sobre los luchadores sociales en Chile. Lo que la iniciativa legal del gobierno expresa es más un temor elitario, histórico y sobre todo nervioso, azuzado por la prensa y cierta opinión pública, y no una medida acorde con el desarrollo de la movilización social en Chile.