Los cubanos y Fidel (desde La Habana) – Análisis del director de NODAL

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Las cenizas de Fidel Castro fueron depositadas en Santiago de Cuba una semana después de su muerte el 25 de noviembre y hay una pregunta que sobrevuela las crónicas y análisis que se realizan en todo el mundo: ¿sobrevivirá la revolución sin Fidel? Es interesante que esta pregunta de carácter político -e incluso dramático- fuera de Cuba no se formula de la misma manera dentro de la isla. En realidad, a lo largo de los casi 58 años de revolución la inmensa mayoría de los análisis sobre Cuba se realizan sin consultar a la población cubana, como si ésta no tuviera voz propia, como si su voz no importara, como si no pudieran opinar sobre sus propias vidas, porque -al fin y al cabo- fuera de la isla «saben» mucho mejor lo que es «mejor» para los cubanos. Estos análisis por lo general subestiman a los cubanos que derrocaron una dictadura, realizaron una revolución y llevaron adelante profundas reformas sociales, como si todo esto no importara o fueran elementos superfluos y secundarios.

Solamente estando en Cuba se puede percibir y tal vez comprender la relación líder-pueblo y el significado del amor y veneración que siente la inmensa mayoría de los cubanos hacia Fidel, «Fidel» a secas, como dicen ellos.

Es difícil encontrar en la historia universal una persona que haya liderado un proceso de profunda transformación social actuando durante más de 60 años. Si se piensa en los líderes de la revolución francesa o norteamericana del siglo XIX, sus actuaciones fueron destacadas e incluso marcaron la historia de la humanidad, pero sus vidas políticas fueron comparativamente muy cortas. Tampoco en el siglo XX es fácil encontrar líderes que marcaran la historia de un país durante tanto tiempo, en el poder o fuera de él. Algunos de los más trascendentales en América Latina incluso tuvieron una corta vida política, como Eva Perón -«Evita», la llamada «abanderada de los humildes de la Argentina- o Salvador Allende en Chile, mundialmente recordado por su gobierno de escasos tres años hasta que fue derrocado por un golpe de Estado en 1973.

Fidel Castro construyó su liderazgo durante un breve período: desde el asalto del cuartel de Moncada en 1953 hasta el derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista el 1º de enero de 1959. Apenas seis años si no se cuenta su actividad como dirigente estudiantil universitario. A posteriori se convirtió en sinónimo de revolución durante casi 60 años. De hecho, una minoría de la población cubana actual conoció al Fidel dirigente estudiantil en la Universidad de La Habana, al que asaltó el cuartel de Moncada o al que entró en la capital el 8 de enero de 1959. La mayoría de los cubanos conoció a Fidel al frente de la revolución, por lo que Fidel y revolución son sinónimos. Las imágenes de miles y miles de personas en el Memorial José Martí durante 48 horas para rendirle tributo a Fidel, o luego acompañando la caravana en su recorrido por el país, son incomprensibles si no se penetra en el corazón de los cubanos, reflejado ahora -tal vez- por los grandes medios masivos de comunicación que siempre están atentos a lo que dicen o hacen un puñado de cubanos que viven hace décadas en Miami, pero consultan muy poco a los habitantes de la isla.

Cuba entraña paradojas: en casi todos los países de América Latina la mayoría de las encuestas revelan que el tema de la llamada «inseguridad» o violencia está en el primer lugar de las preocupaciones de los ciudadanos. Día a día aparecen cifras horrorosas de asesinatos de toda índole, sea por el accionar de bandas armadas, el narcotráfico o la utilización de todo tipo de armas de fuego que ha llevado a las clases medias y altas a refugiarse detrás de altos muros que rodean barrios cerrados en Guayaquil, Buenos Aires o la capital mexicana. Brasil, Colombia o Guatemala son sinónimo de violencia y aparatos de seguridad fuertemente armados que recorren las calles o custodiando edificios públicos. Sin embargo, el sistema político más cuestionado en América Latina por comunicadores y políticos profesionales es el que registra los menores índices de violencia en toda la región, donde hay menos posibilidades de morir en las calles y donde los muertos por hechos violentos en un año calendario son menores a los de las principales ciudades latinoamericanas en un sólo día, porque -entre otras cosas- los civiles no pueden portar armas sin permisos especiales.

La construcción de una imagen de un régimen opresivo y represivo contrasta con la realidad que se puede percibir en cualquier esquina de La Habana y que se manifestó durante las exequias de Fidel Castro sin necesidad de carros de asalto ni policías antidisturbios ostensiblemente armados para amedrentar a la población, y que no registró ni un incidente de violencia. En esta ocasión, gracias a la presencia de los medios de comunicación internacionales, las imágenes hablaron por sí solas. Si habría habido algún mínimo incidente lo hubieran registrado y emitido hasta el cansancio.

Por otra parte, existe una tendencia a exigir que Cuba sea el «paraíso» o el «régimen perfecto», colocando una serie de exigencias que -en caso de no cumplirse- serían la cabal demostración de que el sistema ha fracasado. Se mide a Cuba en abstracto y con una vara tan alta que nunca podrá alcanzar, y que por lo general no se utiliza con otros gobiernos. Si los parámetros de consumo no son similares a los de las clases medias de las principales capitales latinoamericanas se dice que la revolución es un fracaso; si numerosos edificios de La Habana vieja se caen a pedazos la revolución es un fracaso. Se podría agregar: si existe un sólo partido político, si no hay elecciones al estilo europeo o estadounidense, o si no funcionan las últimas aplicaciones para celulares, y numerosos etcéteras. Si algo no funciona se suele dice que la revolución fracasó.

Cuba dista mucho de ser un paraíso utópico. Hay un sinfín de problemas como en toda sociedad y hay numerosos cubanos que no se identifican con el gobierno, que no les interesa la política, que sólo quieren hacer dinero o que se quieren ir a vivir a otro país. Es casi fantasioso o infantil pretender que esto no sea así.

Casi 60 años después del 1º de enero de 1959, lo primero con que se asocia la revolución cubana es con salud y educación, algo que distingue a Cuba de todo el continente americano, incluida la primera potencia mundial; salvo para los más acérrimos y fanáticos detractores de la revolución cubana incapaces de encontrar siquiera algo positivo. Ni que hablar de la tasa de mortalidad infantil por cada mil bebés nacidos que está al nivel del promedio europeo (4), por encima de los Estados Unidos (6) y muy por encima del promedio latinoamericano y caribeño (15) según los índices del Banco Mundial, y a pesar de un bloqueo de décadas. Cuando se habla de Cuba se lo da por sentado, como si fuera tan fácil lograrlo. ¿Será por eso que también se le exige que tengan los mismos altos índices en todos los ámbitos?

De todas maneras, ningún indicador estadístico puede reflejar lo vivido en la isla desde el 25 de noviembre. Además, es muy difícil encontrar las palabras que reflejen los sentimientos hacia Fidel Castro de miles de hombres y mujeres de todas las edades acercándose al Memorial de José Martí en La Habana o saludando la caravana que recorrió 900 kilómetros entre la capital y Santiago de Cuba.

La pregunta “¿y ahora qué?” parece más destinada a los que viven fuera de la isla y que tantas veces han anunciado con bombos y platillos el fin de la revolución. Los que viven dentro de la isla simplemente dice “pa´lante”.


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